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miércoles, 11 de febrero de 2009

Placebos para afrontar la crisis

En los próximos días Obama logrará la aprobación de su monumental paquete de ‘recuperación económica’, equivalente al 6% del PBI, para enfrentar la debacle de los EEUU y sus reverberaciones planetarias. A pesar del loable esfuerzo por mejorar la educación, la infraestructura y la salud de la sociedad norteamericana en el largo plazo, en nuestra opinión esa multimillonaria inyección de recursos no permitirá reactivar sostenidamente la economía, tanto por el erróneo diagnóstico de la crisis por la que atraviesa, como por la incomprensión sobre la forma en que se desenvuelven los procesos de acumulación productiva en las economías capitalistas de mercado. Y es que en EEUU el gobierno ha resucitado ingenuamente a Keynes, cuando debió desenterrar atrevidamente a Schumpeter. Mientras el primero creía que bastaba expandir la demanda interna a través de un mayor gasto e inversión pública y algunos recortes tributarios, que ciertamente pueden resultar necesarios para reactivar temporalmente una economía en recesión, el segundo argüía que son básicamente las ‘innovaciones’ tecno-económicas revolucionarias las que permiten dinamizar la acumulación de capital y despertar los ‘espíritus animales’ de los empresarios en el largo plazo.

Los acólitos de Keynes no se percataron de que las recetas de expansión de la demanda solo resultaban efectivas si existían esas bases reales –desde el lado de la oferta– para asegurar el incremento acelerado de la producción gracias a los incrementos en la productividad. Como efectivamente sucedió durante los ‘Años Dorados’ de posguerra (de 1945 a 1973), en que el PBI mundial creció al 6% anual y el comercio internacional al 11%.

Desde los años setenta en adelante, sin embargo, el crecimiento se redujo sustancialmente, con lo que se cumplió la hipótesis de las ‘Ondas Largas de Kondratieff’, de acuerdo con la cual las economías industriales avanzadas crecen a elevadas tasas durante dos o tres décadas, pero que luego declinan como consecuencia de la sobreproducción a la que lleva el optimismo ciego de los mercados y que señaliza el agotamiento de las innovaciones en los sectores productivos claves, desacelerando su desenvolvimiento por un lapso prolongado parecido hasta que surge una nueva manada tecnológica. Es esa la historia de sobresaltos repetitivos del capitalismo desde que se procesó la Revolución Industrial de fines del siglo XVIII, en que hemos transitado por cuatro de esos extendidos ciclos y no sabemos cuándo ni cómo se daría el siguiente salto cualitativo que permita rejuvenecer su aparato productivo.

Es decir, las medidas que se vienen adoptando en EEUU y otros países no tendrán sino efectos temporales, ya que no se están dando en un entorno de innovaciones en los principales sectores reales y en el campo institucional. Ese también fue el caso de la burbuja ‘dot.com’ que reventó prematuramente en el año 2000, fenómeno que se volvió a repetir con la burbuja hipotecaria del año pasado. Todas estas, simples reactivaciones pasajeras, alentadas engañosamente por paliativos –como la drástica reducción de las tasas de interés– que no afrontaron el problema de la caída de la productividad que caracteriza la senectud del sistema productivo.

El domingo pasado en el New York Times, David Leohnhardt (“The Big Fix”) ha planteado bien el problema al responder a la cuestión de dónde provendría el estímulo para dar lugar a una reactivación económica sostenida: “No es probable que Wall Street cure los problemas económicos del país. Tampoco, obviamente, lo es Detroit. Ni lo es Silicon Valley, por lo menos no por sí mismo. Mucho antes que explotara la burbuja hipotecaria, los grandes incrementos de productividad que llevaron al auge tecnológico de los años noventa parecían estarse desplomando, lo que sugiere que la Internet puede no ser capaz de alimentar décadas de crecimiento económico en la forma en que lo hicieran los inventos industriales de principios del siglo veinte. El crecimiento económico anual de la década actual ha sido el más lento de todas las décadas desde los años treinta del siglo XX”. Lo que refleja precisamente la falta de innovaciones schumpeterianas y que se refleja en el hecho de que la productividad promedio ha ido cayendo a la mitad en los últimos años (de 2.4% anual a 1.1%), osteoporosis particularmente notoria en la reducción de la competitividad norteamericana en sectores estratégicos como el automotriz, el de servicios financieros y el de las tecnologías de la información.

A todo ello se agrega que, recordando a Mancur Olson, la conformación de grupos de interés (‘vested interests’, ‘pet constituencies’, ‘sacred cows’, ‘special-interests’ y similares expresiones) que concentran cada vez más poder, el que aprovechan para obtener favores del gobierno (si es que no ocupan directamente los cargos claves), logrando la aprobación de leyes sesgadas, el nombramiento de reguladores que miran al costado, el otorgamiento generoso de subsidios, la reducción de impuestos directos y similares. Y lo que es más grave, son precisamente esas fracciones de clase las que en EEUU se han constituido en los principales obstáculos para el desarrollo de innovaciones schumpeterianas, tal como las que actualmente podrían germinar en torno a la biotecnología, la robótica, los nuevos materiales, las energías sustitutas, etc.

En pocas palabras, hay que reconocer que son muy audaces y aparentemente sensatas las medidas que se vienen adoptando en EEUU y en otras economías avanzadas, tales como la más eficaz regulación financiera, las reducciones drásticas del precio del crédito, las dirigidas a conseguir una mayor competencia en los mercados de productos, los mayores gastos públicos y las menores tasas impositivas, los salvatajes y recapitalizaciones bancarias, la apertura a los mercados externos y similares. Sin embargo, ninguna surtirá efectos duraderos porque no se sustentan en sustantivas revoluciones schumpeterianas. Esas no aparecen aún en el horizonte, por más esperanzas que se hayan abrigado en torno a las mencionadas innovaciones potenciales. Lo que desafortunadamente aboga a favor de quienes consideran que la crisis norteamericana actual durará bastante más que 12 meses y que podrá extenderse por 12 años más… quizás con algunos sedantes y pompas de jabón de por medio, pero que no resuelven los problemas de fondo para garantizar un crecimiento equilibrado y sostenido de esa economía y, consecuentemente, de las del resto del mundo dependiente del Imperio.

AUTOR :Jurgen Schuldt
FUENTE : ACTUALIDAD ECONOMICA DEL PERU

¡Que se vayan todos!

Viendo a las multitudes en Islandia blandiendo y golpeando ollas y cacerolas hasta hacer caer a su gobierno me acordaba yo de una popular consigna coreada en los círculos anticapitalistas en 2002: "Ustedes son Enron; nosotros, la Argentina".

Su mensaje era suficientemente simple. Ustedes –políticos y altos ejecutivos amalgamados en alguna que otra cumbre comercial— son como los temerarios estafadores ejecutivos de Enron (claro que entonces no sabíamos ni la mitad de lo ocurrido)—. Nosotros –el populacho mantenido al margen— somos como los argentinos, quienes, en medio de una crisis económica misteriosamente parecida a la nuestra, salieron a la calle con ollas y cacerolas al grito de: "Que se vayan todos". Forzaron la dimisión de cuatro presidentes en menos de tres semanas. Lo que hizo única la rebelión argentina de 2001-2002 fue que no iba dirigida contra ningún partido político concreto, ni tampoco contra la corrupción en abstracto. Su objetivo era el modelo económico dominante: fue la primera revuelta de una nación contra el capitalismo desregulado de nuestros días.

Ha tomado su tiempo, pero, finalmente, desde Islandia hasta Letonia, pasando por Corea del Sur y Grecia, el resto del mundo está llegando al mismo resultado: ¡que se vayan todos!

Las estoicas matriarcas islandesas que sacaban sus cacerolas mientras sus hijos buscaban proyectiles en el frigorífico (huevos, desde luego, ¿también yogures?) reproducen las tácticas que se hicieron famosas en Buenos Aires. Un eco de la rabia colectiva contra unas elites que destruyeron un país otrora próspero pensando salir de rositas. Como dijo Gudrun Jonsdottir, una oficinista islandesa de 36 años: "Estoy hasta el moño de todos esto. No me fío del gobierno, no me fío de los bancos, no me fío de los partidos políticos y no me fío del FMI. Teníamos un país estupendo, y se lo han cargado".

Otro eco: en Reikiavik, los manifestantes no se conforman con un mero cambio de rostros en la cúspide (aunque la nueva primera ministra sea una lesbiana). Exigen ayudas al pueblo, no a los bancos; investigación penal de la debacle; y una profunda reforma electoral.

Parecidas exigencias pueden oírse en Letonia, cuya economía ha experimentado la contracción más drástica dentro de la Unión Europea y en donde el gobierno se halla al borde del precipicio. Durante semanas, la capital se ha visto sacudida por protestas, incluidos unos disturbios en toda regla el pasado 13 de enero. Como en Islandia, los letones están indignados por la negativa de sus dirigentes a aceptar la menor responsabilidad por la catástrofe. Preguntado por la Televisión Bloomberg por las causas de la crisis, el ministro de finanzas letón soltó displicentemente: "ninguna en especial".

Pero los disturbios letones sí son especiales: las mismas políticas que permitieron al "Tigre Báltico" crecer a una tasa del 12% en 2006, están ahora causando una violenta contracción que se estima del 10% para este año: el dinero, emancipado de toda barrera, viene tan prontamente como se va, tras rellenar, eso sí, algunos bolsillos políticos. No es casual que muchas de las catástrofes de hoy sean los "milagros" de ayer: Irlanda, Estonia, Islandia, Letonia.

Pero todavía hay algo más argentinesco en el aire. En 2001, los dirigentes argentinos respondieron a la crisis con un brutal paquete de austeridad dictado por el FMI: 9 mil millones de dólares de recorte del gasto público, señaladamente en sanidad y educación. Lo que se reveló un error fatal. Los sindicatos de los trabajadores realizaron una huelga general, los maestros sacaron sus clases a la calle, y por doquiera proseguían las protestas.

Esa misma negativa de los de abajo a ser inmolados en la crisis es lo que une hoy a muchos manifestantes de todo el mundo. En Letonia, buena parte de la cólera popular se ha centrado en las medidas gubernamentales de austeridad –despidos masivos, recorte de servicios sociales y brusca disminución de los salarios en el sector público— tomadas para hacer méritos ante el FMI, de quien se espera un préstamo de urgencia: no, definitivamente, nada ha cambiado. Las revueltas del pasado diciembre en Grecia fueron desencadenadas por el asesinato a tiros por la policía de un adolescente de 15 años. Pero lo que las mantiene vivas, con los agricultores recogiendo el testigo de los estudiantes, es la general cólera que desierta en el pueblo griego la respuesta del gobierno a la crisis: se ofrece a los bancos un rescate por valor de 36 mil millones de dólares, mientras se recortan las pensiones de los trabajadores y se da a los campesinos poco más que nada. A pesar de las molestias causadas por el bloqueo de carreteras de los tractores, el 78% de los griegos opina que las exigencias de los agricultores son razonables. Análogamente en Francia, en donde la reciente huelga general –desencadenada en parte por los planes del presidente Sarkozy de reducir espectacularmente el número de profesores— se atrajo el apoyo del 70% de la población.

Acaso el hilo más robusto que atraviesa a toda esa revuelta global sea el rechazo a la lógica de la "política extraordinaria", por emplear la expresión acuñada por el político polaco Leszek Balcerowicz para describir el modo en que los políticos acostumbran ahora a ignorar las disposiciones legislativas para avilantarse a "reformas" de todo punto impopulares. Un ardid que está dejando de funcionar, como acaba de descubrir ahora el gobierno de Corea del Sur. En diciembre pasado, el partido gobernante trató de servirse de la crisis en curso para lanzarse a un más que discutible acuerdo de libre comercio con los EEUU. Llevando a nuevos extremos la política de puertas cerradas, los legisladores se cerraron a cal y canto en la Cámara para poder votar en privado: defendieron la puerta con mesas, sillas y butacas. Los políticos de la oposición no se dejaron impresionar: con martillos percutores y sierras eléctricas, echaron la puerta abajo y entraron en el Parlamento organizando una sentada que habría de durar doce días. Se aplazó el voto, a fin de permitir un mayor debate. Una victoria para un nuevo tipo de "política extraordinaria".

Aquí, en Canadá, la política es notoriamente menos pronta a escenas chocarreras que terminan en YouTube, pero tampoco ha estado exenta de sorprendentes acontecimientos. El pasado octubre, el Partido Conservador ganó las elecciones nacionales con un programa sin ambición. Seis semanas después, nuestro primer ministro tory se sacaba de la chistera un proyecto presupuestario que privaba del derecho de huelga a los trabajadores del sector público, abolía la financiación pública de los partidos políticos y no contenía el menor atisbo de estímulo económico. Los partidos de oposición replicaron con la formación de una coalición histórica, que no consiguió hacerse con el poder sólo porque se suspendió abruptamente la sesión parlamentaria. Los tories han regresado ahora con un presupuesto revisado: las políticas extremistas de derecha han desaparecido, y hay un paquete de estímulos económicos.

La pauta es clara: los gobiernos que responden a la crisis creada por la ideología de libre mercado con una acrecida dosis de la desacreditada medicina, no sobrevivirán al intento. Como están gritando en la calle los estudiantes italianos: "No pagaremos por vuestra crisis".

AUTOR : NOAMI KLEIN
FUENTE : SIN PERMISO