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domingo, 14 de junio de 2009

Gordon el desafortunado

Qué habría pasado si las papeletas a medio perforar y el Tribunal Supremo no le hubiesen negado a Al Gore la Casa Blanca en el año 2000? Sin duda, muchas cosas habrían sido distintas durante los ocho años siguientes.

Pero una cosa probablemente habría sido igual: habría habido una enorme burbuja inmobiliaria, y una crisis financiera al pincharse la burbuja. Y si los demócratas hubiesen estado en el poder al llegar las malas noticias, habrían cargado con las culpas, aunque las cosas seguramente hubiesen salido igual de mal o peor con un Gobierno republicano.

Ahora ya conocen ustedes los fundamentos de la actual situación política en el Reino Unido.

Durante gran parte de los últimos 30 años, la política y las normativas en Londres y Washington se han movido a la par. Nosotros tuvimos a Reagan; ellos, a Thatcher. Nosotros tuvimos la Ley Garn-St. Germain de 1982, que desmanteló la regulación bancaria de la era del new deal; ellos tuvieron el Big Bang de 1986, que liberalizó el sector financiero londinense. Ambos países experimentaron una explosión de la deuda familiar y vieron cómo sus sistemas financieros se volvían cada vez más inseguros.

En ambos países, los conservadores que impulsaron la liberalización perdieron el poder en los años noventa. En cada caso, sin embargo, los nuevos dirigentes se encapricharon con las finanzas innovadoras tanto como sus predecesores. Robert Rubin, en sus años como secretario del Tesoro, y Gordon Brown, en sus años como ministro de Hacienda, predicaron el mismo evangelio.

Pero mientras que el movimiento conservador estadounidense -mejor organizado y mucho más implacable que su homólogo británico- se las arregló para volver a abrirse camino hasta el poder a principios de esta década, en el Reino Unido el Partido Laborista siguió gobernando durante los años de la burbuja. Brown terminó por convertirse en primer ministro. Y por eso el desastre de Bush en EE UU es equivalente al desastre de Brown en Reino Unido.

¿Realmente se merecen Brown y su partido que se les culpe de la crisis británica? Sí y no. Brown defendió el dogma de que el mercado sabe lo que hace, que menos regulación es más. En 2005 instaba a "confiar en la empresa responsable, el empleado dedicado y el consumidor culto", e insistía en que la regulación debería tener "no sólo una ligera influencia, sino una influencia restringida". Esas palabras bien podría haberlas dicho Alan Greenspan.

No cabe duda de que este entusiasmo por la liberalización puso al Reino Unido al borde del precipicio. Fíjense en el ejemplo opuesto de Canadá, un país anglohablante en su mayoría, tan expuesto a la influencia cultural estadounidense como el Reino Unido, pero en el que nunca arraigó la liberalización financiera al estilo Reagan/Thatcher. Como era de esperar, los bancos canadienses han sido un pilar de estabilidad en medio de la crisis.

Pero la cuestión es la siguiente: aunque puede que Brown y su partido merezcan ser castigados, sus rivales políticos no merecen ser recompensados.

A fin de cuentas, ¿acaso un Gobierno conservador habría sido menos esclavo del fundamentalismo de libre mercado, o habría estado más dispuesto a refrenar las finanzas desbocadas, durante la pasada década? Desde luego que no.

Y la respuesta de Brown a la crisis -un estallido de actividad para compensar su anterior pasividad- tiene sentido, mientras que la de sus oponentes no lo tiene.

El Gobierno de Brown ha actuado de forma decidida para sacar a flote a los bancos con problemas. Esto posiblemente pasará una cara factura a los contribuyentes en el futuro, pero la situación financiera se ha estabilizado. Brown ha respaldado al Banco de Inglaterra, el cual, al igual que la Reserva Federal, ha tomado medidas poco convencionales para desbloquear el crédito. Y se ha mostrado dispuesto a incurrir en un gran déficit presupuestario ahora, a pesar de estar programando subidas de impuestos significativas para el futuro.

Todo esto parece estar dando resultado. Los principales indicadores se han vuelto (ligeramente) positivos, lo que indica que el Reino Unido, cuya competitividad se ha beneficiado de la devaluación de la libra, iniciará la recuperación económica mucho antes que el resto de Europa.

Mientras tanto, David Cameron, el líder conservador, ha tenido poco que ofrecer aparte de izar la bandera roja del pánico fiscal y exigir que el Gobierno británico se apriete el cinturón de inmediato.

Es cierto que muchos analistas han dado la voz de alarma sobre el panorama fiscal del Reino Unido, y un organismo de calificación de riesgo ha advertido de que el país podría perder su nota de triple A (aunque los demás no están de acuerdo). Pero los mercados no parecen excesivamente preocupados: el tipo de interés de la deuda británica a largo plazo es sólo ligeramente más alto que el de la deuda alemana, que no es lo que se esperaría de un país condenado a la bancarrota. Aun así, si hoy se celebrasen elecciones, Brown y su partido sufrirían una estrepitosa derrota. Estaban en el poder cuando ocurrió el desastre, y la pelota (o, en este caso, un enorme balón) está en el tejado del número 10 de Downing Street.

Es una perspectiva que da que pensar. Si yo formase parte del equipo económico de Obama -un equipo cuyos miembros más destacados estaban tan entusiasmados con las maravillas de las finanzas modernas como sus homólogos británicos-, estaría mirando hacia el otro lado del Atlántico y murmurando: "Así estaría yo si no hubiese sido por la vergüenza de Gore contra Bush".

AUTOR : PAUL KRUGMAN
FUENTE : EL PAIS

La hora de los paraísos fiscales

Los paraísos fiscales se consideran por la OCDE y por los autores que se han dedicado a su estudio como un fenómeno de competencia fiscal lesiva que perjudica las bases imponibles de otros Estados. Frente a la competencia fiscal sana, que es una figura admisible, la que llevan a cabo estos territorios se califica de dañina. Habría que añadir que no sólo por la lesión económica, sino también por el deterioro que suponen para algo tan importante como el prestigio de la fiscalidad. Estos paraísos nunca han tenido justificación y menos en estos tiempos en que el gravamen de las rentas del ahorro a un tipo proporcional y la tributación de las sociedades de inversión mobiliaria de capital variable han reducido notablemente la carga tributaria de las rentas mobiliarias, las más beneficiadas por su existencia. Los esfuerzos de la OCDE en la denuncia de estos territorios y en el avance de su corrección o extinción han contribuido a delimitar esta figura, a resaltar sus efectos negativos y a crear un clima contrario a los mismos. Pero, sobre todo, han sido un testimonio constante que ha empujado a la adopción de medidas bilaterales (en los convenios de doble imposición) y unilaterales adoptadas por cada país e incorporadas a su propio ordenamiento jurídico. El informe de esta organización de 1998 recogía medidas multilaterales, incluida la procedencia de elaborar una lista de paraísos fiscales que colocaría a éstos frente a la opinión pública internacional.

El escenario ha cambiado a partir del acuerdo del G-20 en su reunión de Londres el pasado 2 de abril. Se abandona el marco de análisis y recomendación y se pasa a una condena de las llamadas jurisdicciones no cooperativas, incluidos los paraísos fiscales, que adquieren un protagonismo político muy relevante. Las sanciones, la supresión del secreto bancario, la publicación de listas de países evaluados por el Foro sobre Competencia Perjudicial y el intercambio de información fiscal pasan a un primer plano con un eco mediático notable.

De las sanciones interesan las multilaterales, ya que las bilaterales se inscribirán en los convenios de doble imposición y las unilaterales se adoptan por cada Estado y se incorporan a su ordenamiento. Aquéllas (las multilaterales), cuando los Estados están fuera de un organismo supranacional, de manera que los efectos jurídicos no son posibles, son medidas cuya eficacia radica en su incidencia en la opinión pública, lo que no es poco. La publicación de listas de paraísos ha sido un importante revulsivo y ha arrancado, junto a protestas encendidas de algunos de los incluidos en ellas, la promesa de otros territorios de alinearse de acuerdo con las prácticas fiscales denominadas sanas, como opuestas a las perjudiciales. La cuestión hoy, en mi opinión, es si la OCDE, habituada al diálogo, a la persuasión y al consenso, va a intensificar la adopción de estas medidas o va a seguir su línea de prudencia tradicional. Lo que no ofrece duda es que el efecto noticia de las medidas multilaterales que podían adoptarse contra los paraísos fiscales a que nos referimos ha sido positivo.

Las herramientas principales para avanzar en la corrección o extinción de esta figura son la supresión del secreto bancario y la información obligatoria, cuando sea procedente, a solicitud de las Administraciones Públicas o, en su caso, de los Tribunales. Aunque es evidente la relación entre ambos conceptos, el secreto es una figura más amplia que la información, dado que se extiende a hechos, negocios jurídicos, condiciones, sujetos, etcétera, que van más allá de los datos estrictamente fiscales. Además, su apoyo en el derecho a la intimidad de las personas reduce las posibilidades de aplicación en bastantes países, salvo que una ley declare que no puede ser invocado en materia tributaria. De aquí que a la hora de elegir un mecanismo, la información sea el que puede ofrecer menos resistencia. Por otra parte, se cuenta con un Modelo de Acuerdo sobre Intercambio de Información Fiscal elaborado por un grupo de trabajo integrado por 24 Estados o territorios que tiene el reconocimiento de un buen número de estudiosos y que recoge, junto al derecho a exigir la información, el tratamiento de la misma como confidencial, el reconocimiento de los intereses legítimos de los contribuyentes, el rechazo de las peticiones de información genérica o irrelevante, la determinación de los procedimientos en que puede ser exigida, etcétera. En definitiva, incorpora una doctrina experimentada y equilibrada en una materia delicada como es la información a requerimiento de las Administraciones Fiscales.

La reducción y, más aún, la extinción de los paraísos fiscales constituye una tarea difícil por dos razones. En primer lugar, el juego de los intereses que los mantienen. Y, en segundo término, la complejidad política de esta figura. Siempre, detrás de ella, hay una soberanía fiscal suficiente para mantenerla o una tolerancia tradicional a veces confusa cuya legitimación no se investiga normalmente. A partir de aquí resulta difícil avanzar en una sistematización, ya que estos territorios pueden darse dentro de un organismo supranacional, de un Estado federal, vinculados a Estados unitarios a través de fórmulas diversas, etcétera. Por otra parte, las llamadas medidas lesivas que ponen en juego los paraísos a que nos referimos son diversas (el Informe OCDE de 1998 relacionaba ocho diferentes), de manera que estos territorios pueden incurrir en alguna o en varias de ellas, lo que en su opinión puede no ser suficiente para merecer tal calificación, que consideran despectiva para ellos y que perjudica su imagen.

Esta complejidad lleva a considerar que el problema de los paraísos fiscales sólo puede tener solución a través de una decisión concertada por el mayor número de países importantes en la economía mundial y con un eco fuerte en la opinión pública internacional. El momento actual es adecuado para el cumplimiento de estas dos condiciones. De un lado, la crisis financiera y económica mundial se imputa, principalmente, a la defectuosa verificación de requisitos y de controles establecidos y a la falta de reacción contra situaciones y prácticas que se consideraban indeseables para un funcionamiento correcto de la actividad económica global. La crisis puede y debe jugar como revulsivo ante conductas de Estados y territorios (más o menos soberanos) que se consideran injustificadas y lesivas para otras comunidades políticas y para un orden supranacional objetivo. La opinión pública internacional debe jugar aquí su papel de censura.

Por otra parte, el Acuerdo del G-20 del pasado mes de abril ha servido bien a este objetivo de restringir significativamente o suprimir la figura de los paraísos fiscales. La difusión de esta figura y los efectos lesivos que genera han alcanzado en pocas semanas una difusión mediática mayor que en una década de trabajos rigurosos y sensatos. Un acuerdo internacional con valor normativo sobre intercambio de información fiscal sería un gran paso para el objetivo citado. Es cierto que no faltan algunas opiniones escépticas que ponen el acento en la ambigüedad en materia de sanciones ("estamos dispuestos a desplegar sanciones para proteger nuestras finanzas públicas y nuestros sistemas financieros"). Pero, en mi opinión, nunca se ha dado una situación en que la determinación, precisión y rotundidad de las acciones que se van a llevar a cabo haya sido mayor y más nítida. El hecho de que haya una próxima reunión del G-20 dentro de unos meses va a ser de utilidad, porque la verificación de los resultados será inevitable. Proposiciones tajantes como "tomar medidas contra los paraísos fiscales", "la época del secreto bancario ha terminado" e "intercambio de información fiscal" demandarán respuestas y explicaciones concretas de los líderes mundiales y del grupo de países en su conjunto. Muy probablemente los obstáculos no van a estar en la falta de voluntad política y sí en la dificultad de verificar el cumplimiento de los compromisos que asuman los países y territorios calificados hasta ahora como paraísos fiscales. Hay que confiar en la experiencia y el buen hacer de la OCDE. La diversidad y complejidad de las situaciones planteadas demandan una dirección unitaria respaldada de manera suficiente y clara por el grupo de países a que nos referimos.

AUTOR : RAFAEL CALVO ORTEGA
FUENTE : EL PAIS