domingo, 7 de marzo de 2010

El final de la reforma financiera


Esta es la situación. Hemos atravesado la segunda peor crisis financiera de la historia mundial y apenas hemos empezado a recuperarnos: 29 millones de estadounidenses no pueden encontrar trabajo, al menos no a tiempo completo. Sin embargo, el impulso de llevar a cabo una reforma bancaria seria se ha perdido. Ahora la pregunta, por lo visto, es si conseguiremos un proyecto de ley aguado o ninguno en absoluto. Y odio decir esto, pero la segunda opción empieza a parecer preferible.

El problema radica en el Senado, lo cual no es demasiado sorprendente, y principalmente, aunque no por entero, en los republicanos. La Cámara de Representantes ya ha aprobado un proyecto de reforma bastante drástico, más o menos en línea con lo propuesto por la Administración de Obama, y el Senado probablemente podría hacer lo mismo si funcionase según el principio de gobierno de la mayoría. Pero no es así, y cuando la oposición casi universal de los republicanos a una reforma seria se suma a la indecisión de algunos demócratas, el panorama es sombrío.

¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Y deberían los defensores de la reforma aceptar las concesiones que todavía podrían desembocar en algún tipo de proyecto de ley?

Muchos de los que se oponen a la versión de la reforma bancaria de la Cámara presentan su postura como una cuestión de principios. Los republicanos de la Cámara, cuando presentaron su propuesta alternativa, afirmaban que terminarían con los excesos bancarios introduciendo una "disciplina de mercado" (básicamente, prometiendo no rescatar a los bancos en el futuro).

Pero eso son imaginaciones. Por una parte, a la hora de la verdad, los Gobiernos siempre terminan rescatando a las instituciones financieras clave durante una crisis. Y de forma más general, depender de la magia del mercado para mantener los bancos a salvo siempre ha sido un camino hacia el desastre. Hasta Adam Smith lo sabía: puede que haya sido el padre de la economía de libre mercado, pero sostenía que la regulación bancaria era tan necesaria como los protocolos antiincendios en los edificios urbanos, y defendía una prohibición de los préstamos de alto riesgo y alto interés, la versión del siglo XVIII de las hipotecas subprime. Y la lección se ha visto confirmada una y otra vez, desde el pánico de 1873 hasta la Islandia actual.

Sospecho que hasta los republicanos, en el fondo, comprenden la necesidad de una reforma real. Pero su estrategia de oponerse a todo lo que proponga la Administración de Obama, unida al atractivo de los dólares del sector financiero -allá por diciembre, destacados dirigentes republicanos hicieron piña con los grupos de presión de los bancos para coordinar sus campañas antirreforma-, se ha impuesto sobre todos los demás argumentos.

Dicho esto, algunos republicanos podrían, sólo hipotéticamente, verse persuadidos para apoyar una versión muy debilitada de la reforma; en concreto, una que elimina un punto clave de las propuestas de la Administración de Obama: la creación de un organismo fuerte e independiente que proteja a los consumidores. ¿Deberían los demócratas aceptar semejante reforma aguada?

Yo opino que no. Hay ocasiones en que hasta una reforma enormemente imperfecta es mucho mejor que nada; éste es claramente el caso de la asistencia sanitaria. Pero la reforma financiera es diferente. Un proyecto de ley de asistencia sanitaria imperfecto puede revisarse a la luz de la experiencia, y si los demócratas consiguen que se apruebe el plan actual, habrá una presión constante para mejorarlo. Por el contrario, una reforma financiera débil no se vería puesta a prueba hasta la siguiente gran crisis. Todo lo que haría es generar una falsa sensación de seguridad y proporcionar una hoja de parra a los políticos que se oponen a cualquier medida seria; luego llegaría el batacazo.

Es mejor, por tanto, declararse a favor y poner a los enemigos de la reforma en evidencia. Y, faltaría más, hagamos hincapié en la polémica que ha despertado la propuesta de un organismo de protección financiera de los consumidores.

No cabe duda de que los consumidores necesitan una protección mucho mejor. El fallecido Edward Gramlich -un funcionario de la Reserva Federal que trató en vano de lograr que Alan Greenspan tomase medidas contra los préstamos nocivos- resumía perfectamente el razonamiento allá por 2007: "¿Por qué los productos crediticios más arriesgados se venden a los prestatarios menos sofisticados? La pregunta se responde por sí misma: los prestatarios menos sofisticados probablemente son embaucados para que acepten estos productos".

¿Es importante que esta protección la proporcione un organismo independiente? Debe de serlo, o los grupos de presión no estarían haciendo campaña con tanta insistencia para evitar la creación de dicho organismo.

Y no es difícil ver por qué. Algunos han sostenido que el trabajo de proteger a los consumidores puede y debe hacerlo la Reserva Federal, o bien -como se propone en una solución que en estos momentos parece improbable- una unidad integrada en el Departamento del Tesoro. Pero recuerden que, hace no mucho, Greenspan era el presidente de la Reserva Federal y John Snow era el secretario del Tesoro (ministro de Hacienda). Caso cerrado. El único modo de que los consumidores estén protegidos bajo los futuros Gobiernos antirregulación -y, créanme, dado el poder de los grupos de presión financieros, esos Gobiernos llegarán- es que haya un organismo cuya única razón de existir sea controlar los abusos bancarios.

En resumen, por tanto, es hora de decir "hasta aquí hemos llegado". Es mejor que no haya reforma, y que ello vaya unido a una campaña para nombrar y avergonzar a los culpables, que una reforma cosmética que simplemente encubra la falta de actuación.

AUTOR : PAUL KRUGMAN ; PREMIO NOBEL DE ECONOMIA 2008

FUENTE : EL PAIS

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