De un tiempo a esta parte me siento fuera de la historia. No sólo no entiendo lo que sucede sino que ni siquiera intento hacerlo. Puede que tras este desgano esté la intuición de que es mejor no saber puesto que lo que sucede me resultaría poco grato y es, además, irremediable. Pero puede ser también pereza mental, tal como lo sugiere Boaventura Dos Santos cuando examinando las falencias de la razón crítica en el mundo contemporáneo, concluye que los intelectuales no están(?) estamos(?) a la altura de la tarea . O, finalmente, podría ser que ya no hay más historia pues, como dice Fukuyama, el capitalismo y la democracia liberal son realidades insuperables. Todo sería tan claro que no habría nada que entender, ningún misterio. Pero, sea como fuere, no tener una imagen o hipótesis sobre lo que sucede me hace sentir como un sobreviviente (des)afortunado. Sin función en este orden de cosas que, otra vez, no me entusiasma aunque no llegue a conocer.

En realidad, muchas cosas me han impactado. El mundo no ha avanzado tal como muchos creímos en la llamada nueva izquierda. Algunos hemos (re)descubierto la enorme fuerza del mal, a la que todos estamos expuestos. Hemos constatado, entonces, que, aunque parezca mentira, gozar del sufrimiento ajeno, o hasta del propio, puede ser una manera de vivir. Por tanto, el abuso y la prepotencia no son sólo hechos “estructurales” sino que también pasan por las decisiones de las personas. Y en todos los mundos sociales hay gente que escoge gozar maltratando a la vida. Pero en el ámbito más personal lo que más me ha impactado es el hecho de que mis dos hijos no tengan la costumbre de leer. No tienen libros de cabecera ni una práctica constante de lectura. No obstante, de ninguna manera podría decir que son peores que yo, o que no la pasan tan bien como yo. Por el contrario: viven más su juventud; es decir, son más libres aunque quizá más desorientados. Mis hijos son de otra época, de esta época a la que no me siento invitado.

Leer, para mi generación, era el camino de lograr un desarrollo personal que, proseguido con fe, llevaría a ser feliz y justo. Y, además, a una vida no de rico pero si, sin angustias económicas. El hombre culto era un hombre libre y realizado, un buen ciudadano. Leer era pues la vía hacia la superación personal y el progreso social. Vistas las cosas con perspectiva, lo que puede llamarse el “mito de la lectura” es un sucedáneo de la creencia religiosa en la salvación, con la particularidad de que la salvación es concebida como intramundana y, además, como dependiendo del conocimiento. O sea que el mito de la lectura es un híbrido donde al fundamento religioso se le ha injertado un motivo racionalista, cual es la centralidad del conocimiento. En los tiempos que corren el mito de lectura se ha desvalorizado mucho en la medida en que ahora queda claro que no hay algún absoluto o verdad última a la que podamos llegar. Hasta resulta muy discutible la idea de que la lectura enriquezca, libere o mejore al hombre o a la mujer. Entonces la lectura se sostiene como entretenimiento pero ya no como promesa de desarrollo humano. Ahora, por ejemplo, los suplementos deportivos en los diarios son cada vez más importantes. Mientras tanto, los suplementos llamados “culturales” languidecen. Y en la misma dirección, en la literatura prolifera el relato de suspenso, el “thriller”, que no explora el mundo, ni la condición humana, si no que se funda en esa intriga que absorbe. Total se trata pasar un buen rato.

Es claro que si se cae el “mito de la lectura” como camino de salvación, o sentido de vida, la escritura no demorará en seguir el mismo curso. Los que intentamos seguir escribiendo cosas sesudas somos pues como el coyote de los dibujos animados. Ese coyote que persigue al correcaminos. En algún momento el coyote sigue corriendo pero ya no hay suelo debajo de él. Pero como no se da cuenta, sigue esforzándose y hasta avanza. No obstante, en algún momento intuye que hay algo raro. Entonces mira hacia abajo y se da cuenta que debajo suyo solo hay vacío. Recién en ese instante deja de correr y cae estrepitosamente. Aclaro que el ejemplo lo tomo de Zizek. Pero lo uso para describir la gente que por inercia sigue escribiendo sin darse cuenta que ya (casi) nadie lee. A la larga, esta situación es insostenible.

Yo sí aposté a fondo a la lectura. No me arrepiento. Mi pasión fue seguro excesiva. En todo caso, se me hado por declararme un dinosaurio. He pensado que los 57 años que cuento son quizá suficientes y que mis aspiraciones son parte de un pasado que nunca fue y tampoco será. Digamos que mi turno ya pasó, que hice lo que pude, y que será la gente más joven la que pueda descifrar las claves de esta época. Me dedico entonces a exploraciones eruditas, a esfuerzos discontinuos que no son parte de un intento por razonar nuestra época. Creo que mi caso dista de ser el único. Tengo la impresión de que la gente de mi generación piensa cada vez menos. Y con pensar me refiero a tratar de discernir alguna unidad en lo existente, una visión unificadora que, por contraste, permita imaginar otras realidades u horizontes. Lo que Marx llamaba “crítica de la ideología”; es decir, no solo dolerse de los síntomas sino razonar sus causas. Descubrir la (ine)evitabilidad de los problemas, de aquello que no nos gusta.

En este sentido muy poca gente piensa hoy en día. Quizá pensar sea un ejercicio estéril. Hay muchos, en mi generación, que derivan lo principal de su goce de burlarse de cualquier intento de pensar. Despliegan un escepticismo corrosivo, se ríen de su propio pasado, de la época cuando trataron de imaginar una alternativa al “mundo real”. Yo también siento el llamado de esa voz pero no me dejo llevar por ella. Hay algo de obsceno y de triste en esa convocatoria. Sospecho que al final del día, el humor y la risa se vuelven amargos. Pero de repente estoy siendo demasiado trágico. Quizá reírse del candor juvenil sea catártico, preludio de una nueva manera de estar en el mundo.

Pero hay alguna gente que piensa o trata de hacerlo. Algunos nombres: Zizek, Karatani, Vattimo, Agamben, Jameson, Laclau, Dos Santos. Tiene que haber muchos más pero no los conozco.

Pero ahora quisiera referirme a Jameson y su propuesta de la teoría como medio de romper el hechizo mediante el cuál lo fáctico ha bloqueado tan radicalmente nuestra imaginación del futuro que estaríamos entonces en el “fin de la historia”. Para Jameson, lo fáctico de nuestra época posmoderna está dado por dos circunstancias básicas:

Primero, la indiferenciación creciente entre economía y cultura. Cada vez más la producción de mercancías incorpora la cultura a través de la creciente gravitación que ejerce lo bello. Digamos, que en el proceso productivo la función ya no determina la forma, tal como ocurría en el mundo moderno. Esos edificios cúbicos y lisos de carpintería de aluminio, son el mejor ejemplo de la arquitectura moderna. En el mundo moderno la economía no estaba aculturada. Por el contrario, el prestigio de la austeridad, de ese camino recto para llegar al fondo de las cosas, significaba que no merecía existir todo aquello que carecía de una función comprobable. Ahora, en cambio, en nuestros tiempos posmodernos, la exigencia de belleza se ha tornado en central. Todo objeto tiene que pasar por un momento de elaboración estética. El diseño está en todas partes. Los objetos deben ser bellos porque lo bello es bonito y atractivo. Por último permite vender más. En todo caso es lo deseable, lo que todos quieren, lo mejor a lo que podemos aspirar. De otro lado la cultura misma se convierte cada vez más en fabricación rentable, en mercancía. La música y el cine mueven billones de dólares. En cualquier forma la producción cultural no está centralmente orientada a cumplir el mandato de hacer mejor al hombre, de enriquecer su vida. La expectativa de rentabilidad facilita la banalización de la cultura.

La segunda característica de nuestra época es la globalización. El futuro es global. No es posible disociarse de una convergencia creciente. No hay futuros particulares o asilados. Ni siquiera es posible imaginarlos. Esta tendencia no elimina lo local o lo particular pero si lo sitúa en un campo o contexto más amplio dentro del cual representa una diferencia previsible y legítima. Lo pintoresco o exótico.

Para Jameson, nuestra época vive amenazada por la trivialización de la vida y la única salida es la crítica de lo fáctico. La crítica es posible desde la teoría, entendida como la reactivación del pensamiento en el campo de la reflexión sobre la vida cotidiana. Los herederos del proyecto ilustrado son los intelectuales, especialmente los académicos, y el espacio donde alguna lucha es aún posible es precisamente el campo de la teoría.

Estas ideas, y la sensibilidad sobre las que se fundamentan, no son nuevas. Están, por ejemplo, en la escuela de Frankurt, en Adorno, y en la desconfianza del mundo intelectual por la “sociedad de masas”, regida por el “pan y circo”, por la “desublimación represiva”. Es decir, se trata de satisfacer de manera inmediata las pulsiones de la gente, pero sin que esta satisfacción implique una individuación creadora. Es el colapso de la cultura entendida como mandato de perfeccionar a la criatura humana. Estas ideas, a su turno, pueden ser contestadas desde diferentes perspectivas. Se ha dicho, por ejemplo, y con razón, que estas ideas son elitistas, etnocéntricas y que desvalorizan lo corporal. También se ha dicho que no hay ninguna constancia de que el individuo “cultivado” sea más feliz, o más justo, o moral, que su prójimo más “ignorante”. Por último, ha ganado consenso una definición de cultura donde el término se hace equivaler a lo aprendido; es decir, a los comportamientos determinados en la historia y no dados por la genética. Entonces una cultura es una forma de vida. Por tanto, nadie carece de cultura. Llegamos así, al “relativismo cultural”. Todo es cultura y los productos culturales no pueden si quiera criticarse pues no hay un “metro”, un ideal, que permita hacer valoraciones. El “relativismo cultural” se presenta como la posición consecuentemente democrática. La única que respeta la otredad. En todo caso, la crítica cultural desaparece. Sería solo un intento fallido de imponer una dictadura sobre el gusto. Intento impulsado por elites ambiciosas y pedantes, extrañas al calor de lo cotidiano.

Hay mucho de verdad en estas críticas. Imposible ignorarlo. Si, muchas, demasiadas veces, la figura del científico o humanista ha derivado en el elitista pedante, que se cree superior pero que está solo y es infeliz. Pero esta situación no tendría porque llevarnos a echar por la borda el mandato de desarrollo humano implícito en el concepto de cultura. Y aquí vienen en mi ayuda dos autores: Erasmo y Rabelais. En ambos se trata de pensar una cultura que, inmersa en la vida, la enriquezca. Ambos se oponían a la cultura como esa escolástica ornamentativa que justifica las diferencias sociales. El tema lo he tratado anteriormente. Pero en breve: Erasmo nos dice que no debemos tener miedo a la necedad o estupidez. Así evitaremos la seriedad mortífera del estudioso que se tortura con disquisiciones ajenas a las exigencias de la vida. La reivindicación del humor y el cuerpo no significa rechazar la idea de desarrollo humano. Y Rabelais es aún, si cabe, más claro. El gigante Pantagruel, su personaje más entrañable, desdeña todos los libros porque el saber que pretenden no está ligado a la vida. Son especulaciones que contraen el goce de existir. Pero Pantagruel cambia cuando se da cuenta que hay saberes que dilatan su alegría. Desde entonces no deja de buscar la sabiduría. En la vida y en los libros.

Entonces, para terminar, las ideas de Jameson implican un regreso a la tradición humanista clásica.

Las ideas de Jameson resultan de una reflexión sobre Hegel y pueden resumirse de la siguiente manera:

Hegel pensó que la filosofía habría de reemplazar al arte. Lo figurativo como forma de autoconciencia ya no sería tan necesaria en la medida en que lo argumentativo podría infiltrar la vida cotidiana. La libertad quedaría fundada en la deliberación. Y así, seríamos conscientes de la autoconciencia. El arte de la época de Hegel, el arte romántico, daba señas de agotamiento. Se quedaba en lo bello.

Pero al romanticismo le sucedió el modernismo. Gracias al ímpetu modernista la tarea prevista para la filosofía: la depuración de la autoconciencia, quedó en manos del arte. Pero de un arte que busca lo extraordinario, lo sublime. En el fondo la “salvación”, o su sucedáneo ilustrado, el crecimiento o desarrollo del hombre. Y no, simplemente, lo bello. En definitiva, la filosofía no reemplaza al arte. El arte se desarrolla en su capacidad de explorar la condición humana como nunca antes lo había hecho en la historia. El arte modernista es entonces el principal campo donde se explora la complejidad de lo humano. Kafka, por ejemplo, es capaz de ver, y objetivar, realidades que se escapan a los filósofos como el carácter tiránico del super ego. El arte pretende descubrir lo esencial y “salvar” a los seres humanos.

Pero el modernismo y su arte-sublime se agotaron. El arte es ahora entretenimiento que no pretende descubrir alguna verdad o posibilidad oculta. Entonces la posta de la “salvación” o del “desarrollo” no es recogida por la filosofía sino por la Teoría que es una reflexión que se enuncia desde lugares muy distintos y desde una urgencia de ser pertinente para la vida. La Teoría es la heredera, en el mundo posmoderno, del mandato de hacer crecer al hombre. Y la teoría tiene como laboratorio la vida. Es una reflexión desde la vida. No es posible volver a lo moderno pero si es posible “quebrar la mercantilización” mediante una restauración del componente “filosófico” en la posmodernidad. En la posmodernidad lo sublime tiende a desaparecer del arte. Se produce el regreso de lo bello. Que no abre un horizonte de trascendencia sino de reconciliación con la facticidad.

Las consignas de Jameson son pues pensar, teorizar, totalizar. Solo así fuera posible romper el bloqueo a que la imaginación está sometida en nuestra época. La época del “fin de la historia”.