El debate actual gira en torno a una cuestión básica: si ya hemos alcanzado el pico de la producción de petróleo o si ello no ocurrirá, como mínimo, hasta la próxima década. De una cosa no hay dudas: estamos pasando de una era basada en petróleo como principal fuente de energía a otra en la que una proporción cada vez mayor de los insumos energéticos provendrán de energías alternativas, sobre todo, de energías renovables derivadas del sol, el viento o las olas. Ahora bien: ajústense los cinturones, porque será un viaje turbulento y bajo condiciones extremas.
Sería ideal, naturalmente, si el paso del petróleo a sus sucesores más amigables en términos ecológicos se produjera suavemente, a través de un macro-sistema, bien coordinado e interconectado, de instalaciones de energía eólica, solar, mareomotriz, geotérmica y otras renovables. Desafortunadamente, es poco probable que esto ocurra. Lo más seguro es que antes atravesemos una era caracterizada por un excesivo recurso a las últimas y menos atractivas reservas de petróleo y carbón, así como a hidrocarburos “poco convencionales” pero altamente contaminantes, como las arenas bituminosas de Canadá y otras alternativas fósiles muy poco atractivas.
No hay dudas de que a Barack Obama y a varios miembros del Congreso les gustaría acelerar el salto de la dependencia del petróleo a otras alternativas no contaminantes. Como el propio presidente dijo en enero, “nos comprometemos con la búsqueda firme, centrada y pragmática de unos Estados Unidos libres de la dependencia [del petróleo] y dotados de un nuevo modelo energético y económico que ponga a trabajar a millones de nuestros conciudadanos”. Ciertamente, de los 787.000 millones de dólares del paquete de estímulos que firmó en el mes de febrero, 11.000 millones se destinaron a la modernización de la red eléctrica nacional, 14.000 millones a incentivos fiscales a las empresas que inviertan en energías renovables, 6.000 millones a programas estatales de mejora energética, y miles de millones más a investigación en materia de energías renovables. A estas medidas podrían sumársele otras similares en caso de que el Congreso apruebe el proyecto de ley sobre cambio climático. La versión del mismo que acaba de votar la Cámara de Representantes, por ejemplo, obliga a que en 2020 el 20% de la producción eléctrica de los Estados Unidos provenga de energías renovables.
Pero también hay malas noticias. Incluso si estas iniciativas prosperan, e inmediatamente se aprueban otras parecidas, todavía llevaría décadas reducir sustancialmente la dependencia estadounidense del petróleo y de otras energías contaminantes no renovables. Tal es nuestra demanda de energía y tan arraigados están los actuales sistemas de distribución de combustibles que consumimos que, salvo una sorpresa inesperada, lo que tenemos por delante son años en una tierra de nadie entre la era del petróleo y un eventual florecimiento de las energías renovables. A este ínterin podríamos llamarlo, por ponerle un nombre, era del exceso energético. Y lo más seguro es que, en todos los aspectos imaginables, desde los que tienen que ver con los precios hasta los vinculados al cambio climático, sean tiempos difíciles.
Es inútil engañarse pensando en que esta nueva y sombría era traerá consigo muchas más turbinas eólicas, placas solares y vehículos híbridos. Es posible que la mayoría de nuevos edificios vengan equipados con paneles solares y que se construyan más trenes ligeros. Pero lo más probable es que, en materia de transportes, nuestra civilización siga dependiendo en lo fundamental de aviones, barcos, camiones y coches movidos por petróleo. Y lo mismo puede aplicarse al carbón en relación con la energía eléctrica. Buena parte de las infraestructuras para la producción y distribución de energía permanecerán intactas, incluso aunque las actuales fuentes de petróleo, carbón y gas natural comiencen a agotarse. Todo ello tendrá una consecuencia: nos forzará a confiar en fuentes fósiles hasta ahora no exploradas, mucho menos deseables y con frecuencia bastante menos accesibles.
En las recientes proyecciones del Departamento de Energía sobre los niveles futuros de consumo energético en los Estados Unidos pueden verse algunos indicadores que anticipan esta combinación de combustibles en la nueva era. Según el Panorama Anual de la Energía para 2009 elaborado por el Departamento, se calcula que los Estados Unidos consumirán unos 114 cuatrillones de unidades termales británicas (UTB) de energía en 2030. De este total, un 37% provendrá del petróleo y otros líquidos disueltos en el petróleo; un 23% del carbón; un 22% del gas natural; un 8% de la energía nuclear; un 3% de la energía hidráulica y sólo un 7% de la energía eólica y solar, de la biomasa y de otras fuentes renovables.
Está claro que ninguno de estos datos permite prever un dramático abandono del petróleo y otros combustibles fósiles. Teniendo en cuenta la tendencia actual, el Departamento de Energía también prevé que incluso dentro de dos décadas, en 2030, el petróleo, el gas natural y el carbón aún representarán el 82% del consumo primario de energía en los Estados Unidos, sólo dos puntos menos que en 2009 (No es descartable, desde luego, que un cambio dramático en las prioridades nacionales e internacionales pueda conducir a un mayor crecimiento de las energías renovables en las próximas décadas. Pero a estas alturas, un escenario así es más una esperanza remota que un dato fiable).
Aunque los combustibles de origen fósil seguirán siendo dominantes en 2030, la naturaleza de algunos de ellos, y la manera de adquirirlos, experimentarán cambios profundos. Actualmente, la mayor parte de nuestro petróleo y de nuestro gas natural proviene de fuentes “convencionales”: vastas reservas subterráneas halladas en tierras o costas poco profundas y relativamente accesibles. Estas reservas se pueden explotar de manera sencilla con tecnología conocida, sobre todo a través de versiones más o menos modernas de los enormes pozos petroleros que se hicieron famosos con la película There Will be Blood (Pozos de ambición, en castellano), estrenada de 2007.
Como fuente de consumo global, sin embargo, la mayor parte de estos pozos están a punto de agotarse. Ello forzará a la industria energética a recurrir cada vez más a plataformas marinas que permitan buscar petróleo y gas a mayor profundidad, a arenas bituminosas, a petróleo y gas proveniente del Ártico y a gas extraído de rocas esquistosas a partir de técnicas altamente costosas y ambientalmente riesgosas.
Según el Departamento de Energía, en el año 2030 estas fuentes no convencionales proporcionarán el 13% de la oferta mundial de petróleo (en comparación con apenas un 4% en 2007). Una tendencia similar se señala en materia de gas natural, sobre todo en los Estados Unidos, donde se calcula que el porcentaje de energía proveniente de fuentes no convencionales pero no renovables crecerá de un 47% a un 56% en el mismo período.
La importancia de estas fuentes de aprovisionamiento es evidente para cualquiera que siga los periódicos especializados en el mercado de la industria petrolera o que simplemente lea de manera regular las páginas de negocios del Wall Street Journal. Al margen de ello, no se han dejado de anunciar grandes descubrimientos de nuevas reservas de gas y petróleo en sitios accesibles a las técnicas clásicas de perforación y conectados a mercados clave a través de tuberías o de rutas de comercialización ya existentes (o fuera de zonas de guerra activas, como Iraq, la región del Delta del Níger o Nigeria). Sin embargo, aunque los anuncios están ahí, prácticamente todos tienen que ver con reservas que se encuentran en el Ártico, en Siberia o en aguas muy profundas del Atlántico o del Golfo de México.
Hace poco, por ejemplo, la prensa anunció a bombo y platillo grandes descubrimientos en el Golfo de México y en las costas de Brasil que en principio permitirían dar algo de oxigeno suplementario a la era del petróleo. El 2 de septiembre, la petrolera BP (la ex British Petroleum) anunció que había encontrado un yacimiento gigantesco en el Golfo de México, a unos 400 kilómetros al sudeste de Houston. Se calcula que cuando de aquí a unos años comience la explotación, la prospección Tiber puede llegar a producir cientos de miles de barriles de crudo por día, lo que reforzaría el status de BP como gran productor en zonas marinas. “Esto es grandioso”, comentó Chris Ruppel, un alto analista en materia de energía del Execution LLC, un banco de inversiones de Londres. “Las mejoras tecnológicas nos están permitiendo liberar recursos que nadie había descubierto o que resultaban demasiado costosos de explotar desde un punto de vista económico”.
Con todo, si alguien concluyera que este yacimiento podría engrosar rápida o fácilmente los insumos de petróleo del país, se equivocaría por completo. Para comenzar, está situado a unos 10.600 metros de profundidad –más que la altura del Monte Everest, como apuntó un periodista del New York Times- y bastante por debajo del suelo del Golfo. Para llegar hasta el petróleo, los ingenieros de BP deberán perforar kilómetros de roca, sal y arena comprimida, y deberán recurrir para ello a un equipo muy costoso y sofisticado. Para poner las cosas aún más difíciles, Tiber se encuentra justo en medio de una zona del Golfo regularmente azotada por tormentas masivas y temporadas de huracanes. Cualquier perforadora, pues, que pretenda operar en la zona, deberá estar diseñada para resistir vientos y olas huracanados y para permanecer inactiva durante semanas cada vez que los operadores se vean forzados a evacuar la zona.
En el caso del yacimiento de Tupi, el otro gran descubrimiento de los últimos años, la situación es similar. Situado a unos 320 kilómetros al este de Río de Janeiro en las profundidades del Océano Atlántico, Tupi ha sido a menudo descrito como el más grande yacimiento de petróleo descubierto en 40 años. Se calcula que podría albergar entre 5.000 y 8.000 millones de barriles de petróleo recuperable, una cantidad que catapultaría a Brasil a la primera línea de productores de petróleo. Siempre, claro, que los brasileños pudieran superar su propia desalentadora lista de obstáculos: el yacimiento de Tipi tiene encima unos 2500 metros de agua de mar y unos 4.000 metros de roca, arena y sal. Para acceder a él hacen falta tecnologías de perforación novísimas y super-sofisticadas. El coste estimado de toda la operación rondaría entre los 70.000 y los 120.000 millones de dólares y exigiría años de dedicado esfuerzo.
Si se consideran los elevados costes potenciales que comporta la recuperación de ésta últimas reservas de petróleo, no sorprende que las arenas bituminosas de Canadá sean la otra gran baza que el negocio del petróleo está dispuesto a jugar. No se trata de petróleo en sentido convencional, sino de una mezcla de arcilla, arena, agua y bitume (una forma muy pesada y densa de petróleo) cuya extracción exige la utilización de técnicas de perforación propias de la minería y cuya utilización como combustible líquido utilizable requiere un intenso tratamiento previo. En realidad, el que las grandes empresas energéticas se hayan disputado a codazos la compra de licencias para minar bitumen en la región de Athabasca o en el norte de Alberta sólo se explica por su convencimiento de que el petróleo convencional y fácilmente accesible se está agotando.
El minado de arenas bituminosas y su conversión en combustibles líquidos utilizables es un proceso costoso y pleno de dificultades. La urgencia por recurrir a él, en realidad, dice bastante sobre el peculiar estado de dependencia energética en que nos encontramos. Los depósitos situados en la superficie pueden extraerse mediante minería a cielo abierto, pero los que se encuentran en zonas muy profundas del subsuelo exigen la utilización de vapor, primero, para separar el bitumen de la arena, y luego para extraer el bitumen. El proceso global consume enormes cantidades de agua y de gas natural (necesarios, precisamente, para convertir el agua en vapor). Una parte del agua utilizada proviene del propio yacimiento y se reaprovecha, pero una cantidad importante suele ir a dar a la red de abastecimiento de agua de Alberta del Norte, lo que ha generado el temor entre grupos ambientalistas acerca de una posible contaminación a gran escala.
A estos inconvenientes pueden sumárseles otros, como el intenso proceso de deforestación que la minería a cielo abierto implica o el alto consumo de un bien preciado como el gas natural requerido para extraer el bitumen. Sin embargo, la demanda de productos derivados del petróleo que nuestra civilización ha desarrollado es tal que el objetivo es que las arenas bituminosas generen unos 4,2 millones de barriles de combustible por día –tres veces la cantidad que producen hoy- en 2030, incluso si ello supone devastar zonas enteras de Alberta, consumir cantidades ingentes de gas natural, potenciar la contaminación extensiva y sabotear los esfuerzos de Canadá para disminuir sus emisiones de gases de efecto invernadero.
Al norte de Alberta es posible hallar otra fuente adicional de energía excesiva: gas y petróleo del Ártico. Si hace tiempo ya era difícil sobrevivir en la región, mucho menos se esperaba que produjera energía. Sin embargo, en la medida en que el calentamiento global ha facilitado a las empresas el acceso a las latitudes del Norte, el Ártico se ha convertido en objeto de una nueva fiebre petrolera. La compañía estatal noruega StatoilHydro gestiona actualmente el más importante yacimiento de gas natural del círculo ártico. Un sinnúmero de empresas de diferentes lugares del mundo, a su vez, tienen en mente realizar exploraciones en territorios árticos de Canadá, Groenlandia (administrados por Dinamarca), Rusia y los Estados Unidos. Hasta las perforaciones en las costas de Alaska podrían estar pronto a la orden del día.
No será sencillo, empero, obtener petróleo y gas natural del Ártico. Incluso si el calentamiento global eleva las temperaturas y reduce el espesor de la capa de hielo polar, las condiciones para la actividad petrolífera en invierno continuarán siendo en extremo complicadas y riesgosas. Las tormentas feroces y los cambios bruscos de temperaturas continuarán siendo moneda corriente. Todo ello supondrá un alto riesgo para cualquier grupo humano desprovisto de los correspondientes equipos de seguridad y un evidente obstáculo para el transporte de energía.
Nada de esto, en cualquier caso, ha conseguido disuadir a unas empresas que, ante el panorama de la inminente caída de los insumos petroleros, están totalmente dispuestas a zambullirse en aguas heladas. “Sin perjuicio de las condiciones adversas, el interés en las reservas de gas y de petróleo en el extremo norte no ha hecho sino aumentar”, constata Brian Baskin en el Wall Street Journal. “Prácticamente todos los productores ven el subsuelo del Ártico como la próxima gran fuente de recursos”. Lo que resulta cierto para el petróleo, lo es también para el gas natural y el carbón: la mayoría de los depósitos convencionales accesibles se están agotando rápidamente. Lo que queda son, básicamente, fuentes “no convencionales”.
Los productores estadounidenses de gas natural, por ejemplo, han registrado un significativo aumento de la producción local, lo que ha provocado una disminución de precios considerable. Según el Departamento de Energía, se calcula que la producción de gas de los Estados Unidos pasará de los 20 billones de pies cúbicos en 2009 a los 24 billones en 2030. Una auténtica bendición para los consumidores norteamericanos, cuya calefacción doméstica y cuya electricidad dependen en buena medida del gas natural. En todo caso, el propio Departamento de Estado ha señalado también que “la mayor contribución al crecimiento de la producción de gas natural en los Estados Unidos ha provenido del gas natural no convencional, ya que la subida de precios y las mejoras en las tecnologías de perforación han proporcionado los incentivos económicos necesarios para la explotación de recursos más costosos”.
La mayor parte del gas no convencional en los Estados Unidos se obtiene de arenas compactas, pero hay un porcentaje cada vez mayor que se extrae de rocas esquistosas a través de un proceso conocido como de fractura hidráulica. En virtud del mismo, se fuerza la entrada de agua en formaciones subterráneas de esquisto con el propósito de partir la roca y liberar el gas. Las cantidades de agua empleadas en este proceso son cuantiosas, y los ambientalistas temen que parte de la misma, lastrada de contaminantes, pueda acabar en las redes de suministro de agua potable. Por otro lado, hay muchas zonas en las que el agua como tal es un recurso escaso, de manera que la desviación de cantidades considerables para la extracción de gas bien puede disminuir las cantidades disponibles para agricultura, preservación del hábitat y consumo humano. Con todo, se calcula que la producción de gas proveniente de esquisto saltará de los dos billones de pies cúbicos anuales en 2009 a los cuatro billones en 2030.
El panorama en materia de carbón es más o menos similar. Muchos ambientalistas han denunciado la quema de carbón, ya que genera más gases de efecto invernadero por BTU producida que cualquier otro combustible fósil. No obstante, la industria nacional de la electricidad continúa recurriendo al carbón porque sigue siendo relativamente barato y disponible. Lo cierto, en todo caso, es que las fuentes más productivas de antracita y carbón bituminoso –las que contienen el mayor potencial de energía- están exhaustas. Por tanto, y al igual que ocurre con el petróleo, lo que queda son sólo las fuentes menos productivas y vastos depósitos de un carbón con bajo contenido bituminoso, muy poco atractivo y altamente contaminante, en la zona de Wyoming.
Para acceder a lo que resta del más valioso carbón bituminoso de los Apalaches, las compañías mineras recurren cada vez más a una técnica conocida como de remoción de la superficie de la montaña. John M. Broder, del New York Times, ha descrito este proceso como una “voladura de la superficie de las montañas en la que los restos de roca son arrojados a los valles y corrientes de agua”. No por casualidad, esta técnica ha sido fuertemente objetada por los ambientalistas y residentes de la zona rural de Kentucky del oeste de Virgina, cuyas fuentes de agua resultan amenazadas por el vertido de restos de roca, polvo y una variedad de contaminantes. En cambio, recibió el decidido apoyo de la Administración Bush, que en diciembre de 2008 aprobó una normativa que permitía ampliar extensivamente su uso. El Presidente Obama se ha comprometido a derogar esta normativa, pero para favorecer la utilización de “carbón limpio” como parte de una estrategia energética de transición. Queda por ver hasta donde podrá ceñir las bridas a la industria del carbón.
En definitiva: no nos engañemos. Estamos lejos de entrar (al menos todavía) a la tan proclamada era de las energías renovables. Ese día glorioso llegará, eventualmente. Pero no hasta avanzado el siglo y no sin que la búsqueda febril de viejas formas de energía haya causado una considerable cantidad de daño al planeta.
Mientras tanto, la era del exceso energético se caracterizará por una dependencia cada vez mayor de las fuentes menos accesibles y deseables de petróleo, carbón y gas natural. A lo largo de este período seguramente asistiremos a una intensa lucha en torno a las consecuencias ambientales del recurso a fuentes tan poco atractivas de energía. Las grandes empresas del petróleo y del carbón crecerán aún más, al tiempo que los relativamente moderados precios actuales del combustible y de la energía crecerán, principalmente como consecuencia de los elevados costes del proceso de extracción de petróleo, gas y carbón en áreas de difícil acceso.
Sólo hay una cosa, desafortunadamente, segura: la era del exceso energético acarreará intensas batallas geopolíticas por el control de las fuentes remanentes entre los mayores productores y consumidores de energía, como los Estados Unidos, China, la Unión Europea, Rusia, India y Japón. Rusia y Noruega, por ejemplo, ya tienen abierto un contencioso fronterizo en el mar de Barents, una promisoria fuente de gas natural en el extremo norte. China y Japón, por su parte, han tenido desencuentros similares en torno al Mar de China Oriental, un área que alberga otro gran yacimiento gasífero. Todos los países del Ártico –Canadá, Dinamarca, Noruega, Rusia y los Estados Unidos- han reclamado sus derechos sobre porciones muchas veces coincidentes del Océano Ártico, lo que ha generado inéditas disputas fronterizas en estas zonas ricas en energía.
Ninguna de estas disputas ha derivado aún en un conflicto violento, pero ya han tenido lugar algunos despliegues de buques y aviones de guerra y es posible que los ánimos se caldeen a medida que aumente la consciencia del valor de los recursos en juego. No hay que olvidar, al mismo tiempo, que de hecho ya existen algunos puntos calientes ligados a la lucha por la energía en Nigeria, Oriente Medio y la Cuenca del Caspio. En la era de los límites energéticos que se avecina, por fin, tampoco pueden descartarse conflictos en torno a las cada vez más apetecibles zonas en las que la energía es simplemente accesible.
Para muchos de nosotros, la vida en la era del exceso energético no será fácil. Los precios de la energía aumentarán, los peligros ambientales se multiplicarán, cantidades cada vez mayores de dióxido de carbono irán a parar a la atmósfera y el riesgo de conflictos crecerá. Sólo tenemos dos opciones para acortar esta complicada era y mitigar su impacto. Las dos son absolutamente obvias, lo cual, desafortunadamente, no hace más fácil su puesta en práctica: acelerar de manera drástica el desarrollo de fuentes de energía renovable y disminuir sensiblemente nuestra dependencia de los combustibles fósiles, reorganizando nuestras vidas y nuestra civilización de manera que tengamos que recurrir menos a ellos en todo lo que hagamos.
Puede que esto suene demasiado sencillo, pero intenten decírselo a los que gobiernan el mundo. A las grandes empresas de la energía. Lo último que hay que perder es la esperanza, y hay que trabajar por ello. Pero mientras tanto, mantengan ajustados los cinturones de seguridad. El viaje en montaña rusa está a punto de comenzar.
AUTOR : Michael T. Klare
FUENTE : SIN PERMISO
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