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miércoles, 7 de abril de 2010

La tercera etapa de la Gran Crisis: Grecia está en todas partes


A la sombra de la crisis financiera, florece sobre todo en Europa el negocio con la deuda pública. Pues los Estados son los mejores deudores que le quepa desear a un acreedor.

A la crisis bancaria y financiera no tardó en seguir, como era previsible, la crisis económica mundial. Y a ambas viene a sumarse ahora la crisis de las finanzas públicas, tercera etapa de la Gran Crisis. Deuda, culpa y expiación, una lucha pugnaz: los ciudadanos de a pie deben subvenir al generoso rescate de los bancos. Las deudas públicas aceleradamente acrecidas se usan a modo de varapalo para inculcar esta lógica. Algunos pequeños pueblos –los islandeses en el Norte, los griegos en el Sur— se avilantan a resistir el absurdo dominante y se niegan a pagar por la crisis. De la noche a la mañana, las deudas de terceros se han convertido en problema de todos.

De acuerdo con las últimas cifras del FMI, cinco de los Estados del G-8 tienen un déficit público superior al 100% del PIB, con Japón (200%) a la cabeza. Alemania y Canadá se hallan hasta ahora por debajo del umbral del 100%; los miembros de la EU España, Portugal, Italia y Grecia, rayanos en, o aun por encima de, ese límite. Nunca antes en tiempos de paz había subido de manera tan extrema el déficit público en los países capitalistas desarrollados como ha ocurrido desde el comienzo de la crisis financiera mundial a finales de 2007.

Sólo en 2009, los títulos de obligaciones emitidos por la República Federal Alemana crecieron hasta alcanzar la cifra de 1 billón 692 mil millones de euros. Sólo en 1995 –cuando de verdad se hicieron sentir por primera vez los costes de la reunificación— había sido mayor el salto de la deuda pública alemana. En los países de la OCDE, el nivel promedio de los déficits públicos ha llegado a alcanzar entretanto un 80% del PIB, y en pocos años podría llegar a rebasar de manera generalizada la marca del 100%. Grecia está en todas partes.

Más de 8 billones de euros

Los economistas se hallan inveteradamente divididos en materia de deuda pública. Un Estado que contrae demasiado poca deuda pública, malbarata el futuro; un Estado con demasiados acreedores, arruina la economía nacional. En Alemania, como en todos los países gobernados por neoliberales, impera de concierto el dogma, según el cual las deudas públicas son un mal en y por sí mismas, llevan a la inflación, a una fiscalidad exorbitante y a la bancarrota del Estado. Se intenta hacer olvidar, contando para ello con todo el poder de los medios de comunicación, la conexión entre crisis financiera, rescate bancario y explosión de la deuda pública. En cambio, se entona la cantilena del ahorro y los recortes con el estribillo del “Estado social incosteable”.

No hay razón para el pánico. Ningún Estado europeo tiene que ir a la quiebra. Tampoco los griegos deben devolver esos casi 300 mil millones de euros (cerca de un 130% de su PIB), sino que deben limitarse a la refinanciación regular, esto es: a ir substituyendo regularmente las viejas deudas por deuda nueva. Propiamente, eso no debería representar el menor problema. El Estado, dotado de monopolio fiscal y monetario, es con diferencia el mejor deudor. A diferencia de los grandes bancos, sólo puede quebrar cuando toda la economía nacional está arruinada. Pero, a pesar de la crisis, eso no puede ocurrir en ningún lugar de la Unión Europea.

Por doquiera crecen las deudas de los Estados, cada vez se coloca más deuda pública en unos mercados financieros, por lo general, ávidos de comprarla, incluso con ganancias de cotización, porque los empréstitos ofrecidos están, y por mucho, sobresuscritos. Ni siquiera Grecia tuvo problemas a comienzos de año para colocar en los mercados financieros el triple de deuda. En el conjunto de la UE, se emitieron en 2008 más de 650 mil millones de euros de deuda pública; en 2009 fueron ya más de 900 mil millones, y en 2010, según las estimaciones más prudentes, se rebasará el 1,1 billón de euros. El conjunto de los Estados de la UE tienen ya más de 8 billones de euros inscritos el Debe. Los EEUU vienen a acompañarnos con más de 2,3 billones de dólares de deuda pública fresca. El negocio con los títulos de deuda pública florece como nunca. ¿Por qué, pues, la inquietud en los mercados financieros? ¿A qué la repentina preocupación por las deudas de Grecia, Italia, España, Portugal o Irlanda? ¿De qué el miedo a una bancarrota pública en la que, manifiestamente, los mercados financieros creen menos que nadie? Ahora como antes, los paquetes de deuda pública griega, española y portuguesa se compran como panecillos recién salidos del horno, son tan deseados como los títulos públicos alemanes. Naturalmente, con jugosos cargos por riesgo, lo que hace harto más rentable el negocio con esos paquetes.

La deuda pública es más vieja que el capitalismo moderno. La bancarrota del Estado fue otrora –antes del descubrimiento del déficit público permanente— un medio bien probado del que se servían los gobernantes para someter a sus acreedores, quienes se desquitaban con intereses exorbitantes. En nuestros días, la falsaria demagogia sobre peligros de bancarrota pública es un medio sumamente efectivo de someter a gobiernos, y a pueblos y naciones pretendidamente soberanos, a los intereses de los mercados financieros. Si el crédito de un Estado llega a ponerse efectivamente en duda, eso sirve sobre todo a los acreedores; y hoy en día, y por regla general, los acreedores no son otros Estados, sino inversores privados, bancos, compañías aseguradoras y fondos. Una parte considerable de la riqueza de una nación va a parar a sus bolsillos.

Las meras tasas de déficit y deuda pública dicen poco sobre el riesgo deudor efectivo. Obviamente, los legos en economía que forman la clase política adoran esas tasas, porque desvían la atención respecto de las verdaderas debilidades de la economía nacional (por ejemplo, la extrema dependencia en que se halla Alemania de sus exportaciones). También se simplifican de muy buen grado los tipos de interés, la relación entre los ingresos fiscales anuales y los intereses pagaderos anualmente de la deuda pública. Cuando, como en Grecia, los ingresos fiscales dan poco de sí (porque las elites apenas pagan impuestos, la crisis económica reduce la recaudación fiscal y las cargas de los intereses son disparadas al alza por especuladores y agencias de calificación del riego), entonces los tipos de interés suben rápidamente hasta el 30 o el 40 por ciento. Cuando eso ocurre, es decir, cuando el servicio de la deuda genera un desgarrón en el presupuesto público, el país afectado cae, efectivamente, en la trampa deudora. Para evitarlo, hay que reducir la carga de los intereses. Una comunidad como la formada por los euro-países podría lograr eso de la manera más sencilla, robusteciendo la credibilidad de un miembro como Grecia sin necesidad de cargar con un solo céntimo de su deuda pública. Con eso se desharían todas las necedades populistas de Merkel y compañía.

Fueron y siguen siendo los bancos –por lo pronto, los europeos— los compradores de deuda pública griega, los tenedores de la misma y los principales responsables de su crisis financiera: aseguradoras e institutos bancarios franceses, suizos y alemanes son los principales acreedores; les siguen a mucha distancia bancos británicos y estadounidenses. Los bancos portugueses poseen casi tanta deuda pública griega como los norteamericanos.

¿Despejar con inflación?

No ofrece duda: los déficits públicos pueden enjugarse con una vigorosa inflación que desvalorice los títulos de deuda y reduzca los intereses nominales que el Estado tiene que pagar por esos títulos. Pero para ser de ayuda a corto plazo, la inflación tendría que correr al galope. A pesar de una deuda pública creciente a escala planetaria, eso es ahora prácticamente imposible, pues, dado que existen sobrecapacidades estructurales en prácticamente todas las ramas de la economía, los precios apenas pueden levantar cabeza. Por ahora, el impulsor de los precios es el Estado, e impulsoras de precios son también algunas grandes corporaciones empresariales capaces de controlar la energía y los recursos: eso no basta para una hiperinflación.

¿Qué salida queda? Pues, por una vez y para variar, ¿por qué no proceder con buen juicio, en vez de con celo dogmático y querencias populistas? Sin necesidad de hacerse con un solo céntimo de deuda pública griega, se podría ayudar a los griegos de manera sencilla y efectiva. Por ejemplo, con eurobonos o créditos del Banco Central Europeo (BCE). Ahora mismo, bastaría con agarrarse a la regla extraordinaria que permite a los bancos centrales de la eurozona aceptar deuda pública y obligaciones de Grecia y de otros países.

Para hacer evitables en el futuro las crisis de este tipo, tendría más sentido cambiar las reglas. No tiene ninguna lógica económica que los estatutos del BCE le prohíban comprar y tener deuda pública de los países miembros de la eurozona. Conforme a esta regla absurda, el BCE ha inundado en los pasados meses a los bancos europeos con créditos baratos, negándose, al propio tiempo, a sostener con créditos a los Estados miembros. Lo que ha ocurrido, en cambio, es que los bancos europeos –y para empezar, los alemanes— han tomado préstamos a intereses ínfimos del BCE para, a su vez, ofrecerlos como préstamos al Estado griego a tipos de interés elevadísimos. Bonito negocio. Ackerman [1] y compañía están fascinados.

No se trata sólo de necedad; la cosa tiene método. Con el miedo a la bancarrota pública y a la amenaza de un caos monetario en caso de caída del euro, se promueven ulteriores “reformas” neoliberales. En España, Italia, Portugal, en Gran Bretaña; por doquiera está a la orden del día la jubilación a los 67 años. Por doquiera tienen que vérselas los ciudadanos de a pié –no los propietarios de capital y de patrimonio— con drásticas subidas de impuestos. Por doquiera se recortan los servicios públicos, por doquiera se reduce el sector público. Impulsada ahora por la situación de pretendida emergencia financiera del Estado, se avanza irresponsablemente en la privatización de la propiedad pública. Los griegos son masacrados, los portugueses, achicharrados; se afilan con celo digno de mejor causa los cuchillos contra España. De te fabula narratur.

NOTA T.: [1] Josef Ackermann es el presidente ejecutivo de la Deutsche Bank, el principal banco privado alemán.

AUTOR : Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.

FUENTE : SIN PERMISO

No se dejen engañar: el presupuesto público no tiene nada que ver con el presupuesto familiar


Cuando un demagogo quiere atizar la histeria sobre los déficits del presupuesto federal, invariablemente comienza con una analogía con el presupuesto familiar. “No hay hogar que pueda permitirse gastar siempre más que lo que ingresa; tampoco puede hacerlo el gobierno federal”. Aparentemente, resulta razonable; profundícese un poco en la afirmación, y se verá que es un sinsentido total. Un gobierno soberano no guarda el menor parecido con un hogar. He aquí algunas diferencias notables:

1 El gobierno federal de los EEUU tiene 221 años de existencia, si datamos su nacimiento con la adopción de la Constitución. Es la mejor fecha que podamos imaginar, pues con la Constitución se instituyó un mercado común en los EEUU, se prohibió a los estados federados la interferencia en el comercio interestatal (por ejemplo, mediante gravámenes), se otorgó al gobierno federal el poder de imponer y cobrar impuestos y se reservó al gobierno federal la capacidad para crear moneda, regular su valor y fijar los pesos y medidas de los que viene nuestra moneda de pago, el dólar. Yo no sé de ningún cabeza de familia que tenga una longevidad, aparentemente indefinida, comparable. Esto podría parecer irrelevante, pero no lo es. Cuando ustedes mueran, sus deudas y sus activos tendrán que ser asumidos y liquidados. No hay un “día del juicio final”, un gobierno soberano no se enfrenta a una fecha final de vencimiento de pagos. Tampoco sé de ningún hogar que tenga poder para fijar impuestos, para dar nombre a –y emitir— la moneda que usamos y menos aún para exigir que los impuestos se paguen y que se paguen en la moneda por él emitida.

2 Con una breve excepción, el gobierno federal de los EEUU ha estado año tras año, ininterrumpidamente, en situación de deuda desde 1776. En enero de 1835, por primera y única vez en la historia de los EEUU, se retiró la deuda pública y se mantuvo un excedente presupuestario durante los dos años siguientes, a fin de acumular lo que el entonces secretario del Tesoro, Levi Woodbury, llamó un “fondo para afrontar futuros déficits”. En 1837, la economía colapsó en una honda depresión que generó un déficit presupuestario, y desde entonces, el gobierno federal no a hdejado de ser deudor. Desde 1776, ha habido exactamente siete períodos con substanciales excedentes presupuestarios y significativas reducciones del volumen de la deuda. Entre 1817 y 1821, el monto de la deuda nacional cayó un 29%; entre 1823 y 1836 se eliminó la deuda pública (los esfuerzos del[ presidente Andrew] Jackson); entre 1852 y 1857 el volumen de la deuda cayó un 59%; entre 1867 y 1873, un 27%; entre 1880 y 1893, más de un 50%; y entre 1920 y 1930 se redujo en alrededor de un tercio. Se calla por sabido que la última vez que tuvimos un excedente presupuestario fue en los años de Clinton. Yo no sé de ningún hogar que haya sido nunca capaz de mantener déficits presupuestarios durante unos 190 de los últimos 230 años y acumular ininterrumpidamente deudas desde 1837.

3 Los EEUU también han experimentado seis períodos de depresión. Esas depresiones empezaron, respectivamente, en 1819, 1837, 1857, 1873 y 1929. (¿Adivinan ustedes la pauta? ¿No? Pues repasen las fechas dadas más arriba.) Con la excepción de los excedentes presupuestarios de Clinton, toda reducción significativa de la deuda ha venido seguida de una depresión, y toda depresión ha venido precedida de una significativa reducción del volumen de deuda. Al excedente de Clinton siguió la recesión de Bush, luego una euforia especulativa, y finalmente, el colapso en que nos hallamos ahora. Y todavía no está dicha la última palabra respecto de si podremos ahora arreglárnoslas para evitar caer en otra gran depresión. Aunque nunca se pueden descartar las coincidencias, siete excedentes presupuestarios seguidos de seis depresiones y media (sin descartar que esto termine con redondeo de la cifra hasta siete) deberían ser capaces de abrir algunos ojos. Y, dígase de pasada, nuestros bajones menos graves casi siempre han sido precedidos por reducciones del déficit presupuestario federal. Yo no sé de ningún caso de depresión nacional causada por el excedente presupuestario de una familia.

4 El gobierno federal es el emisor de nuestra moneda. Sus pagarés son siempre aceptados en los pagos. El gasto real del gobierno se hace acreditando depósitos bancarios (y acreditando las reservas de esos bancos); si ustedes no desean un depósito bancario, el gobierno les pagará en efectivo; si ustedes no quieren efectivo, les dará bonos del Tesoro. La gente trabaja, vende, mendiga, miente, roba y hasta mata para conseguir los dólares del gobierno. Ya quisiera yo que mis pagarés constituyeran semejante objeto del deseo. Lo cierto es que no sé de ningún hogar capaz de gastar acreditando depósitos y reservas bancarios o emitiendo moneda. Bueno, algunos falsificadores lo intentan; pero terminan en la cárcel.

5 Algunos dicen que si el gobierno sigue incurriendo en déficits, un día de estos el valor del dólar caerá a causa de la inflación; o que su valor se depreciará en relación con las monedas extranjeras. Pero sólo un débil mental se negaría a aceptar dólares hoy por creer que en algún momento incierto en el hipotético y distante futuro su valor podría ser menor que el actual. Si ustedes tienen dólares que no quieren, háganme el favor y envíenmelos. Y obsérvese que, aun en el caso de que diéramos por buena la afirmación de que los déficits presupuestarios pueden traer consigo la devaluación de la moneda, todavía habría aquí algo característicamente distintivo: pues el que yo gaste más de lo que ingreso no trae consigo, comoquiera que se mida, la reducción de la capacidad de compra del dólar.

Si le dan un poco de pensamiento a la cosa, seguro que ustedes mismos encuentran otras diferencias entre el gasto de las familias y el gasto público. Ya sé que distinguir entre el gasto de un Estado soberano y el gasto familiar no elimina todos los miedos suscitados por el déficit. Mas, puesto que la analogía es traída con tanta frecuencia a colación, yo espero que la próxima vez que ustedes la oigan en boca de alguien, exijan a su interlocutor que explique exactamente por qué un presupuesto público es como un presupuesto familiar. Si su interlocutor dice que los déficits del presupuesto público son insostenibles, que el Estado tiene que terminar devolviendo todas sus deudas, pregúntenle cómo hemos conseguido arreglárnoslas desde 1837 para no dejar de acumular deudas. ¿O es que 137 años no constituyen un trecho temporal lo bastante dilatado como para configurar una pauta “sostenible”?

AUTOR : Randall Wray, profesor de teoría económica en la Universidad de Missouri en la ciudad de Kansas y consejero científico del Roosevelt Institute de prospectiva económica, es uno de los analistas económicos más respetados de los EEUU. Colabora con el proyecto newdeal 2.0 y escribe regularmente en la revista New Economic Perspectives.

Traducción Casiopea Altisench

FUENTE : SIN PERMISO