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viernes, 16 de abril de 2010

Las guerras de deuda que se avecinan en Europa



La deuda pública en Grecia no es sino la primera de una serie de bombas de deuda dispuestas para estallar. Las deudas hipotecarias en las economías postsoviéticas y en Islandia son más explosivas. Aun cuando esos países no están en la eurozona, el grueso de sus deudas está denominado en euros. Alrededor del 87% de las deudas de Letonia lo son en euros y otras monedas extranjeras, y están sobre todo en manos de bancos suecos, mientras que Hungría y Rumanía tienen deudas en euros sobre todo con bancos austriacos. De modo que el endeudamiento de los gobiernos de los países no miembros del euro ha sido contraído a fin de sostener unas tasas de cambio que permitieran al sector privado pagar sus deudas con los bancos extranjeros, no a fin de financiar un déficit presupuestario nacional, como en Gracia.

Todas esas deudas son altas al punto de lo indevolvible, porque el grueso de estos países están en trance de incurrir en déficits comerciales cada vez más profundos y se hallan abismados en una depresión. Ahora que los precios de los bienes raíces se están desplomando, los déficits comerciales ya no pueden seguir financiándose por el flujo entrante de préstamo hipotecario en moneda extranjera y de venta de propiedades. No hay medio visible de apoyo para la estabilización de las monedas (exempli gratia: unas economías sanas). En los pasados años, esas economías han sostenido sus tasas de cambio mediante préstamos de la Unión Europea y del FMI. Los términos de esos préstamos son políticamente insostenibles: recortes drásticos del presupuesto público, tasas fiscales más altas sobre unos salarios ya sobreexigidos fiscalmente y planes de austeridad que redundan en el encogimiento de la economía y la expulsión de más fuerza de trabajo hacia la emigración.

Los banqueros en Suecia y Austria, Alemania y Gran Bretaña están en vías de descubrir que extender el crédito a naciones que no pueden (o no quieren) pagar puede convertirse en su problema, no en el de sus deudores. Nadie quiere aceptar el hecho de que las deudas que no pueden ser satisfechas no querrán ser satisfechas. Alguien debe cargar con el coste, a medida que las deudas entran en mora o resultan depreciadas al tener que devolverse en monedas drásticamente devaluadas; pero muchos expertos jurídicos consideran poco menos que letra muerta los acuerdos que exigen la devolución en euros. Toda nación soberana tiene el derecho de legislar por sí propia las condiciones de su deuda, y los reajustes monetarios y las depreciaciones de deuda no serán moco de pavo.

No tiene caso devaluar, salvo “en exceso”, es decir, lo suficientemente como para alterar realmente las pautas comerciales y productivas. Por eso Franklin Roosevelt devaluó el dólar un 75% respecto del oro en 1933, elevando el precio de éste de 20 a 35 dólares la onza. Para evitar una elevación proporcional de la carga de la deuda estadounidense, lo que hizo fue anular la “cláusula del oro”, que indexaba al precio del oro el pago de los préstamos bancarios. Y es aquí donde se dará ahora la batalla política: en el pago de la deuda en monedas devaluadas.

Otro producto lateral de la Gran Depresión en los EEUU y en Canadá fue liberar de responsabilidad personal a los deudores hipotecarios, posibilitando su salida de la quiebra. Los bancos que ejecutan hipotecas pueden hacerse con la propiedad inmobiliaria puesta como colateral de la deuda, pero no tienen mayores derechos sobre las hipotecas. La práctica –fundada en el derecho común anglosajón— muestra cómo la América del Norte se liberó a sí propia del legado de tipo feudal, característico de las viejas y durísimas leyes europeas, que daban todo el poder a los acreedores y encarcelaban a los deudores.

La cuestión es: ¿quién cargará con las pérdidas? Mantener las deudas denominadas en euros causaría la quiebra de muchas empresas locales y del sector inmobiliario. Al revés, redenominar esas deudas en moneda local devaluada significaría la evaporación del capital de muchos bancos que operan con euros. Pero esos bancos son extranjeros, después de todo. Y al final, los gobiernos tienen que representar a su propio electorado nacional. Los bancos extranjeros no votan.

Los tenedores extranjeros de dólares perdieron una 29ava o una 30ava parte del valor en oro de sus reservas desde que los EEUU dejaron en 1971 de fijar al oro sus déficits de la balanza de pagos. Ahora reciben menos de una trigésima parte de eso, puesto que el precio ha llegado a alcanzar los 1.100 dólares la onza. Si el mundo puede aceptar eso, ¿por qué no habría de aceptar la venidera depreciación de la deuda europea, que viene al galope?

Hay un consenso creciente en que las economías postsoviéticas se estructuraron desde el comienzo en beneficio de intereses extranjeros, no de las economías locales. Por ejemplo, el trabajo letón soporta una carga fiscal superior al 50% (trabajador, empresario y tasas sociales), lo bastante alta como para hacerlo no competitivo, mientras que los impuestos a la propiedad tienen tipos menores al 1%, lo que genera un incentivo para la especulación rampante. Esa distorsionada filosofía fiscal convirtió a los “Tigres Bálticos” y a la Europa Central en privilegiados mercados de empréstitos para los bancos suecos y austriacos, pero sus trabajadores no pudieron hallar trabajo bien pagado en casa. Nada de eso –tampoco esas terribles leyes que desprotegen el puesto de trabajo— puede hallarse en Europa Occidental, ni en las economías de asiáticas o de América del Norte.

Parece irrazonable e irrealista esperar que grandes franjas de la población de la Nueva Europa puedan doblegarse a exacciones salariales de por vida, reduciéndolas a una perpetua servidumbre por deudas. Las futuras relaciones entre la Vieja y la Nueva Europa dependerán de la disposición de la eurozona a rediseñar las economías postsoviéticas conforme a líneas más solventes: con un crédito más productivo y un sistema fiscal menos sesgado a favor de los rentistas y que promueva el empleo, antes que la inflación de activos, que empuja a la gente a emigrar. Además de reajustes monetarios para afrontar una deuda inabordable, la línea de solución adecuada para esos países pasa por un desplazamiento de la carga fiscal, del trabajo a los bienes raíces, que los asemeje más a Europa Occidental. No hay alternativa. De otro modo, el inveterado conflicto de intereses entre acreedores y deudores amenaza con escindir a Europa en dos campos políticamente hostiles, con Islandia ensayando algo nuevo.

Hasta tanto no se resuelva el problema de la deuda –y la única forma de hacerlo es negociar una depreciación de la misma—, la expansión europea (la absorción de la Nueva Europa por la Vieja) parece encallada. Pero la transición a esta futura solución no será fácil. Los intereses financieros dominan todavía en la Unión Europea, y se resistirán a lo inevitable. Gordon Brown ya ha mostrado su verdadera faz con sus amenazas a Islandia de usar, ilegal e impropiamente, al FMI como un agente recaudatorio de las deudas que Islandia no ha contraído legalmente y de bloquear la entrada de Islandia en la Unión Europea.

Haciendo frente a los alardes intimidatorios del señor Brown –y al de los holandeses, peritos falderos de los británicos—, el 97% de los votantes islandeses se opuso a la solución de la deuda que Gran Bretaña y Holanda querían hacerles imponerles a través de las tragaderas de los miembros del Althing [el parlamento islandés; T.]. Un sufragio tan elevado no se había visto en el mundo desde las viejas épocas del estalinismo. Y es sólo un anticipo. La decisión que está ultimando Europa hará verosímilmente salir a millones a la calle. Las alianzas económicas y políticas se harán tornadizas, las monedas se desplomarán y caerán gobiernos. La Unión Europea y aun el entero sistema financiero internacional cambiarán de maneras que aún no se pueden prever. Eso ocurrirá, especialmente, si las naciones adoptan un modelo de estilo argentino y se niegan a pagar hasta que no se hagan descuentos drásticos.

Para naciones que esperan mantener una módica sociedad civil, pagar en euros es imposible, pues los bienes raíces y los ingresos y personales se precipitan en la deuda técnica al exceder las deudas el valor corriente de los flujos de ingresos disponibles para pagar hipotecas o deudas personales. Los “planes de austeridad” al estilo del FMI y de la Unión Europea no pasan de ser una jerga antiséptica, tecnocrática, para designar el impacto mortal de la destrucción del ingreso, los servicios sociales, el gasto en salud y hospitales, la educación y otras necesidades básicas, así como el de la puesta en almoneda de la infraestructura pública, que convertirá las naciones en “economías saturadas de puestos de peaje” en los que todo el mundo tendrá que pagar precios de acceso a las carreteras, la educación, la asistencia médica y otras necesidades de la vida y de los negocios que desde hace mucho son subsidiadas por una fiscalidad progresiva en América del Norte y en Europa Occidental.

Las líneas de batalla se han fijado en torno al modo en que han de ser honradas las deudas privadas y públicas. Para las naciones reluctantes a honrarlas en euros, las naciones acreedoras les preparan una buena exhibición de músculos a través de las agencias de calificación del crédito. A la primera señal de que una nación se niega a pagar en moneda fuerte, o aun incluso al primer amago de cuestionar como impropia una deuda externa, las agencias entrarán a reducir la calificación del crédito de una nación. Eso incrementará el coste del empréstito, amenazando con paralizar la economía por la vía de asfixiar su crédito.

El tiro más reciente fue el disparado el pasado 6 de abril, cuando Moody’s degradó la deuda islandesa de estable a negativa. “Moody’s reconoció que Islandia todavía podría conseguir un mejor acuerdo en otras negociaciones venideras, pero dijo que la actual incertidumbre dañaba las perspectivas económicas y financieras a corto plazo del país”.

La lucha ha comenzado. Será una década harto interesante.

AUTOR :Michael Hudson trabajó como economista en Wall Street y actualmente es Distinguished Professor en la University of Misoury, Kansas City, y presidente del Institute for the Study of Long-Term Economic Trends (ISLET). Es autor de varios libros, entre los que destacan: Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (nueva ed., Pluto Press, 2003) y Trade, Development and Foreign Debt: How Trade and Development Concentrate Economic Power in the Hands of Dominant Nations (ISLET, 2009). Actualmente es Economista en jefe del consejo de asesores de la Reform Task Force en Letonia.

Traducción Casiopea Altisench

FUENTE : SIN PERMISO

La vida eterna de los megabancos estadounidenses



La economía mundial se enfrenta a un problema de proporciones: los grandes bancos de los Estados Unidos siguen siendo "demasiado grandes para quebrar", lo que significa que si uno o varios de ellos estuvieran en graves problemas, el gobierno tendría que salvarlos porque las consecuencias de la inacción son demasiado sombrías.

Muchos reconocen este problema: no sólo autoridades de gobierno, sino los mismos directivos de los bancos. De hecho, hay casi unanimidad en torno a que corregirlo es asunto de máxima prioridad. Hasta Jamie Dimon, el poderoso presidente del muy grande JP Morgan Chase, recalca que hay que poner fin al "demasiado grande para quebrar."

Lamentablemente, el enfoque que ha propuesto la administración Obama para poner punto final a este problema (que ahora ha de abordar el Congreso estadounidense) está condenado al fracaso.

La atención legislativa se centra en la actualidad en el proyecto de ley de reforma financiera del Senador Christopher Dodd, que la ha hecho llegar al Comité de Asuntos Bancarios del Senado y que probablemente se debata pronto en la cámara alta. El proyecto de Dodd crearía una "autoridad resolutiva", es decir, una entidad de gobierno con poder legal para intervenir y cerrar las instituciones financieras fallidas.

Quienes proponen el proyecto argumentan que su enfoque se basa en el éxito de la Corporación Federal de Seguros de los Depósitos Bancario (FDIC), que tiene un largo historial de cierre de bancos de tamaños pequeño y medio en los EE.UU., causando un mínimo de perturbaciones y sin pérdidas para los depositantes. En este contexto, "resolutivo" significa que se despide a los gerentes del banco, se borra de un plumazo a los accionistas y los acreedores que no cuentan con seguros pueden sufrir pérdidas. En esencia, esta es una forma de bancarrota, aunque con un mayor nivel de discreción administrativa (y, supuestamente, más protección para los depositantes) del que sería posible en un proceso supervisado por los tribunales.

Aplicar este proceso a bancos de gran tamaño y a instituciones financieras que no son formalmente bancos (y que no tienen depósitos de particulares asegurados) se lee bien en el papel. Sin embargo, en la práctica implica dificultades insuperables.

Piénsese en el momento crítico en que haya que tomar la decisión, cuando un megabanco, como JP Morgan Chase (con una hoja de balance de cerca de 2 billones de dólares) pueda estar al borde de la quiebra. Usted es una autoridad de alto nivel, quizás el Secretario del Tesoro y un asesor clave del Presidente de los Estados Unidos, porque allí es donde debe cortarse el cable.

Tiene entre sus armas la Autoridad Resolutiva del Senador Dodd y entra a una reunión decisiva, firmemente decidido a no salvar al banco en apuros o, en el peor de los casos, a salvarlo con un recorte (es decir, pérdidas) sustanciales para los acreedores no asegurados. Entonces, alguien le recuerda que JP Morgan Chase es una compleja institución financiera global.

La Autoridad promovida por Dodd permite al gobierno estadounidense únicamente determinar los términos de una intervención oficial dentro de EE.UU. En decenas de otros países donde JP Morgan posee filiales, sucursales y otros tipos de negocios, sería una bancarrota hecha y derecha, y varios gobiernos entrarían al juego con distintas disposiciones ad hoc.

Las consecuencias de esta combinación de respuestas sin coordinar serían amplias, espeluznantes y cercanas al caos, exactamente lo que ocurrió con la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, y cuando el gobierno estadounidense tomó el control de AIG (de hecho, en una estructura de tipo resolutivo que implicó pérdidas para los acreedores) dos días más tarde

La existencia de una autoridad resolutiva estadounidense no ayuda a contener el temor ni a limitar el pánico que ocasiona un gran banco global en problemas. La quiebra de un banco así se manejaría de manera más ordenada si se utilizara una entidad resolutiva trasnacional. Sin embargo, no existen mecanismos de este tipo, ni perspectivas de que se cree alguno en el futuro cercano. Las autoridades responsables de otros países del G-20 son muy claras al respecto: nadie va a acordar de antemano una manera específica de manejar la caída de ningún banco de gran tamaño.

En el momento en que JP Morgan Chase -o cualquiera de los seis grandes bancos de Estados Unidos- caiga, la opción será la misma de septiembre de 2008: ¿Se lo rescata, o se lo deja caer, enfrentando el riesgo de que se desate el caos en los mercados y se repita la Gran Depresión?

¿Qué decidirá el presidente? Puede que haya prometido, incluso públicamente, que los acreedores han de ser quienes sufran las pérdidas, pero al borde del precipicio, ¿qué le va a recomendar el acosado asesor? ¿Realmente va a argumentar que debe dar el salto, y lanzar al abismo los empleos y las viviendas de millones de personas y sus familias? ¿O dará un paso atrás y encontrará alguna nueva e ingeniosa manera de salvar el banco y proteger a sus acreedores con dineros públicos, la Reserva Federal, o algún otro poder de emergencia?

Con toda probabilidad, dará un paso atrás. Cuando ya se han hecho las apuestas, es mucho menos atemorizante salvar un megabanco que dejarlo caer.

Por supuesto, los mercados crediticios lo saben, así que les prestan a menor interés a JP Morgan Chase y a otros megabancos que a los bancos de menor tamaño que realmente pueden terminar en la quiebra. Y esto hace que los grandes crezcan todavía más. Y mientras más grandes son, más a salvo están los acreedores... ya podemos ver hacia dónde va todo esto.

El proyecto del Senador Dodd, tal como está redactado hoy, no pondrá fin al "demasiado grande para quebrar". Como se puede inferir del título de mi nuevo libro, cuya autoría comparto con James Kwak, 13 Bankers: The Wall Street Takeover and the Next Financial Meltdown (13 bancos: La toma de control de Wall Street y el próximo desastre financiero), las consecuencias globales serán muy serias.

AUTOR : Simon Johnson, ex economista jefe del FMI, es co-fundador de una economía líder en blog, http://BaselineScenario.com, profesor en el MIT Sloan, e investigador asociado en el Instituto Peterson de Economía Internacional.

Traducido por David Meléndez Tormen

FUENTE : PROJECT SYNDICATE