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sábado, 21 de febrero de 2009

Incapacidad para reaccionar

Según todos los parámetros políticos normales, el acuerdo conseguido esta semana en el Congreso de EE UU en torno al paquete de estímulo económico ha constituido una gran victoria para el presidente Obama. Ha obtenido más o menos lo que había pedido: casi 800.000 millones de dólares para rescatar la economía, y de ellos, la mayoría asignados al gasto y no a rebajas fiscales. ¡Descorchemos el champán!

O quizá no. Éstos no son tiempos normales, de modo que los parámetros políticos normales no son válidos: la victoria de Obama da la impresión de ser más bien una derrota. La ley de estímulo parece útil, pero inadecuada, en especial si se combina con un decepcionante plan de rescate para los bancos. Y el juego político en torno al plan de estímulo ha convertido los sueños pospartidistas de Obama en tonterías.

Empecemos por la política.

Se podría haber esperado que los republicanos se mostrasen al menos ligeramente escarmentados en estos primeros días del Gobierno de Obama, dada su sonora derrota en las dos últimas elecciones y la debacle económica de los pasados ocho años.

Pero ahora está claro que la devoción del partido por el vudú profundo -reforzado en parte por los grupos de presión dispuestos a presentar rivales en las primarias contra los herejes- es tan fuerte como siempre. Tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, la inmensa mayoría de los republicanos cerró filas en torno a la idea de que la respuesta adecuada al vergonzoso fracaso de las rebajas fiscales del Gobierno de Bush son más rebajas fiscales al estilo Bush.

Y la respuesta retórica de los conservadores al plan de estímulo -que, vale la pena tenerlo en cuenta, costará considerablemente menos que los recortes de dos billones de dólares en impuestos de la Administración de Bush, o el billón gastado en Irak (y los que se gastarán)- raya en la demencia.

Es un "robo generacional", comentaba el senador John McCain pocos días después de votar a favor de unos recortes tributarios que habrían costado cuatro veces más a lo largo de la próxima década. Está "destruyendo el futuro de mi hija. Es igual que si me sentara a ver cómo una panda de delincuentes saquea mi casa", decía Arnold Kling, del Instituto Cato.

Y la acritud del debate político no da igual porque despierta dudas acerca de la capacidad del Gobierno de Obama para recaudar más dinero si, como parece probable, el plan de estímulo resulta insuficiente.

Porque si bien Obama ha conseguido más o menos lo que pidió, casi con certeza no pidió lo suficiente. Probablemente nos enfrentamos a la peor crisis desde la Gran Depresión. La Oficina Presupuestaria del Congreso, que generalmente no es dada a la hipérbole, predice que a lo largo de los próximos tres años se producirá un desfase de 2,9 billones de dólares entre lo que la economía puede producir y lo que de hecho producirá. Y 800.000 millones de dólares, aunque parezca mucho dinero, no sirve ni mucho menos para salvar ese abismo.

Oficialmente, la Administración insiste en que el plan es adecuado para las necesidades de la economía. Pero pocos economistas se muestran de acuerdo. Y en general se cree que las consideraciones políticas llevaron a un plan más débil y que contiene más reducciones de impuestos de los que debería tener; que Obama cedió por adelantado, con la esperanza de obtener un amplio apoyo de ambos partidos. Acabamos de ver lo bien que le ha funcionado.

Sin embargo, las probabilidades de que el estímulo fiscal resulte adecuado serían mayores si fueran acompañadas por un rescate financiero eficaz que descongelase los mercados crediticios y volviese a poner el dinero en movimiento. Pero el largamente esperado anuncio de los planes de la Administración de Obama en ese frente, que también se producía esta semana, aterrizaba con un vil ruido sordo.

No es que el plan esbozado por Tim Geithner, secretario del Tesoro, sea precisamente malo. Es más bien que es vago. Nos deja a todos tratando de averiguar cuáles son realmente las intenciones del Gobierno. ¿Acabarán esas alianzas entre el sector público y el privado siendo una forma encubierta de avalar a los banqueros a expensas de los ciudadanos? ¿O servirá la requerida prueba de tensión de puerta trasera para la nacionalización temporal de los bancos? (la solución preferida por un número cada vez mayor de economistas, entre los que me incluyo). Quién sabe.

En general, el efecto ha sido el de ganar tiempo. Y eso no basta.

Por el momento, la respuesta del Gobierno de Obama a la crisis económica recuerda mucho a la respuesta de Japón en la década de 1990: una ampliación presupuestaria suficientemente amplia para evitar lo peor, pero no lo suficiente como para que la recuperación arranque; apoyo al sistema bancario, pero con reservas a la hora de obligar a los bancos a afrontar sus pérdidas. Todavía es pronto, pero nos estamos saliendo de la curva.

Y no sé ustedes, pero yo siento una sensación rara en el estómago, como si Estados Unidos no estuviera a la altura del mayor reto económico en 70 años. Puede que los mejores no carezcan por completo de convicción, pero parecen alarmantemente dispuestos a conformarse con medias tintas. Y los peores están, como siempre, llenos de apasionada intensidad, completamente ajenos al grotesco fracaso de su doctrina en la práctica.

Todavía hay tiempo para dar la vuelta a la situación. Pero Obama tiene que ser más fuerte y mirar más hacia el futuro. De lo contrario, el veredicto de esta crisis podría ser que no, no podemos.

AUTOR :PAUL KRUGMAN
FUENTE :DIARIO EL PAIS

Es el momento de nacionalizar los bancos insolventes

Hace un año, predije que las pérdidas de las entidades financieras de los Estados Unidos llegarían al menos a un billón de dólares y posiblemente hasta dos billones. En aquel momento, el consenso entre los economistas y las autoridades era el de que esos cálculos aproximados eran exagerados, porque se creía que las pérdidas provocadas por las hipotecas de riesgo ascendían a un total de sólo unos 200.000 millones de dólares.

Como señalé, al deslizarse la economía de los Estados Unidos y la mundial hacia una profunda recesión, las pérdidas de los bancos superarían con mucho las correspondientes a las hipotecas de mayor riesgo y, además de éstas, comprenderían las de riesgo medio y las de riesgo mínimo, la propiedad inmobiliaria comercial, las tarjetas de crédito, los préstamos para la compra de automóviles, los préstamos a estudiantes, los préstamos comerciales e industriales, los bonos de empresas, los bonos soberanos, los bonos estatales y de las administraciones locales y las pérdidas de todos los activos que hubieran titulizado dichos préstamos. De hecho, desde entonces las amortizaciones hechas por bancos de los EE.UU. ya han superado la marca del billón de dólares (el tope mínimo de mis cálculos aproximados) y entidades como el FMI y Goldman Sachs predicen ahora pérdidas de más de dos billones de dólares.

Pero, si pensamos que la cifra de dos billones de dólares es ya enorme, los últimos cálculos aproximados hechos por mi empresa de consultoría para la investigación RGE Monitor indican que el total de pérdidas de los préstamos hechos por entidades financieras de los EE.UU. y la pérdida del valor de mercado de los activos con los que cuentan (por ejemplo, titulaciones hipotecarias) ascenderán nada menos que a 3,6 billones de dólares.

Los bancos y los agentes de bolsa de los EE.UU. están expuestos a la mitad, más o menos, de esa cifra, es decir, 1,8 billones de dólares; lo demás corresponde a otras entidades financieras de los EE.UU. y del extranjero. El capital que respaldaba los activos de los bancos ascendía, el pasado otoño, sólo a 1,4 billones de dólares, lo que representaba para el sistema bancario de los EE.UU. un agujero de unos 400 millones de dólares, es decir, cerca de cero, aun después de recibir la recapitalización de dichos bancos por parte del Estado y del sector privado,

Se necesitan otros 1,5 billones de dólares para alcanzar el nivel de capital que tenían los bancos en el período anterior a la crisis con vistas a resolver la crisis crediticia y restablecer los préstamos al sector privado. Así, pues, el sistema bancario de los EE.UU. en conjunto es insolvente, en realidad, la mayor parte del sistema bancario británico parece insolvente también, como también muchos bancos de la Europa continental.

Hay cuatro métodos para limpiar un sistema bancario que afronta una crisis sistémica: recapitalización de los bancos, junto con la compra de activos tóxicos por un “banco malo” estatal; recapitalización, junto con garantía estatales –después de una primera pérdida por los bancos– de los activos tóxicos; compra privada de activos tóxicos con una garantía estatal (el actual plan del Gobierno de los EE.UU.); y nacionalización completa (llámesela “sindicatura estatal”, si desagrada esa palabra fea) de bancos insolventes y su reventa al sector privado, una vez que se los haya limpiado.

De las cuatro opciones, las tres primeras presentan diversas deficiencias. En el modelo del “banco malo”, el Estado puede pagar en exceso por los activos malos, cuyo valor verdadero no es seguro. Incluso en el modelo de la garantía puede estar implícito ese excesivo pago estatal (o un exceso de garantía cuyo precio no se fije adecuadamente mediante las tasas que el Estado reciba).

En el modelo del “banco malo”, el Gobierno tiene el problema suplementario de administrar todos los activos malos que haya comprado, tarea para la que carece de preparación técnica, y la engorrosísima propuesta del Tesoro de los EE.UU., que combina la eliminación de los activos tóxicos de los balances de los bancos con la prestación de garantías estatales, era tan poco transparente y tan complicada, que los mercados cayeron en picado en cuanto se anunció.

Así, pues, la nacionalización puede ser, paradójicamente, una solución más favorable para los mercados: eliminará los accionistas preferenciales y comunes de las entidades claramente insolventes y posiblemente los acreedores no garantizados, si la insolvencia es demasiado importante, al tiempo que representará una carga menor para los contribuyentes. También puede resolver el problema de la gestión de los activos malos de los bancos revendiendo la mayoría de los activos y los depósitos –con garantía estatal– a nuevos accionistas privados después de una limpieza de los activos malos (como en la resolución de la quiebra de banco Indy Mac).

La nacionalización resuelve también el problema de los bancos “demasiado grandes para quebrar”, que son sistémicamente importantes, por lo que el Estado debe rescatarlos con un elevado costo para los contribuyentes. De hecho, ese problema es ahora mayor, porque el actual planteamiento ha propiciado la adquisición de bancos débiles por otros aún más débiles.

Fusionar bancos zombis es como los intentos de unos borrachos para ayudarse mutuamente a mantenerse de pie. La adquisición de Bear Stearns y WaMU por JPMorgan, la adquisición de Countrywide y Merrill Lynch por Bank of America y la adquisición de Wachovia por Wells Fargo subrayan el problema. Con la nacionalización, el Gobierno puede fragmentar esas mostruosidades y venderlas a inversores privados como buenos bancos menores.

Mientras que Suecia adoptó ese método con éxito durante su crisis bancaria a comienzos del decenio de 1990, el actual método estadounidense y británico puede acabar produciendo bancos zombis al estilo japonés, nunca reestructurados adecuadamente y causantes de la perpetuación de una congelación crediticia. El Japón padeció una situación de casi depresión durante un decenio por no haber limpiado los bancos. Los EE.UU., el Reino Unido y las demás economías corren el riesgo de un resultado similar –recesión multianual y deflación de los precios–, si no actúan adecudamente.

AUTOR :Nouriel Roubini es profesor de Economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York y Presidente de RGE Monitor.

FUENTE: PROJECT SYNDICATE