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martes, 12 de mayo de 2009

Primavera de zombis

A despecho de algunos brotes primaverales exagerados y celebrados con un insensato optimismo digno de mejor causa, deberíamos prepararnos para otro invierno sombrío. Llegó la hora del Plan B para reestructurar la banca. Y de otra dosis de medicinas keynesianas.



A medida que va entrando la primavera en los EEUU, los optimistas ya ven “brotes verdes” de recuperación de la crisis financiera y de la recesión. El mundo es muy distinto de lo que era la primavera pasada, cuando la administración Bush, una vez más, decía ver “la luz al final del túnel”. Las metáforas y las administraciones han cambiado. No, por lo visto, el optimismo.

La buena noticia es que podríamos estar al final de una caída en picado. La tasa de declive se ha desacelerado. El fondo puede que esté cerca; tal vez se toque a fines de año. Pero eso no significa que la economía global se halle en situación de recuperarse de manera robusta en un tiempo cercano. Tocar fondo no es razón para abandonar las drásticas medidas tomadas para revivir la economía global.

Este desplome es complejo: una crisis económica combinada con una crisis financiera. Antes de que se produjera, los endeudados consumidores norteamericanos eran el motor del crecimiento global. Ese modelo ha quebrado, y no se hallará substituto de un día para otro. Porque, aun si los bancos norteamericanos gozaran de buena salud, lo cierto es que la riqueza de los hogares ha sufrido daños devastadores, y los norteamericanos se hipotecaban y consumían suponiendo que los precios de sus casas seguirían subiendo eternamente.

El colapso del crédito empeoró las cosas; y las empresas, enfrentadas a unos costes crediticios al alza y a unos mercados a la baja, respondieron al punto recortando inventarios. Los pedidos cayeron abruptamente –proporcionalmente, mucho más de lo que cayó el PIB—, y los países que dependían de bienes de inversión y duraderos –desembolsos postergables— recibieron un correctivo particularmente duro.

Es probable que asistamos a una recuperación en algunas de las áreas que tocaron fondo entre fines de 2008 y comienzos de este año. Pero hay que percatarse de lo que ocurre en los fundamentos de la economía: en EEUU, los precios de los bienes raíces siguen cayendo, millones de hogares están con el agua al cuello, con unas hipotecas que valen más que el precio de mercado de la vivienda y un desempleo al alza, con centenares de miles acercándose al final de las 39 semanas de cobertura del paro. Los estados se ven forzados a despedir trabajadores, a medida que se desploman sus ingresos fiscales.

El sistema bancario acaba de ser sometido a un test para averiguar su grado de capitalización –un test de “stress” nada “estresante”—, y algunos no pudieron pasar la prueba. Pero, en vez de dar por bienvenida la ocasión de recapitalizarse (tal vez con ayuda pública), los bancos parecen preferir una respuesta a la japonesa: saldremos, mal que bien, del paso.

Los bancos “zombis” –muertos, pero todavía circulando entre los vivos— están, conforme a las inmortales palabras de Ed Kane, “apostando a la resurrección”. Repitiendo la debacle de Savings&Loan en los 80, los bancos recurren a la contabilidad tramposa (se les permitió, por ejemplo, mantener en sus libros activos problemáticos sin obligarles a la depreciación, en la ficción de que esos activos podrían llegar a madurar y, de uno u otro modo, sanearse). Peor aún: se les permite tomar préstamos baratos de la Reserva federal estadounidenses, respaldados por un colateral ínfimo, para, simultáneamente, adoptar posiciones de riesgo.

Algunos bancos declararon ingresos en el primer trimestre de este año, la mayoría dimanantes de la prestidigitación contable y de los beneficios comerciales (léase: especulación). Pero eso no hará que la economía vuelva a funcionar rápidamente. Y, si las apuestas salen mal, el coste para el contribuyente norteamericano será todavía mayor.

El gobierno estadounidense también está apostando a salir, mal que bien, del paso: las medidas de la Fed y las garantías del gobierno entrañan el acceso de los bancos a fondos baratos y unos tipos de interés altos para los créditos. Si no pasa nada desagradable –pérdidas con las hipotecas, con los bienes raíces comerciales, con los préstamos a las empresas y con las tarjetas de crédito—, los bancos podrían llegar a ser capaces de levantar cabeza sin verse sumidos en otra crisis. En unos cuantos años, los bancos estarían recapitalizados, y la economía regresaría a una senda de normalidad. Este es el escenario de color de rosa.

Pero las distintas experiencias hechas en todo el mundo sugieren que esta es una perspectiva erizada de riesgos. Aun con unos bancos saneados, el proceso de desapalancamiento y la consiguiente pérdida de riqueza significan que, muy probablemente, la economía será débil. Y una economía débil significa, muy probablemente, más pérdidas bancarias.

Los problemas no se limitan a los EEUU. Otros países, como España, tienen sus propias crisis inmobiliarias. La Europa oriental tiene sus problemas, que repercutirán probablemente en unos bancos europeo-occidentales muy apalancados. En un mundo globalizado, los problemas en una parte del sistema reverberan al punto por doquiera.

En anteriores crisis, como la que se cebó con el Este asiático en la década pasada, la recuperación fue rápida, porque los países afectados pudieron hacer de la exportación su vía hacia una renovada prosperidad. Pero ahora se trata de una caída sincrónica global. Norteamérica y Europa no pueden hacer de la exportación la vía de salida de sus tribulaciones.

La estabilización del sistema financiero es una condición necesaria, pero no suficiente, para la recuperación. La estrategia norteamericana para estabilizar el sistema financiero es costosa e injusta, porque pasa por recompensar a quienes causaron la catástrofe económica. Pero hay una alternativa que, en substancia, significa jugar con las reglas de una economía normal de mercado: trocar deudas por acciones.

Con un trueque tal, la confianza regresaría al sistema bancario, y se reiniciaría el préstamo sin apenas costes para el contribuyente. Ni es particularmente complicada la cosa, ni es novedosa. Obviamente, a los tenedores de obligaciones y bonos no les gusta nada: preferirían un regalo del gobierno. Pero hay usos del dinero público harto mejores que eso, incluida una nueva ronda de estímulos.

Toda caída tiene un final. La cuestión es la duración y la profundidad de esa caída. A despecho de algunos brotes primaverales, deberíamos prepararnos para otro invierno sombrío: llegó la hora del Plan B para reestructurar la banca. Y de otra dosis de medicinas keynesianas.

AUTOR : Joseph Stiglitz es profesor de teoría económica en la Universidad de Columbia, fue presidente del Council of Economic Advisers entre 1995 y 1997, y ganó el Premio Nobel de Economía en 2001. Actualmente, preside la Comisión de Expertos nombrada por el Presidente de la Asamblea General de Naciones Unidas para el estudio de reformas en el sistema monetario y financiero internacional.
FUENTE : SIN PERMISO.

Por qué deberían aprender aritmética los economistas

El gran economista norteamericano Dean Baker –uno de los pocos economistas del establishment académico que anticipó la presente crisis— prosigue su interesante reflexión científico-política sobre las raíces de la incompetencia y la irresponsabilidad de la profesión económica.



La moda actual en los círculos políticos de Washington es crear un "regulador del riesgo sistémico" para estar seguros de que el país nunca volverá a tener otra crisis económica como la actual. Esta campaña es parte de un encubrimiento de lo que realmente falló, y no es nada útil para afrontar el problema subyacente que nos condujo al desmoronamiento económico y financiero.

El hecho clave que todos debemos siempre recordar es que la historia de la caída no fue enrevesada. No necesitamos grandes mentes hincadas ante interminables rimeros de datos y dándole a una computadora capaz de increíblemente complicadas simulaciones para descubrir el problema que subyace a nuestra economía. Lo que necesitamos es gente que entienda el tipo de aritmética que muchos de nosotros aprendimos en la escuela.

Si los tipos de la Reserva Federal, del Tesoro y de otros puestos clave hubieran aprendido aritmética y estuvieran preparados para actuar sobre este conocimiento, se hubieran tomado medidas para poner freno al crecimiento de la burbuja inmobiliaria. Hubieran prevenido el crecimiento de la burbuja en el punto en donde su inevitable caída tiraría abajo tanto la economía de los EEUU como la mundial.

Para repetir los hechos básicos: los precios de las viviendas empezaron a divergir ampliamente, a mediados de los 90, de la tendencia de los últimos 100 años cuando la riqueza creada por la burbuja bursátil comenzó a ejercer presión alcista sobre el nivel de precios inmobiliarios. Después de haber seguido el paso de la tasa de inflación durante 100 años, los precios de las casas la superaron considerablemente.

No hubo ni remotamente una explicación plausible ni del lado de la oferta ni del de la demanda para la escalada de los precios de las viviendas. El crecimiento de los ingresos era bueno, pero no extraordinario a finales de los 90. En la década actual, los ingresos en realidad se redujeron ligeramente después del ajuste inflacionario. Del lado de la oferta, construimos casas a ritmo de récord en 2002-2006 lo que indica que no había restricciones substanciales a la construcción.

Otro signo revelador de que estábamos en una burbuja era que los alquileres ajustados a la inflación no crecían, lo que indicaba que no había una escasez subyacente de viviendas que produjeran la subida de precios. Finalmente, la proporción de viviendas vacías marcaba niveles de récord ya en el 2002.

En su pico de 2006, los precios de las casas ajustados a la inflación habían crecido más de un 70 por ciento, lo que creó más de 8 billones de dólares de riqueza por la burbuja inmobiliaria. La pérdida de esta gran riqueza (110.000 dólares para cada propietario de su propio hogar) sólo podía conducir a una recesión grave y crear el tipo de crisis financiera que estamos viendo ahora.

En tiempos normales, la financiación de las viviendas se hace con mucho apalancamiento, y las cantidades adelantadas para la compra raramente pasan del 20% del valor de la propiedad. En los años de la burbuja, llegó a ser habitual que los propietarios pidieran préstamos por el valor total de su casa, y a veces, hasta con unos pequeños porcentajes adicionales. Debería haber sido obvio para cualquier economista o analista financiero serio que cuando la burbuja estallara, produciría estragos en el sector financiero.

En una palabra: todos los datos estaban ahí, a disposición de quien quisiera verlos. No se precisaba, pues, de supergenio alguno para resolver tan anodino misterio. Lo que se necesitaba era a un economista capaz de tomarse un respiro y ejercitarse en la aritmética. Pero las gentes que politiquean en Washington lo que dicen es que, de haber dispuesto de reguladores del riesgo sistémico, habríamos logrado prevenir el desastre.

Muy bien; hagamos un experimento intelectual. Supongamos que hubiéramos tenido nuestro regulador del riesgo sistémico en 2002. ¿Podría haber hecho frente a Alan Greenspan y decir: el país se está enfrentando a una enorme burbuja inmobiliaria, cuyo estallido se llevará por delante a la economía?

Recordemos que, antes del desplome, Greenspan era conocido como el Maestro [en castellano en el original; T.]. Políticos, periodistas y economistas rendían culto a todas y cada una de las perlas de sabiduría emanadas de su boca. Cuando anunció su propósito de jubilarse en 2005, muchos de los economistas y banqueros centrales de mayor peso en el mundo se reunieron en Jackson Hole (Wyoming) para debatir si Alan Greenspan era el banquero central más grande de todos los tiempos.

Alan Greenspan dijo que no había burbuja inmobiliaria; que todo estaba perfecto. ¿Podría nuestro regulador del riesgo sistémico haberse manifestado en el sentido de que Greenspan estaba chiflado y de que toda la economía no era sino un castillo de naipes esperando el derrumbe?

Cualquiera que sea de la opinión de que un regulador del riesgo podría haber desafiado al gran Greenspan no sabe nada de la forma de trabajar en Washington. La administración está en manos de gentes que lo que buscan, por encima de todo, es el medro logrero para promover su carrera.

Y la mejor forma de trepar en sus carreras en Washington es estar de acuerdo con lo que están diciendo todos los demás. Si eso no era completamente obvio antes del desplome de la burbuja inmobiliaria, debería serlo al menos ahora.

¿Cuántos funcionarios han perdido sus empleos porque no fueran capaces de ver la burbuja? ¿Cuántas personas han perdido, al menos, por eso la oportunidad de promoverse? En realidad, a los altos cargos financieros de la actual administración de Obama, a todos sin excepción, se les pasó completamente por alto la burbuja financiera. A tal punto, que podría pensarse que haber estado en la luna ha sido uno de los criterios básicos para acceder a sus actuales puestos.

Esa dejación en la rendición de cuentas por parte de los analistas económicos y, en general, de los economistas es el problema central que debe abordarse. Porque lo cierto es que, a menos que estas gentes asuman la responsabilidad de sus yerros, como los vigilantes, como los lavaplatos, no habrá nunca el menor incentivo para nadar a contracorriente e identificar potenciales amenazas catastróficas como la de la burbuja inmobiliaria.

Tenemos un instituto regulador del riesgo sistémico. Se llama Junta de la Reserva Federal. Y la cagó. Haremos más por prevenir la próxima crisis exigiéndoles a nuestros actuales reguladores del riesgo responsabilidades por sus errores (poniéndoles de patitas en la calle), que cargando las tintas sobre un pretendido agujero en nuestra estructura reguladora y creando otra burocracia más, igual de incompetente.

Huelga decirlo: hay que enseñar aritmética a nuestros economistas.

AUTOR : Dean Baker es co-director del Center for Economic and Policy Research (CEPR). Es autor de Plunder and Blunder: The Rise and Fall of the Bubble Economy.
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Raventós
FUENTE : SIN PERMISO