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domingo, 7 de marzo de 2010

Los peligros de la reducción del déficit


Una ola de austeridad fiscal se precipita sobre Europa y los Estados Unidos. La magnitud del déficit presupuestario -como la de la recesión- ha tomado a todos por sorpresa. Pero pese a las protestas de los antes defensores de la desregulación, que quisieran que el gobierno siguiera siendo pasivo, la mayoría de los economistas creen que el gasto público ha tenido un impacto positivo que ha ayudado a evitar otra Gran Depresión.

La mayoría de los economistas también coinciden en que es un error mirar solamente un lado de la hoja de balance (ya sea en el sector público o privado). Uno debe evitar fijarse solamente en las deudas de una empresa, también hay que ver sus activos. Esto debería servir para responder a los halcones del sector financiero quienes están dando la alarma sobre el gasto público. Después de todo, incluso los halcones del déficit reconocen que deberíamos concentrarnos en la deuda nacional de largo plazo y no en el déficit actual. El gasto, especialmente en inversión educativa, tecnológica y en infraestructura, puede realmente conducir a la disminución del déficit de largo plazo. La visión miope de los bancos contribuyó a crear la crisis; no podemos dejar que la visión miope del gobierno –empujado por el sector financiero- la prolongue.

Un crecimiento más acelerado y los rendimientos de la inversión pública producen mayores ingresos fiscales, y un rendimiento de entre 5% y 6% es más que suficiente para compensar los incrementos temporales de la deuda nacional. Un análisis de costo-beneficio (que tome en consideración otros impactos además de los del presupuesto) hace que esos gastos, incluso financiados con deuda, sean todavía más atractivos.

Finalmente, la mayoría de los economistas están de acuerdo en que, aparte de estas consideraciones, el tamaño adecuado del déficit depende en parte del estado de la economía. Una economía con poco dinamismo requiere de un déficit mayor, y el tamaño apropiado del déficit frente a la recesión depende de circunstancias precisas.

Es aquí donde difieren los economistas. Las previsiones son siempre difíciles, pero en especial en tiempos tan complicados. Lo que ha sucedido no es (por suerte) algo que ocurra todos los días; sería una tontería mirar las pesadas recuperaciones para predecir la actual.

En los Estados Unidos, por ejemplo, la morosidad y las ejecuciones hipotecarias están en niveles no vistos en tres cuartos de siglo; la disminución de crédito en 2009 fue la mayor desde 1942. Las comparaciones con la Gran Depresión también son engañosas porque hoy la economía es muy diferente en muchos sentidos. Y casi todos los llamados expertos han probado ser altamente falibles –muestra de ello son las sombrías previsiones de la Reserva Federal de los Estados Unidos previas a la crisis.

No obstante, incluso con déficit importantes, el crecimiento económico en los Estados Unidos y Europa es anémico, y las previsiones de crecimiento del sector privado indican que en ausencia de un apoyo continuo del gobierno, existe el riesgo de un estancamiento sostenido - que el crecimiento sea demasiado débil para que el empleo vuelva a sus niveles normales pronto.

Los riesgos son asimétricos: si estas previsiones son equivocadas y se da una recuperación más sólida, entonces por supuesto se pueden reducir los gastos y/o aumentar los impuestos. Pero si son correctas, entonces una "salida" prematura del gasto deficitario podría conducir nuevamente a la economía a la recesión. Esta es una de las lecciones que aprendimos de la experiencia de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. También es una de las lecciones de la experiencia de Japón a finales de los noventa.

Estos puntos son particularmente pertinentes para las economías más afectadas. Por ejemplo, el Reino Unido ha tenido más problemas que otros países por una razón obvia: tuvo una burbuja inmobiliaria (aunque menos grave que la de España) y las finanzas, que estuvieron en el epicentro de la crisis, desempeñaron un papel más importante en su economía que en la de otros países.

El hecho de que el Reino Unido haya tenido resultados más débiles no es resultado de políticas peores; en efecto, en comparación con los Estados Unidos, sus rescates bancarios y políticas para el mercado laboral fueron mucho mejores en varios sentidos. Evitó el enorme desperdicio de recursos humanos que acompaña al alto índice de desempleo en los Estados Unidos donde casi una de cada cinco personas que buscan un empleo de tiempo completo no lo encuentran.

A medida que la economía global vuelva a crecer, los gobiernos deberán preparar, evidentemente, planes para elevar los impuestos y recortar el gasto. Inevitablemente, el equilibrio adecuado será tema de controversia. Principios como el de que "es mejor gravar cosas malas que buenas" podrían sugerir el establecimiento de impuestos ambientales.

El sector financiero ha impuesto enormes externalidades sobre el resto de la sociedad. La industria financiera estadounidense contaminó al mundo con hipotecas tóxicas, y en consonancia con el principio del “que contamina paga”, se les deberían cobrar los impuestos. Además, los impuestos bien diseñados sobre el sector financiero podrían ayudar a aliviar los problemas causados por un excesivo apalancamiento y los bancos que son muy grandes como para fracasar. Los impuestos sobre las actividades especulativas podrían alentar a los bancos a poner más atención en su desempeño social primordial como institución de crédito.

En el largo plazo, la mayoría de los economistas coinciden en que los gobiernos, especialmente los de los países industrializados avanzados con poblaciones que envejecen, deberían estar preocupados por la creación de políticas sostenibles. Sin embargo, debemos estar atentos del fetichismo del déficit. El déficit para financiar la guerra o para asistir gratuitamente al sector financiero (como ocurrió en una escala masiva en los Estados Unidos) generó pasivos sin contar con los activos que los respaldaran, imponiendo una carga para las generaciones futuras. No obstante, las inversiones públicas de altos rendimientos que se pagan por sí solas por mucho pueden mejorar realmente el bienestar de dichas generaciones, y sería una tontería doble dejarles la carga de deudas correspondientes a gastos improductivos y después recortar las inversiones productivas.

Estas son las preguntas para más adelante –al menos en muchos países las perspectivas de una recuperación sólida son, en el mejor de los casos, para uno o dos años. Por el momento, la economía es clara: reducir el gasto público no es un riesgo que valga la pena tomar.

AUTOR : Joseph E. Stiglitz, ganador del Premio Nobel de Economía 2001, se desempeñó como Presidente del Consejo de Asesores Económicos de 1995 a 1997. Es autor del best-seller de reciente publicación, Caída libre: América, los mercados libres, y el hundimiento de la economía mundial.

FUENTE : PROJECT SYNDICATE

El final de la reforma financiera


Esta es la situación. Hemos atravesado la segunda peor crisis financiera de la historia mundial y apenas hemos empezado a recuperarnos: 29 millones de estadounidenses no pueden encontrar trabajo, al menos no a tiempo completo. Sin embargo, el impulso de llevar a cabo una reforma bancaria seria se ha perdido. Ahora la pregunta, por lo visto, es si conseguiremos un proyecto de ley aguado o ninguno en absoluto. Y odio decir esto, pero la segunda opción empieza a parecer preferible.

El problema radica en el Senado, lo cual no es demasiado sorprendente, y principalmente, aunque no por entero, en los republicanos. La Cámara de Representantes ya ha aprobado un proyecto de reforma bastante drástico, más o menos en línea con lo propuesto por la Administración de Obama, y el Senado probablemente podría hacer lo mismo si funcionase según el principio de gobierno de la mayoría. Pero no es así, y cuando la oposición casi universal de los republicanos a una reforma seria se suma a la indecisión de algunos demócratas, el panorama es sombrío.

¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Y deberían los defensores de la reforma aceptar las concesiones que todavía podrían desembocar en algún tipo de proyecto de ley?

Muchos de los que se oponen a la versión de la reforma bancaria de la Cámara presentan su postura como una cuestión de principios. Los republicanos de la Cámara, cuando presentaron su propuesta alternativa, afirmaban que terminarían con los excesos bancarios introduciendo una "disciplina de mercado" (básicamente, prometiendo no rescatar a los bancos en el futuro).

Pero eso son imaginaciones. Por una parte, a la hora de la verdad, los Gobiernos siempre terminan rescatando a las instituciones financieras clave durante una crisis. Y de forma más general, depender de la magia del mercado para mantener los bancos a salvo siempre ha sido un camino hacia el desastre. Hasta Adam Smith lo sabía: puede que haya sido el padre de la economía de libre mercado, pero sostenía que la regulación bancaria era tan necesaria como los protocolos antiincendios en los edificios urbanos, y defendía una prohibición de los préstamos de alto riesgo y alto interés, la versión del siglo XVIII de las hipotecas subprime. Y la lección se ha visto confirmada una y otra vez, desde el pánico de 1873 hasta la Islandia actual.

Sospecho que hasta los republicanos, en el fondo, comprenden la necesidad de una reforma real. Pero su estrategia de oponerse a todo lo que proponga la Administración de Obama, unida al atractivo de los dólares del sector financiero -allá por diciembre, destacados dirigentes republicanos hicieron piña con los grupos de presión de los bancos para coordinar sus campañas antirreforma-, se ha impuesto sobre todos los demás argumentos.

Dicho esto, algunos republicanos podrían, sólo hipotéticamente, verse persuadidos para apoyar una versión muy debilitada de la reforma; en concreto, una que elimina un punto clave de las propuestas de la Administración de Obama: la creación de un organismo fuerte e independiente que proteja a los consumidores. ¿Deberían los demócratas aceptar semejante reforma aguada?

Yo opino que no. Hay ocasiones en que hasta una reforma enormemente imperfecta es mucho mejor que nada; éste es claramente el caso de la asistencia sanitaria. Pero la reforma financiera es diferente. Un proyecto de ley de asistencia sanitaria imperfecto puede revisarse a la luz de la experiencia, y si los demócratas consiguen que se apruebe el plan actual, habrá una presión constante para mejorarlo. Por el contrario, una reforma financiera débil no se vería puesta a prueba hasta la siguiente gran crisis. Todo lo que haría es generar una falsa sensación de seguridad y proporcionar una hoja de parra a los políticos que se oponen a cualquier medida seria; luego llegaría el batacazo.

Es mejor, por tanto, declararse a favor y poner a los enemigos de la reforma en evidencia. Y, faltaría más, hagamos hincapié en la polémica que ha despertado la propuesta de un organismo de protección financiera de los consumidores.

No cabe duda de que los consumidores necesitan una protección mucho mejor. El fallecido Edward Gramlich -un funcionario de la Reserva Federal que trató en vano de lograr que Alan Greenspan tomase medidas contra los préstamos nocivos- resumía perfectamente el razonamiento allá por 2007: "¿Por qué los productos crediticios más arriesgados se venden a los prestatarios menos sofisticados? La pregunta se responde por sí misma: los prestatarios menos sofisticados probablemente son embaucados para que acepten estos productos".

¿Es importante que esta protección la proporcione un organismo independiente? Debe de serlo, o los grupos de presión no estarían haciendo campaña con tanta insistencia para evitar la creación de dicho organismo.

Y no es difícil ver por qué. Algunos han sostenido que el trabajo de proteger a los consumidores puede y debe hacerlo la Reserva Federal, o bien -como se propone en una solución que en estos momentos parece improbable- una unidad integrada en el Departamento del Tesoro. Pero recuerden que, hace no mucho, Greenspan era el presidente de la Reserva Federal y John Snow era el secretario del Tesoro (ministro de Hacienda). Caso cerrado. El único modo de que los consumidores estén protegidos bajo los futuros Gobiernos antirregulación -y, créanme, dado el poder de los grupos de presión financieros, esos Gobiernos llegarán- es que haya un organismo cuya única razón de existir sea controlar los abusos bancarios.

En resumen, por tanto, es hora de decir "hasta aquí hemos llegado". Es mejor que no haya reforma, y que ello vaya unido a una campaña para nombrar y avergonzar a los culpables, que una reforma cosmética que simplemente encubra la falta de actuación.

AUTOR : PAUL KRUGMAN ; PREMIO NOBEL DE ECONOMIA 2008

FUENTE : EL PAIS