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domingo, 21 de junio de 2009

Fundamentos del liberalismo económico

Sospecho que muchos que andan por ahí, hablando del liberalismo o el neoliberalismo, que defienden la libertad de mercado, que dicen que están con “el campo” (concepto ya casi metafísico o significante abismalmente vacío), periodistas que patotean contra el populismo o el intervencionismo de Estado, o que defienden la acción benéfica de los monopolios o postulan su existencia inmodificable, escasamente han leído la obra de Adam Smith e ignoran cuando lo hacen que es ella la que habla a través de sus logos caudalosos y siempre al servicio de una causa, la de las empresas para las que trabajan. Intenté varias veces discutir temas de Smith con autopostulados liberales o neoliberales de todo tipo y color y raramente descubrí que hubieran transitado su obra magna y monumental con cierto detenimiento. Lo que saben lo saben de los diarios. De la divulgación. La di-vulgata es la cifra perfecta de la degradación intelectual de nuestro tiempo.

Como sea, éste no es mi tema. Me apasiona el pensamiento de los grandes teóricos económicos del capitalismo. De todos, Smith es el mejor y también el más sincero, ya que la teoría que propone (la fundamentación del sistema capitalista de producción) no proviene de una ética de la generosidad sino del egoísmo. El libro de Smith aparece el 9 de marzo de 1776. Se publica en dos volúmenes y se agota en seis meses. Se reeditará siempre que sea necesario. O se harán resúmenes para circulación masiva, para lectores menos dotados para la economía o las lecturas arduas. Nosotros vamos a estudiar las relaciones de Smith con las neocolonias. Y también –no ya trabajando exclusivamente sobre su obra– el surgimiento y la fundamentación del liberalismo económico, que dio origen en nuestro país al fortalecimiento de la oligarquía agraria e hizo de ella su clase más poderosa y representativa, para desgracia de su desarrollo económico, que habría de quedar eternamente ligado a la producción primaria.

Smith es el genial autor de una frase imperecedera en la teoría económica. Dice así: “Siempre será máxima constante de cualquier padre de familia no hacer en casa lo que cuesta más caro que comprarlo” (Adam Smith, Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1958, p. 402). Smith fue el teórico de la burguesía industrial británica. Esta clase pujante necesita emplear obreros en sus fábricas, en sus talleres de manufacturas. Debe alimentar a esos obreros. Debe poner el “pan de cada día” en sus mesas. El pan se hace con harina. La harina viene del trigo. Aquí interviene la sabiduría de ese “padre de familia” que menciona Smith. Si necesito trigo para alimentar a mis obreros debo buscarlo donde más barato lo encuentre. “Cuando un país extranjero (escribe) nos puede ofrecer una mercancía en condiciones más baratas que nosotros podemos hacerla, será mejor comprarla que producirla” (Smith, ob. cit., p. 403). A comprar trigo entonces. Sabia decisión de este “padre de familia” de Smith que es, sin más, el sujeto protagónico del capitalismo: el propietario del capital. Sin embargo, este sujeto debe ejercer una influencia moral sobre las otras clases, las no propietarias. Debe eludir la concentración de empresas. Esta concentración da origen a la malformación que más odia Smith: el monopolio. No dejemos de notar el tono de indignación con que se expresa, como si esa acumulación insalubre (la de muchas cosas en pocas manos o en una sola) arruinara el sistema que él tanto defiende y considera –bastante alla Leibniz– el mejor de los posibles: “El beneficio exorbitante destruye aquella parsimonia que en otras circunstancias es una de las características del comerciante. Cuando las ganancias son excesivas, se destierra de su clase aquella sobria virtud, como si fuera algo superfluo, y el lujo exagerado se hace compañero inseparable de esa abundancia (...) Si el patrón es recatado y sobrio, los operarios que emplea, naturalmente lo serán también; pero si el dueño es gastador y pródigo, el criado, que norma su conducta por el modelo del amo, no podrá menos de seguir el ejemplo de él” (Smith, ob. cit., p. 545). Y a vuelta de página cita un proverbio que lo deslumbra: “Pronto se gasta lo que poco cuesta”. Nada define mejor a nuestra oligarquía terrateniente: hija del liberalismo económico, diseñada para el ocio por la “abundancia fácil” de sus campos concentrados en pocas manos, se entregó al ocio, a la satisfacción de sus deseos más opulentos y al ejercicio constante de la dilapidación. Lejanamente recuerdo haber leído en textos que me dieron la alegría y el deslumbramiento de la nueva temática en que me iniciaba (allá por 1968: el estudio de este país complejo, irritante, trágico, irresistible), definiciones precisas. Primero: la oligarquía agrícola-ganadera era capitalista, pero su ociosidad la alejaba del espíritu burgués. Segundo: era exclusivista (como lo pedía Cané: “Los argentinos cada vez somos menos. Cerremos el círculo y velemos sobre él”), pero estaba lejos de ser una aristocracia. Nietzsche la habría desdeñado hondamente. Carecía del refinamiento, de la cultura de esa clase. Vivía de segunda mano. Consumía, sin mayor criterio, todo lo europeo. Muy especialmente las novedades de su cultura, no sus fuentes. Y carecía también del ímpetu esencial de la burguesía, que sabe que lo esencial del desarrollo del capitalismo es reinvertir la ganancia para producir más y duplicarla. Nuestros oligarcas sólo saben construir palacetes y planear viajes a Europa. En 1912 (en el cenit de su poder), la oligarquía argentina despilfarra el 10 por ciento de su economía de exportación en viajes a Europa. Había venido al mundo bendecida por su Creador. De aquí provienen esas frases: “El gran país que fuimos”, “La patria de nuestros padres y nuestros abuelos” o “Dios es argentino”. Tenía mano de obra barata y tierras infinitas, que entregarían siempre sus frutos para el regocijo y la holganza de unos pocos que eran los dueños de esas riquezas. Smith habría dicho: “Pronto se gasta lo que poco cuesta”. Y si hoy se levantara de su tumba se horrorizaría ante un mundo tramado por los monopolios y los oligopolios, que se devoran el mercado sofocando a sus competidores. Matándolos. A eso se le llama “neoliberalismo”. El neoliberalismo es la etapa superior del liberalismo. La etapa en que los monopolios y los oligopolios traban la libertad del mercado, arrojan de él a los pequeños competidores e imponen sus reglas en todos los órdenes: el económico, el cultural, el político y –muy especialmente– el comunicacional, el arma predilecta del capitalismo oligopólico durante los días que corren. El nuevo Sujeto Absoluto.

¿Cuándo surge el liberalismo? Digamos: a mediados del siglo XIX. O levemente antes. Las llamadas corn laws (leyes de cereales) gravaban las importaciones de trigo para proteger a la oligarquía cerealera británica. Estos agricultores estaban ligados a la producción primaria, no así la vigorosa burguesía industrial, representada por Smith. Esta burguesía, que necesita alimentar a su proletariado urbano, requiere pan barato. ¿Por qué comprárselo a los terratenientes? Ese gran país capitalista que fue Inglaterra no alimentaba vagos, ociosos que buscaban vivir meramente de lo que crecía del suelo. Quería industrias. ¿Por qué, entonces, no importar el trigo de las colonias? De las colonias trigueras. Sí, de esa República del Sur de Latin America que acaba de ganar su independencia, suceso que los barcos británicos saludaron a cañonazos en el estuario de ese ancho Río de la Plata.

Así, la burguesía se anota un gran triunfo. Consigue la derogación de las corn laws. Arremete, para ello, contra los terratenientes: llama “ley del hambre” a las que gravan los productos cerealeros de importación. Producen hambre porque encarecen los productos con que se alimentan los obreros. Consigue así el apoyo de esa clase. Capitalistas industriales y proletarios luchan unidos contra la aristocracia terrateniente. Nada de proteccionismo. Seamos liberales. Abracemos el librecambio. Traigamos trigo barato de los países extranjeros. Al bajar el costo del pan bajaremos el costo del salario, que, como todos saben, es el costo de lo que suma mantener a un obrero. Si algo tan sustancial para esa manutención, como el mismísimo pan, nos sale más barato, más ganancia tendremos. Es David Ricardo el que desarrolla este punto: “Es tan importante para la felicidad de la humanidad entera aumentar nuestros disfrutes por medio de una mejor distribución del trabajo, produciendo cada país aquellos artículos que, debido a su clima, su situación y demás ventajas naturales y artificiales, le son propios, o intercambiándolos por los productos en otros países, como aumentarlos mediante un alza en la tasa de utilidades. He tratado de demostrar, a través de toda esta obra, que la tasa de utilidades no podrá ser incrementada a menos que sean reducidos los salarios, y que no puede existir una baja permanente de salarios sino a consecuencia de la baja del precio de los productos necesarios en que los salarios se gastan” (David Ricardo, Principios de economía y tributación, Fondo de Cultura Económica, México, 1959, p. 101). También Marx aprueba la derogación de las corn laws: “Los obreros ingleses han hecho sentir a los librecambistas que no se dejan seducir por sus ilusiones y mentiras. Y si, a pesar de eso, se han prestado a aliarse con ellos en contra de los terratenientes fue, simplemente, para acabar con los últimos restos del feudalismo y no tener frente a sí más que a un solo enemigo” (Discurso sobre el problema del librecambio, Bruselas, enero de 1848).

En resumen, si el liberalismo nace con la derogación de las corn laws, entonces el liberalismo es casi una creación tan argentina como el dulce de leche o el colectivo. ¿Qué decir? ¿Cómo el mundo nos pide modestia? Hicimos posible el liberalismo. Sí, Dios es argentino. Porque Dios, qué duda cabe, es liberal. Y la tierra del trigo generoso, el país que posibilitó aniquilar las corn laws fue la Argentina de la abundancia fácil. Y nuestra oligarquía terrateniente, centrada en su economía de monocultivo, en su economía de productos primarios, les vendió cereales a bajo precio a los industriales británicos, quienes, para ello, derribaron las leyes proteccionistas y abrieron las puertas del liberalismo para que entraran triunfalmente por ellas los ganados y las mieses que cantó Lugones. Algo salió mal. Para nosotros, claro. Los ingleses se dedicaron a la industria. Alimentaron a su proletariado y fabricaron máquinas y máquinas herramientas. Y cierto día, a fines de la década del ’20 del siglo (también) veinte, los términos de intercambio aniquilaron el valor de las mieses y la tierra fértil, los campos generosos del país de la abundancia fácil no sirvieron para mucho. Y nosotros, que inventamos el liberalismo, fuimos sus víctimas.

¿Por qué? Porque nos dejamos envolver por “el carácter hipócrita común a todos los sermones liberales” (Marx, ob. cit.). Porque no fuimos proteccionistas, lo que nos habría permitido ser industriales y no hundirnos no bien se hundieron los valores de las industrias primarias, ligadas a la tierra, al pasado, al feudalismo. Pero la oligarquía terrateniente era una clase ociosa, y hacer un país industrial requiere laboriosidad y coraje. “El sistema proteccionista (decía Marx) es el medio para crear en un pueblo la gran industria (...) Por eso vemos que en aquellos países en que la burguesía empieza a imponerse como clase, en Alemania, por ejemplo, hace grandes esfuerzos por implantar aranceles protectores” (Marx, ob. cit.). Pero ese proyecto es el de la unidad alemana y se corona con Bismarck a su frente. Aquí sólo estaba nuestra dispendiosa oligarquía agraria. La misma que la buena maestra de ese señor de la Sociedad Rural le dijo que había hecho el país. No le dijo cómo. Porque tal como lo hizo, ni con Dios se hacía bien.


AUTOR :José Pablo Feinmann
FUENTE : PAGINA/12

¿Por qué deberíamos desterrar a Larry Summers de la vida pública?

Voto en favor de que desterremos a Larry Summers. No del planeta. Eso no sería buena onda. Nomás de la vida pública. Las críticas al principal asesor económico del presidente Obama son bien conocidas. Es demasiado cercano a Wall Street. Y es un espantoso tipo que intimida, tanto a gente como a países. De todos modos, nos dicen que no debemos darle importancia a infracciones tan menores. ¿Por qué? Porque es brillante y el mundo necesita de su gran cerebro.

Y esto nos remite a una causa fundamental, y que muchas veces es pasada por alto, de la crisis financiera global: las Burbujas Mentales. Se trata del proceso en el que la inteligencia de una persona, sin duda inteligente, es inflada y sobrevaluada más allá de toda lógica, lo cual lleva a una peligrosa acumulación de riesgo sin protecciones. Larry Summers es la Burbuja Mental más grande que tenemos.

Las Burbujas Mentales comienzan con el inofensivo apodo de cerebrito en la universidad, que después escala a niño pródigo. Luego viene la requerida incursión como consejero económico en un pequeño país arruinado por la crisis, en donde el chiquillo es declarado un salvador. A los 30 años de edad, a nuestro Niño Burbuja le dan una plaza permanente y oficialmente es nombrado genio. A los 40, es un gurú, y a los 50, un oráculo. Luego de unos tragos, mesías.

Los poderes suprahumanos otorgados a estos hombres –y, sí, todos son hombres– los protegen del escrutinio que podría haber evitado la actual crisis. La Burbuja Mental de Alan Greenspan le permitió poner la economía en gran riesgo: cuando no tenia lógica lo que decía, la gente asumía que era culpa suya. Las Burbujas Mentales también crearon el argumento central que Greenspan y Summers utilizaron para explicar el por qué los legisladores no podían regular el mercado de los derivados: los genios en Wall Street eran demasiado brillantes, sus modelos demasiado complejos, como para que los simples mortales le entendieran.

En 1991, Summers argumentó que en el tema de la economía ya no había debate: todas las respuestas ya fueron encontradas por hombres como él. Las leyes de la economía son como las leyes de la ingeniería, dijo. Un conjunto de leyes funciona en todos lados. Summers posteriormente planteó esas leyes como las tres aciones: privatización, estabilización y liberalización. Cierto tipo de ideas, explicó años más tarde en una entrevista para PBS, ya se volvieron demasiado pasadas de moda como para ser discutidas. Como la idea de que un enorme programa de gasto público es una manera de estimular la economía.


Y ése es el problema con Larry. A pesar de exhortar a verdades absolutas, se ha equivocado de modo espectacular una y otra vez. Se equivocó en no regular los derivados. Se equivocó cuando ayudó a matar las leyes bancarias de la era de la depresión, convirtiendo los bancos en monstruos de la beneficencia pública demasiado-grandes-como-para-fallar. Y hoy se sigue equivocando al ayudar a concebir trucos cada vez más complejos y gastar cada vez más dólares de los contribuyentes para mantener el casino financiero en marcha.

Se dice que el actual puesto de Summers podría ser una zona de pits, de camino al premio mayor: presidente de la Reserva Federal. Eso significa que podría llegar a maestro. Por favor, señor presidente: explote esta burbuja antes de que sea demasiado tarde.

AUTOR : Naomi Klein
FUENTE : LA JORNADA

Salir de las sombras

Servirá el plan de reforma financiera de la Administración de Obama para hacer lo que hay que hacer? Sí y no. Sí, el plan taparía algunos grandes agujeros en la regulación. Pero, tal y como lo han descrito, no pondría fin a esos incentivos distorsionados que han hecho que la crisis actual sea inevitable.

Empecemos por las buenas noticias. Nuestro sistema actual de regulación financiera data de una época en la que todo lo que funcionaba como un banco parecía un banco. Mientras que uno controlase los grandes edificios de mármol con sus filas de cajeros, uno tenía las cosas bastante bien atadas.

Pero hoy no hay que parecer un banco para ser un banco. Como lo ha expresado Tim Geithner, el secretario del Tesoro, en un discurso citado infinidad de veces que dio el verano pasado, la banca es cualquier cosa que conlleve la financiación de "activos a largo plazo, de riesgo y hasta cierto punto sin liquidez" con "responsabilidades a muy corto plazo". Dos buenos ejemplos: Bear Stearns y Lehman, que financiaron grandes inversiones en valores de alto riesgo, principalmente con préstamos a corto plazo.

Y como Geithner señalaba, en 2007 más de la mitad de la banca estadounidense, en este sentido, estaba en manos de un "sistema financiero paralelo" -otros lo llaman "banca en la sombra"- de instituciones que en gran medida no estaban reguladas. Como señalaba con tristeza, estos bancos que no son bancos eran "vulnerables a las típicas retiradas masivas de depósitos, pero sin las protecciones, como los seguros de depósitos, que el sistema bancario tiene establecidas para reducir esos riesgos".

Cuando Lehman cayó, nos dimos cuenta de lo vulnerable que era la banca en la sombra: una retirada generalizada de depósitos del sistema hizo que la economía mundial mordiese el polvo. Por eso, una de las cosas que la reforma financiera tiene que hacer es sacar de la sombra a los bancos que no son bancos.

El plan de Obama lo hace al otorgarle a la Reserva Federal el poder de regular cualquier gran institución financiera que juzgue "importante para el sistema" (es decir, capaz de causar estragos con su hundimiento), independientemente de que esa institución sea o no un banco tradicional. A esas instituciones se les exigiría que reservasen cantidades relativamente grandes de capital para cubrir posibles pérdidas, cantidades relativamente grandes de efectivo para cubrir posibles demandas de los acreedores, y así sucesivamente.

Y el Gobierno tendría autoridad para hacerse cargo de esas instituciones si diesen la impresión de ser insolventes; la clase de poder que la Corporación de Seguros del Depósito Federal ya tiene sobre los bancos tradicionales, pero que faltaba para instituciones como Lehman o A.I.G.

Buena idea. ¿Pero qué pasa con el problema más general de los excesos financieros? El discurso del presidente Obama en el que se esbozaba el plan financiero describía muy bien el problema. Wall Street ha desarrollado una "cultura de la irresponsabilidad", decía el presidente. Los prestamistas no se guardaban sus préstamos sino que, en vez de eso, los vendían baratos para que se reconvirtiesen en valores que, a su vez, eran vendidos a inversores que no comprendían lo que estaban comprando. "Mientras tanto", decía, "la compensación ejecutiva -sintiéndose libre de las ataduras del rendimiento a largo plazo o incluso de la realidad- recompensaba la imprudencia más que la responsabilidad".

Desgraciadamente, el plan, de la forma en que se ha publicado, no es consecuente con el diagnóstico. Es verdad que el nuevo Organismo de Protección Financiera al Consumidor propuesto ayudaría a controlar los préstamos abusivos. Y la propuesta de que a los prestamistas se les exija quedarse con el 5% de sus préstamos, en vez de venderlo todo para su reconversión, supondría cierto incentivo para prestar de forma responsable.

Pero el 5% no es suficiente para disuadir de gran parte de los préstamos de riesgo, dadas las enormes recompensas que reciben los ejecutivos financieros que ingresan beneficios a corto plazo. Así que ¿qué debe hacerse con esas recompensas?

De manera certera, el resumen ejecutivo que la Administración hace de sus propuestas destaca las "prácticas retributivas" como motivo clave de la crisis, pero luego no es capaz de aportar nada sobre la forma de enfrentarse a esas prácticas. La versión larga dice más cosas, pero lo que dice -"los reguladores federales deben ofrecer normas y directrices para que las prácticas de compensación a los ejecutivos de las empresas financieras estén más en consonancia con el valor a largo plazo para el accionista"- es una descripción de lo que debería pasar, más que un plan para hacer que pase.

Además, el plan dice muy pocas cosas sustanciales sobre la reforma de los organismos de calificación, cuya disposición a otorgar un sello de aprobación a valores turbios ha desempeñado un importante papel a la hora de organizar el lío en el que estamos.

En resumen, Obama tiene una visión clara de lo que ha funcionado mal pero, aparte de regular la banca en la sombra (lo que no es poco, a decir verdad) su plan básicamente le da un puntapié a la pregunta de cómo evitar que todo vuelva a repetirse, y deja las decisiones difíciles para futuros reguladores.

Soy consciente de las realidades políticas: conseguir que el Congreso apruebe una reforma financiera no será fácil. E, incluso tal como está, el plan de Obama sería mucho mejor que nada.

Pero para ser consecuente con su propio análisis, la Administración de Obama tiene que ser más dura con los organismos de calificación y, lo que es aún más importante, ser mucho más concreta en cuanto a reformar la manera en que se paga a los banqueros.


AUTOR : PAUL KRUGMAN
FUENTE : EL PAIS