En la presente exposición me propongo tocar tres temas relacionados entre sí. Primero, caracterizar la época en que vivimos. Segundo, presentar la noción de acontecimiento como posibilitadora de una ampliación de horizonte, como afinando nuestra sensibilidad de manera de estar preparados para trascender el sentido común hoy hegemónico. Y el tercer tema es presentar un acontecimiento modelo. En este caso voy a hablar de la ruptura de la que insurge el discurso democrático en nuestro país. Me refiero a la idea de González Prada acerca de que el “verdadero Perú” está compuesto fundamentalmente de “indígenas”.

Con su frase “el búho de Minerva se lanza al vuelo al atardecer”, Hegel insinúa que solo podemos conocer una época en el momento en que esta comienza a perder vigencia. Por tanto las posibilidades de que la teorización guíe la acción política son muy relativas. Esta nota de cautela no está demás pues aunque muchas veces se ha anunciado la crisis o declive del neoliberalismo, es todavía cierto que vivimos dentro de su horizonte. Quizá, en todo caso, la noción de acontecimiento sea un augurio de que algo está cambiando, que probablemente estemos ya en el declive de su vigencia. Pero de hecho no tenemos certidumbres. La respuesta solo la tendremos en el futuro. Pese a todo, sin embargo, es posible apostar a que esta noción revele las brechas de la hegemonía neoliberal. Sea como fuere, es indiscutible que con el neoliberalismo se instauran maneras de pensar y sentir marcadas por el objetivismo, el gradualismo y el individualismo.

En su clásico libro Todo lo sólido se disuelve en el aire, Marshall Berman define al modernismo como “el intento que realizan los hombres y mujeres modernos por convertirse a la vez en sujetos y objetos de la modernización, asumir el control del mundo modernos y hacer de él su hogar”. Es difícil fechar con precisión la pérdida de fuerza del modernismo. Para Berman un hecho clave es el creciente prestigio del estructuralismo a principios de la década de los años setenta. Según este autor, el estructuralismo con su destierro del sujeto ofreció una suerte de coartada para los modernistas desilusionados. En efecto, con su énfasis en los procesos objetivos, el estructuralismo invisivilizaba la dimensión emancipatoria y creativa de la acción humana.

Quizá la cronología es más clara en el campo de política. Un primer hecho significativo es el golpe del general Pinochet, en 1973. Surge entonces el primer régimen que tiene un programa económico y social claramente fundamentado en el pensamiento neoliberal. En el mismo sentido, debe mencionarse el ascenso al poder de la señora Thatcher, en Inglaterra, en 1978; y, finalmente, la victoria de Reagan, en Estados Unidos, en 1980.

Esos triunfos políticos tienen como fundamento la crisis de las opciones social-demócratas y revolucionarias. Y, también, de otro lado, la creciente influencia del pensamiento de Von Hayek, que representa la principal inspiración de la escuela de economía de Chicago, espacio de donde emerge Milton Friedman como el divulgador más vigoroso del evangelio neoliberal.

Según Von Hayek, existiría una suerte de “orden natural” en la sociedad cuyo eje es el mercado. Toda intervención política es una interferencia que resta eficacia a los automatismos sociales. La economía es pues un orden espontáneo altamente eficiente. La libre iniciativa y la competencia garantizan, por sí solas, altas tasas de crecimiento económico y a la larga terminan por beneficiar a todos los miembros de una sociedad. Desde esta perspectiva, la globalización se define como un proceso ineludible al que solo queda someterse so pena de verse privado de los frutos del adelanto tecnológico. En consecuencia, la política deja de ser el espacio de la construcción de lo colectivo para convertirse en administración y estímulo a los mecanismos del mercado. Finalmente, la cultura ya no es más un medio de realización o desarrollo de los individuos sino la materia prima de una industria destinada a satisfacer la demanda de entretenimiento.

La crisis del modernismo no solo fue conceptual y política. En realidad, en mucho obedeció a la incapacidad para materializar un orden social alternativo. Lo que pueden tener en común los triunfos de Pinochet, Thatchet y Reagan es que ellos fueron precedidos por la crisis de las orientaciones social demócratas y revolucionarias. Llegó un momento en que éstas, por fenómenos como la inflación o el desorden social, dejaron de ser opciones creíbles de futuro. Fue entonces cuando el neoliberalismo se presentó como la única posibilidad abierta. Y, mientras tanto, las opciones modernistas se empecinaron en un estéril dogmatismo.

Si en el modernismo la realidad es concebida como una construcción social que puede alterarse en función de los deseos y la agencia de los individuos y colectividades, con el neoliberalismo se regresa a una suerte de naturalismo social. En este sentido, hay una clara continuidad entre el positivismo, el estructuralismo, y las actuales teorías de la globalización. Todas estos enfoquen se construyen sobre la llamada “muerte del sujeto”. En el mismo sentido, se impone una concepción gradualista del cambio social. La idea de ruptura o revolución pierde vigencia y en su reemplazo se entroniza la creencia en torno a lo molecular de los cambios sociales. Zizek dice que ahora es más fácil imaginar un cambio social a partir de un hecho natural y contingente, como puede ser la caída de un cometa o una pandemia viral, que como resultado de una acción política fundamentada en proyectos alternativos.

En todo caso es muy claro que con la cristalización del neoliberalismo comienza un debilitamiento de los vínculos sociales. Un aumento radical del miedo y la desconfianza. Mientras que en la época modernista predominaba un sentimiento de esperanza, ahora sucede lo mismo con el miedo. El catálogo de los miedos actuales es prácticamente interminable: miedo al otro, y por tanto proliferación de rejas, cercos y personal de seguridad. Todo ello con la consiguiente fragmentación de los tejidos sociales y el aislamiento de los individuos, y, también, con la competencia, la envidia y la desconfianza hacia el otro. Tampoco hay que olvidar, desde luego, el miedo al futuro (calentamiento global, choque de civilizaciones), el miedo a la enfermedad (SIDA, cáncer), y el miedo a la pobreza.

En cualquier forma, lo característico de esta época son las altas tasas de crecimiento económico, acompañadas sin embargo de una concentración cada vez mayor del ingreso. De manera paralela hemos sido testigos del vaciamiento ideológico de la política y de la caída de muchos ideales. En su reemplazo ha emergido la exigencia de goce como la consigna con la que somos invitados a vivir de manera de evitar el aburrimiento producido por la precarización de las creencias y los deseos. Situación que es el caldo de cultivo de las depresiones que son las “enfermedades del alma” características de esta época. Antes de terminar este esbozo de nuestra época quisiera evitar la impresión de nostalgia pues, en definitiva, el neoliberalismo se nutre de los impasses del modernismo. Llegó un momento en que desde su horizonte se hizo evidente la imposibilidad de imaginar un futuro. Además sus mandatos resultaron con frecuencia opresivos pues, lejos de favorecer la liberación de los individuos, se convirtieron en exigencias de sacrificios infecundos. Finalmente, hay mucho que recoger y aprender de la época neoliberal. Pero este es ya otro tema.

II.

La noción de acontecimiento es elaborada por Alan Badiou en un libro, publicado en 1988, cuyo título es precisamente El ser y el acontecimiento”. Es claro que la fecundidad de un concepto se revela por su capacidad para hacer visibles hechos que se escapan al sentido común. En concreto, en este caso, la noción del acontecimiento (re)introduce, en la época de auge del neoliberalismo, ideas subversivas como la importancia del azar, el rol activo de los sujetos y la relevancia de las rupturas. Se trata, en suma, de recuperaciones que no implican un retorno a la letra del modernismo pero si a mucho de su espíritu. Quizá lo más novedoso sea su valoración de lo contingente e imprevisible pues ahora nos resulta claro que el modernismo de los años 60 estaba demasiado confiado en la existencia de una dinámica objetiva que impulsaría la liberación humana. Ahora, en cambio, no estamos seguros de nada de manera que, con Badiou, solo queda apostar, estar listos, para lo inesperado del acontecimiento.

Ahora bien, la idea de sujeto recupera la posibilidad de una agencia humana; pero no lo hace desde la vieja perspectiva sartreana de una entidad soberana y constituyente sino en una nueva versión donde el sujeto es razonado como surgiendo del mismo acontecimiento. Es así que para Badiou un sujeto se define ante todo por la fidelidad a una verdad que se pone en evidencia en la ruptura que significa el acontecimiento. Ocurre que el acontecimiento surge desde el trasfondo invisibilizado de una situación. Desde aquello que, en la lógica hegemónica, no debería existir, pero que se revela de una manera súbita e impredecible. Todo orden o estructura es pues más precario de lo que parece. Alberga en su seno virtualidades negadas que en algún momento pueden irrumpir, abriendo posibilidades alternativas.

Un acontecimiento es “una singularidad universal”. Un hecho que, aunque esté anclado en una historia particular, implica algo válido para todos. El acontecimiento subvierte la hegemonía o sistema de creencias de manera que se vuelve a hacer palpable el vacío primordial de la condición humana, su falta de metas u objetivos predeterminados, el hecho de que el sentido es siempre una construcción intersubjetiva. Pero junto con el vacío aparece una verdad universalisable, un camino potencialmente abierto a todos. Para Badiou el ejemplo paradigmático de un acontecimiento es la prédica de San Pablo. Es decir, la elaboración del universalismo cristiano. No se necesita ser hombre o mujer, rico o pobre, joven o viejo, amo o esclavo, todos estamos invitados a vivir la buena nueva: la resurrección de Jesucristo es prueba y anuncio de la vida eterna para todos los seres humanos. Este mensaje cala hondo en una sociedad donde la entrega a la sensualidad del goce ha terminado por producir un vacío espiritual.

Esa dimensión oculta o abisal de la que surge el acontecimiento se manifiesta en el malestar subjetivo, en la insatisfacción no expresada que se acumula en una situación. Ahora bien, si entendemos una situación como una estructura que no es todo lo que existe, entonces tenemos que concluir que allí, en esa situación, esta presente algo más, un exceso no integrado de donde justamente surgen esas novedades que son los acontecimientos.

Para Badiou, los acontecimientos surgen en distintas esferas de la vida. En el campo de la política, del arte, la ciencia, y de la propia vida. Este último caso es el del amor. El sujeto se afirma, dilata su potencia de existir, en la medida en que es fiel a ese acontecimiento que apertura un nuevo horizonte de significados. De lo contrario, el acontecimiento se diluye, acaso, si dejar rastro.

En todo caso, el interés de esta noción está en reintroducir las ideas de sujeto, ruptura y comunidad, exiliadas de lo pensable por la hegemonía neoliberal. Es sintomático que este concepto haya sido elaborado por un autor que, como Badiou, pretendió ser fiel a las ideas dominantes de los años sesenta. No obstante, se trata de una fidelidad relativa ya que antes que la letra, Badiou recupera el espíritu libertario de esa época, tratando de actualizarlo para los tiempos de descreimiento y escepticismo que actualmente corren.

Desde luego que este concepto puede ser criticado de distintas perspectivas. Para empezar, ¿no será la noción de acontecimiento una secularización de la idea de milagro? ¿No justificara entonces una espera optimista pero pasiva? De otro lado, ¿no podríamos acaso hablar de acontecimientos negativos, en el sentido de hechos que disminuyen la potencia del ser, la capacidad de autopoiesis o desarrollo de los seres humanos? Finalmente, la idea de que el acontecimiento “ocurre” es problemática puesto que, como lo ha señalado el mismo Badiou, es necesario que el acontecimiento sea “nombrado”, que se le otorgue un significado definido para que despliegue el conjunto de sus posibilidades.

En síntesis, la noción de acontecimiento contiene intuiciones valiosas que es preciso desarrollar. Surge en un “periodo de transición”, marcado por lo insatisfactorio que resulta para muchos la dupla capitalismo globalizador – reinvindicación de particularidades; es decir, en medio del capitalismo multicultural que no llega a producir un horizonte donde esté presente la aspiración a un desarrollo humano. En esta coyuntura, la noción de acontecimiento induce una actitud de esperanza, nos invita a pensar que lo dado no es natural ni eterno y que algo mejor (o peor) puede sobrevenir. O, como dice Zizek, trata de preservar el altar aún cuando no sepamos cual es el dios que vendrá a ocuparlo.

III.

El ejemplo de acontecimiento que me gustaría presentar es el “Discurso del Politeama”, texto escrito por Manuel González Prada en 1888. Este discurso representa una ruptura radical con la tradición criolla y abre un nuevo horizonte para imaginar al Perú. A partir de ese momento es posible pensar que la tradición criolla es etnocéntrica pues niega al mundo indígena.

Ricardo Palma, el articulador de la consciencia criolla, considera que la guerra con Chile se perdió por culpa de los indios. En las batallas decisivas de Chorrillos y Miraflores, los batallones de indígenas habrían corrido sin disparar un tiro. Entonces desde su perspectiva, la criolla, no hay una salida visible para el Perú. Se instituye entonces un temple pesimista y nostálgico. La perspectiva de González Prada es muy distinta. Los indios lucharon contra el ejército chileno aún cuando lo hicieran en función de lealtades personales para con sus hacendados, casi sus dueños. Ellos los trajeron a Lima como carne de cañón. Entonces, más que a la cobardía de los indios, la derrota obedece a la improvisación y diletantismo de los criollos. En realidad, es curioso que Palma esperara que los indios se identificaran con un país que los excluía. Su valoración resulta totalmente injusta. Está saturada de racismo. En efecto, si se considera que los indios deberían haber ofrendado sus vidas sin saber la razón de su sacrificio, es porque se considera que ellos no solo son “propiedad común” de los criollos sino que además son “brutos”. Es decir, son pensados como seres que por su misma inferioridad tienen deberes sin tener derechos.

Frente a este sentido criollo dominante es que tiene aquilatarse la novedad del discurso de González Prada. Esta novedad es identificable en dos afirmaciones fundamentales.

La primera es: “I, aunque sea duro i hasta cruel repetirlo aquí, no imajinéis señores, que el espíritu de servidumbre sea peculiar a sólo el indio de la puna: también los mestizos de la costa recordamos tener en nuestras venas sangre de los súbditos de Felipe II mezclada con los súbditos de Huayna-Cápac. Nuestra columna vertebral tiende a inclinarse.”

Y la segunda, la más decisiva, es la siguiente: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i estranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera.”

Desde luego que estas dos afirmaciones tienen antecedentes en la obra de González Prada. No obstante, ellas representan un acontecimiento en la medida en que rompen con la “mala conciencia” criolla revelando la verdad escondida de la sociedad peruana. Con “mala conciencia criolla” me refiero a un sentimiento de culpa o inautenticidad que se instala tempranamente en el mundo colonial, entre los sectores dominantes. La causa de este sentimiento está en lo que debería llamarse la “corrupción colonial del evangelio”. Es decir, en el hecho de que el mensaje cristiano de que todos somos hijos de Dios fuera distorsionado en función de inferiorizar al indio y justificar su dominación. En efecto, al indígena se le adjudicó una humanidad disminuida por una supuesta tendencia al paganismo y la idolatría. Para los espíritus más sensibles la contradicción entre los ideales cristianos y la realidad de explotación inmisericorde sobre el indígena, era una fuente de constante desasosiego. Con la república, el mundo criollo, pese a su condición de absoluta minoría, se definió como el germen de la nación peruana. Y en esta definición, lo más importante era la ruptura con lo indígena. Es decir, los criollos se imaginan a sí mismos como señores y a los indígenas como siervos.

En contra de esta doble impostura es que reacciona González Prada. Él es un criollo “culposo”, que sabe perfectamente la “mentira” que perpetúa la servidumbre indígena. Y de otro lado, se da cuenta de que una de las raíces de la tradición criolla es precisamente la negada cultura andina. Su discurso llama, por tanto, a asumir como propio lo negado. Y, entonces, a tomar conciencia de que el Perú es básicamente un país andino. De esta manera se abre una posibilidad de imaginarse como nación que será retomada por Mariátegui y Arguedas. Tenemos entonces un acontecimiento que implica una alternativa al pesimismo nostálgico de la tradición criolla.

AUTOR: GONZALO PORTOCARRERO

PROFESOR DE CIENCIAS SOCIALES PUCP.