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martes, 2 de junio de 2009

Una idea de Smith

En 1776 Adam Smith lanzó una idea nueva en la economía, en su célebre libro Riqueza de las naciones, a saber, que el fin del sistema económico es maximizar la satisfacción de las necesidades de los consumidores. Hasta entonces coexistían dos posiciones: la mercantilista, que recomendaba a los gobiernos apoyar a los sectores productivos capaces de incrementar la disponibilidad de metal monetario (oro, plata), principalmente la industria y el comercio; por otro lado, la fisiocrática, que recomendaba apoyar al único sector capaz de incrementar el produit net (producto neto), a partir del cual se originaba el revenu o ingreso fiscal. La posición de Smith implicaba reducir la salida de bienes de producción nacional (exportaciones) y permitir la entrada de bienes de producción extranjera (importaciones). En efecto, las exportaciones (X) reducen los bienes disponibles en el interior del país, y las importaciones (M) los incrementan, según la fórmula BD = PBI – X + M, donde BD es bienes disponibles, PBI, producto bruto interno. La política económica de Smith coincide con la aplicada en más de una vez por la Secretaría de Comercio. Es más difícil imaginar que esta política pudiera ser llevada al extremo de reservar los bienes de producción interna sólo para el consumo interno, o sea, reducir las exportaciones a cero. El comercio exterior es un intercambio, donde lo que se trae de afuera se paga con nuestra producción; y como compraventa, los productos extranjeros se pagan con las divisas que obtenemos vendiendo al extranjero nuestros productos. La exportación cero da ingreso cero de divisas y capacidad de importar también nula. Ningún país puede obtener bienes de otro sin dar algo a cambio, como ocurría en el pasado entre las metrópolis y sus colonias. La solución no está en los extremos sino en algún punto intermedio. Lo mejor no es un mínimo de exportaciones sino un óptimo. Por otra parte, esta política no dice nada respecto de cómo los consumidores acceden a los bienes producidos para el mercado interno. Con una distribución desigual del ingreso, es inevitable que los más desfavorecidos no puedan alcanzar aquellos bienes considerados de primera necesidad. Y lo peor es que tales bienes son encarecidos por el propio Estado, al aplicarles un IVA de alícuota altísima, pudiendo obtener las mismas sumas de otras fuentes con mayor capacidad contributiva.


Demanda y oferta



Si usted es economista y necesita analizar un fenómeno de mercado –por ejemplo, el precio de la carne– difícilmente prescinda de considerar el viejo mecanismo de la oferta y la demanda, y casi seguramente intentará representar el caso en un gráfico de oferta y demanda. Pero acaso no sepa que el iniciador de esta práctica fue Henry Charles Fleeming Jenkin (25 de marzo de 1833-12 de junio de 1885), ingeniero y electricista, aunque lejos estuvo de desempeños mediocres: graduado en la Universidad de Génova en 1850 y vuelto a su país en 1851, trabajó en el diseño y tendido de cables submarinos; luego fue socio de Lord Kelvin y, desde 1866, profesor de Ingeniería en Londres y Edimburgo. Como sucedería con otros matemáticos e ingenieros (A. Marshall, A. W. Phillips, etc.), la familiaridad con técnicas gráficas le permitió aportar a la teoría económica recursos expresivos que, en este caso, tendieron un puente entre un J. S. Mill puramente literario y un W. S. Jevons apoyado en el cálculo infinitesimal sin anestesia. Entre sus trabajos, publicados entre 1868 y 1884, destaca The Graphic Representation of the Laws of Supply and Demand, and their Application to Labour (1870), donde Jenkin representó en un solo gráfico un sistema de dos ecuaciones (oferta y demanda) con dos incógnitas (precio en chelines y cantidad en quarters), con las siguientes aclaraciones: “La oferta total (whole supply) de un artículo se entenderá como designando la cantidad total del artículo por venderse allí y entonces. La oferta en este sentido es mensurable, y puede expresarse en toneladas, quarters, etc. La oferta a cierto precio denota la cantidad que a un precio dado los poseedores, allí y entonces, están dispuestos a vender. La oferta a cierto precio también es mensurable. La demanda a cierto precio denota aquella cantidad que, allí y entonces, los adquirentes comprarían a ese precio. Dibujemos una curva, cuyas abscisas representan precios y cuyas ordenadas las ofertas a cada precio. Esta curva se llamará curva de oferta”. Es cierto que Dupuit en 1844 representó gráficamente la curva de demanda, pero en Inglaterra el principal precursor de esta técnica fue Jenkin. Marshall reconoció a ambos autores. R. D. Collison Black acota que la publicación de la Graphic Representation de Jenkin fue el estímulo que condujo a Jevons a publicar en 1871 su Theory of Political Economy.

AUTOR :Manuel Fernández López
FUENTE : PAGINA/12

¿Son los salarios los culpables de las “fugas de capitales”?

El papel de los costes laborales como nudo gordiano de las migraciones empresariales y de capacidad productiva ha sido, sin duda alguna, el ámbito más frecuentado y controvertido en buena parte de los estudios realizados hasta el momento. La pregunta, en su formato más genérico, puede formularse en los siguientes términos: ¿la existencia de un gap o hiato salarial Norte-Sur está dando lugar a un proceso de sustitución del factor productivo relativamente más caro, el trabajo asalariado de los países ricos, por el más barato, el de los países pobres? ¿Está provocando dicho hiato un flujo relocalizador desde los países del Norte próspero a los del Sur subdesarrollado?

No son pocos los autores que sostienen que el elevado nivel de los costes laborales en las economías prósperas, a mucha distancia del alcanzado en el mundo no desarrollado y en los capitalismos emergentes, explicaría en gran medida la movilidad internacional de capital, siempre en busca de nuevos horizontes de negocio. En otras palabras, la moderación salarial y la abundancia de fuerza de trabajo, junto a una escasez crónica de capital y el consiguiente diferencial de productividad, ofrecerían altas cotas de rentabilidad a los inversores foráneos en los países de menor desarrollo económico; aumentaría, así, la magnitud de los movimientos relocalizadores en dirección a los países del Sur.

Esta línea de argumentación admite diferentes puntualizaciones. Empezando por las economías más prósperas, las que ofrecen salarios más elevados, acordes a sus asimismo elevados estándares de productividad. Es verdad que es en estos países donde nacen la mayor parte de las deslocalizaciones internacionales (DI), al menos las que tienen más proyección mediática y social. Pero, con la limitada información estadística disponible, dista de ser evidente la existencia de una correlación positiva entre el nivel de remuneración de los asalariados y la fuga de empresas; dicho de otra manera, los países con salarios más altos no son, al menos con carácter general, los que sufren en mayor medida la migración empresarial.

Más aún, estas economías continúan siendo un importante polo de atracción de capital foráneo, especialmente de aquel que busca –que necesita, en realidad- activos estratégicos, materiales e intangibles, para organizar con éxito una estrategia competitiva en mercados que discriminan sobre todo por la calidad. Una paradoja añadida: algunas economías de altos salarios relativos son territorio de acogida de una parte, sustancial sobre todo desde una perspectiva cualitativa, de las ­empresas que deciden deslocalizarse. Más paradójico aún: algunas de estas empresas recorren un camino Sur-Norte.

La perspectiva microeconómica acaso resulta todavía más significativa a este respecto. Los costes laborales (incluidas, por tanto, las cotizaciones sociales) representan una parte relativamente pequeña de los costes totales de explotación; y, además, este porcentaje tiende a reducirse; si bien, obviamente, las diferencias entre sectores, ramas de la actividad y empresas son muy marcadas, dependiendo, entre otros factores, de la relación capital-trabajo del proceso productivo en cuestión. Adicionalmente, las empresas situadas en los tramos de media y alta tecnología, donde intervienen criterios de competitividad más complejos que los de naturaleza estrictamente salarial, son las que en los últimos tiempos están participando más activamente en la dinámica deslocalizadora. En este contexto, hay que forzar (retorcer) mucho la argumentación para sostener que los altos costes laborales en las economías prósperas están detrás de las operaciones de deslocalización. Dicha argumentación tendría, en todo caso, cierta virtualidad si se hace referencia a “pools” de empresas que operan con parecidos parámetros estructurales y que, por esa razón, podrían hacer valer sus ventajas (o padecer sus desventajas) competitivas de índole salarial.

Es verdad, con todo, que las economías del Sur han ganado cuota de mercado en el stock mundial de inversión extranjera directa (IED). Pero, de nuevo otra paradoja, los países periféricos que han atraído las mayores cantidades de IED, entre los que se incluyen algunos procedentes del mundo comunista, aunque indudablemente se caracterizan por sus bajos salarios –inferiores, desde luego, a los de las economías de donde proceden las empresas deslocalizadas-, no son los que exhiben las remuneraciones más reducidas en el contexto del mundo no desarrollado, ni tampoco en el contexto de las regiones donde se localizan.

Más bien se encuentran en zonas intermedias o, caracterizados por sus bajos salarios relativos, ofrecen otras ventajas estratégicas, como una adecuada localización geográfica en el caso de aquellas producciones, sobre todo manufactureras, donde los costes de transporte son elevados, o cuentan con un gran mercado interno, o han conseguido avances notables en lo que concierne a la cualificación de su fuerza de trabajo.

Debe tenerse en cuenta, además, que muchos de los países en desarrollo que han estado entre los objetivos prioritarios de las ETNs a la hora de distribuir sus inversiones han visto cómo aumentaban los salarios de los trabajadores ocupados en las subsidiarias, sobre todo en aquellos tramos de cualificación más escasos, reduciéndose en este ámbito una parte de sus ventajas comparativas. De hecho, la competitividad de estos países en los bienes y servicios de mayor complejidad tecnológica –que han ganado relevancia en su estructura exportadora-, reside, más que en unos costes laborales bajos, en una combinación salarios-productividad favorable.

Esta combinación abre un interesante espacio de análisis: el delimitado por las transacciones intrafirma, que, según los cálculos realizados por la UNCTAD (estimaciones, pues resulta imposible disponer de datos precisos) representan un porcentaje muy importante de la inversión y el comercio mundiales. En este contexto se puede entender, por ejemplo, el atractivo para los inversores foráneos de los ­países procedentes del mundo comunista que han protagonizado las últimas ampliaciones de la Unión Europea (UE).

Esta aparente paradoja se desvanece cuando se comparan los salarios con la productividad laboral dentro de la firma. En el caso de las subsidiarias que producen para la exportación, teniendo en cuenta que las inversiones realizadas han renovado y creado nueva capacidad productiva, operan con niveles de productividad similares o aún superiores a los de las otras subsidiarias del grupo, emplazadas en economías con mayor nivel de renta por habitante.

En fin, si la perspectiva de la firma es necesaria para entender algunas de las claves del proceso deslocalizador, se impone asimismo una reflexión sobre el papel de las regiones y las áreas dinámicas (clusters), pues, en buena medida, la competitividad (factores de atracción y de expulsión) se articula en esos espacios. Esta combinación de perspectivas, además de matizar y enriquecer la que considera el país como unidad de análisis, ayuda a dotar de mayor complejidad la visión de las DI centrada en los costes laborales.

Sirvan las consideraciones anteriores para concluir que ni la pérdida de competitividad (que explicaría la fuga de empresas en las economías prósperas) ni la ganancia en la misma (que podría arrojar luz sobre el creciente atractivo del mundo periférico) puede abordarse en clave exclusiva o básicamente salarial. Más bien la competitividad alude a un proceso complejo, que recorre los planos micro y macroeconómico, y que incumbe a, y necesita de la intervención de, las firmas, las administraciones públicas y los actores sociales. Esta perspectiva desborda con nitidez las costuras de los costes salariales (y, por qué no decirlo, pone muchos interrogantes sobre las políticas de moderación salarial).

AUTOR : Fernando Luengo
FUENTE : SIN PERMISO