viernes, 2 de abril de 2010
La crisis sistémica y el decrecimiento como alternativa
Más allá de la reciente crisis financiera, el sistema económico capitalista se enfrenta a día de hoy a múltiples tipos de crisis que ponen de relieve el carácter sistémico de la crisis global. De entre las múltiples crisis hoy vigentes, la crisis ecológica, que aquí destacamos, podría ser la antesala de una crisis civilizatoria. El crecimiento económico ilimitado en un planeta finito se muestra aquí como su principal causa. El economicismo reinante en nuestras sociedades –en donde el crecimiento del Producto Interior Bruto de las distintas economías y el desarrollo tecnológico aparecen como las medicinas que todo lo curan– viene a ser como el árbol que no deja ver el bosque. Ante esta problemática ha surgido en los últimos años un concepto o eslogan, el del “decrecimiento”, del que cada vez se oye hablar más ante la aparente falta de alternativas prácticas al actual sistema económico capitalista. Sin embargo, a pesar del rechazo inicial que puede suponer el carácter negativo del término, en la medida en que nos acercamos más detalladamente a propuestas concretas del decrecimiento, podremos observar cómo en realidad confluyen en él diversas tradiciones de transformación radical del sistema. Cabría hacerse la pregunta de si será esta la bandera que logre unificar la amplia diversidad de los movimientos “antiglobalización” o “alterglobalizadores”.
En los albores del siglo XXI, pese a grandes ensoñaciones de un mundo sin guerras, sin contaminación, con un elevado desarrollo tecnológico que nos permitiría desplazarnos con nuestros vehículos privados por el aire o incluso mediante naves espaciales con las que podríamos viajar a otros planetas que hubiéramos colonizado, seguimos al contrario viviendo en un mundo en el que la violencia parece más bien algo inherente a nuestra propia naturaleza humana, que por otro lado está acabando con el resto de especies naturales del planeta y nuestra tecnología no sólo sigue sin resolvernos todos los problemas, sino que en ocasiones llega incluso a servir de factor multiplicador de muchos de ellos. En el mundo en el que hoy vivimos, asistimos más bien a una confluencia de múltiples tipos de crisis: crisis financiera (bancarrotas de grandes bancos y empresas); crisis económica (el paro y la caída del consumo); crisis ecológica (desastres medioambientales de todo tipo); crisis energética (aumento de los precios del petróleo); crisis alimentaria (aumento de los precios de los alimentos, desnutrición y hambrunas); crisis de los cuidados (inadecuada relación entre las diferentes esferas de la vida social –la mercantil, la socio-familiar, la pública– con especial repercusión en las mujeres procedentes de los sectores más desfavorecidos de la población); etc. Cabría por tanto preguntarse si no estamos a las puertas de una crisis mayor: la crisis de la civilización (o del sistema) capitalista. Esto es, de una crisis que afecta al conjunto de conocimientos y costumbres que constituyen la civilización de la que formamos parte, la cual cabe matizar que está enmarcada en un entramado político, social y económico global dominante que permite atribuirle a esta civilización el adjetivo de capitalista.
Lo que aquí nos interesa no es realizar una caracterización de los diversos tipos de crisis mencionados sino analizar los componentes esenciales de la crisis ecológica en la medida en que si la base material del mantenimiento de la vida humana sobre la tierra no es sostenible, parece bastante evidente que tampoco lo será el tipo de civilización causante de dicha insostenibilidad. En ese sentido consideramos que la cuestión ecológica es aquí central a la hora de saber si podría estarse produciendo una crisis de nuestro modelo de civilización. Veremos además que partiendo desde esta perspectiva podremos si no llegar al origen de los problemas causantes de las demás crisis antes señaladas, sí aproximarnos a entender algunos de los elementos que permiten o promueven su desenlace. Así mismo, daremos algunas pinceladas acerca de un concepto o eslogan que cada vez está adquiriendo más fuerza en el seno de los movimientos sociales y que podría ser la semilla de un nuevo paradigma que resulta cada vez más necesario: el decrecimiento.
La crisis ecológica como base de la crisis civilizatoria
La divulgación de la expresión crisis de civilización tiene su origen en la publicación de los primeros informes elaborados por el Club de Roma. Entre estos cabe destacar el informe acerca Los límites del crecimiento, que fue encargado por el Club de Roma a un grupo de investigadores del MIT (Massachussets Institute of Tecnology) a principios de la década de los años 70. En éste informe se alertaba sobre la imposibilidad de mantener el actual crecimiento exponencial de la población, la industrialización, la producción de medios de subsistencia, de la contaminación y del agotamiento de los recursos naturales. La conclusión a la que llegaron sus autores era que si la tendencia de estos crecimientos exponenciales se mantenía, la humanidad se toparía con los límites al crecimiento en el próximo siglo, salvo que se estableciera una estabilidad económica y ecológica sostenible que permitiera escapar al desastre (Meadows, D. et al., 1972).
El crecimiento exponencial se refiere por tanto al hecho de que cualquier cosa que crezca de forma continua en el tiempo siempre acabará duplicándose al cabo de un tiempo. Sin embargo suele utilizarse como dato el porcentaje al cual lo que estemos estudiando está creciendo, a pesar de que se entienda mejor el crecimiento de algo de forma continuada cuando se sabe cuándo se va a duplicar, más que cuando se sabe su tasa de crecimiento. Así, por ejemplo, solemos oír hablar de la tasa a la que está creciendo el Producto Interior Bruto (PIB). Imaginemos que nos dicen que la economía del país X (su PIB) está creciendo al 3 por ciento al año: esto significa que el tamaño de su economía, si mantiene este nivel de crecimiento de forma constante, será el doble dentro de 23 años. Una metáfora a la que se suele recurrir para explicar el crecimiento exponencial es la metáfora del nenúfar. Se trata de una persona que vive al lado de un lago junto al cual suele pasear a diario. Un día observa que ha crecido un nenúfar en uno de los extremos del lago. Al día siguiente son dos los nenúfares, cuatro al tercero, ocho al cuatro día, y así sucesivamente… Un día el paseante se sorprende de ver que los nenúfares han llegado a ocupar la mitad del lago, pero no se preocupa demasiado puesto que imagina que todavía tardarán un tiempo en llegar a cubrir todo el lago. La pregunta que cabe hacer aquí es: si el lago se llena el día 30, ¿Cuándo llega el paseante a verlo lleno hasta la mitad de nenúfares? La respuesta es el día 29. Esta metáfora trata simplemente de señalar en qué consiste el crecimiento exponencial y lo engañoso que puede llegar a ser.
En un planeta finito como en el que vivimos, parece por tanto evidente que no es sostenible que algo pueda crecer de forma continua, es decir, de forma exponencial. Nos hallamos pues ante un dilema: si los tamaños de nuestras economías, o el PIB mundial, siguen creciendo de forma continua, según muchos agravaremos la crisis ecológica ya existente, pudiendo llegar finalmente a la extinción de la humanidad; si la economía deja de crecer, tenemos un problema socioeconómico grave puesto que entramos en crisis y se pierden miles o incluso millones de puestos de trabajo con todas las consecuencias sociales negativas que ello genera. Ninguna de las dos opciones parece realmente deseable. Quizás deberíamos centrarnos en el análisis de uno de los dos problemas, y lo haremos con el de la crisis ecológica puesto que al otro ya se le ha dado muchas vueltas en el mundo de la economía. Pero, ¿en qué consiste la crisis ecológica? Lo primero que tendremos que ver aquí será sobre qué bases se sustenta la idea de crisis ecológica. Para ello nos detendremos aquí en tres asuntos esenciales que constituyen los problemas ecológicos globales más destacados: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, y el déficit ecológico global.
El progreso o crecimiento económico que se ha dado, especialmente en el mundo “desarrollado”, desde principio de la era industrial, especialmente desde mediados del siglo XX, ha corrido paralelamente al hecho de que los seres humanos hemos alterado la estructura y el funcionamiento de los ecosistemas del mundo de manera más rápida y generalizada que en ningún otro periodo de la historia de la humanidad. Una de las múltiples consecuencias ambientales de esta realidad es el cambio climático, el cual, según el último informe realizado por Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas, es ya una realidad insoslayable. La causa principal es bien conocida: la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) derivada de diversas actividades entre las cuales cabe destacar el uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas natural). El IPCC señala que para evitar que el cambio climático pueda llegar a generar consecuencias desastrosas para la humanidad, los países industrializados tendrían que reducir sus emisiones de GEI entre un 80% y un 95% de aquí a 2050. Sin embargo, desde que en 1992 se firmó el Protocolo de Kioto, en el que los firmantes se comprometían a reducir sus emisiones de GEI en torno a un 5% por debajo de las emisiones de 1990 para el periodo 2008-2012, las emisiones de GEI, especialmente las de CO2, no han hecho más que incrementarse, siendo prácticamente imposible el cumplimiento del compromiso de Kioto, que por otra parte es muy inferior a lo que exige en la actualidad (IPCC, 2007). Las noticias que nos llegan actualmente de las negociaciones en la Cumbre de Copenhague están bastante lejos de dar lugar a la esperanza. El crecimiento de las emisiones de CO2 ha sido además casi paralelo al crecimiento económico del último siglo. Sin embargo, hoy estamos pudiendo comprobar cómo con la crisis económica y la reducción de la producción y el consumo, estas emisiones se han reducido de forma notable…
En lo que se refiere a la pérdida de biodiversidad, son muchos los científicos que hablan hoy de que podríamos estar viviendo la sexta extinción de especies en la historia del planeta. Un indicador que nos permite observar dicha pérdida es el Índice Planeta Vivo, un indicador diseñado por la organización World Wildlife Fund (WWF) para realizar un seguimiento del estado de la biodiversidad mundial, mediante el cual se registran las tendencias en el tiempo de un gran número de poblaciones de especies. Este índice ha descendido un 35% sólo en los últimos 35 años (WWF, 2008). Muchos podrían pensar que sobran animales y que esta sólo es una cuestión sentimental con los animales. Sin embargo, cualquiera que sepa un poco acerca de cómo funcionan los ecosistemas entiende perfectamente que la pérdida de biodiversidad puede llegar a ser muy peligrosa para la superviviencia de un ecosistema, pues en su seno existe una auténtica interacción e interdependencia entre todas las especies que forman parte del mismo. En la medida en que estos sistemas son también esenciales para el mantenimiento de la vida humana en el planeta, pues nosotros también formamos parte de uno (que podríamos llamar ecosistema global o ecosfera), nos interesa que la biodiversidad no se reduzca, sino más bien al contrario: que incremente. Existe aquí un concepto clave en el estudio de los ecosistemas como sistemas complejos que son, que es el de resiliencia: esto es, la capacidad de uno de estos sistemas para volver a su equilibrio dinámico ante una perturbación externa. Bien, pues a mayor biodiversidad, existe mayor resiliencia. Por otra parte, no hay que olvidar que la biodiversidad es una especie de biblioteca genética mundial en el sentido de que miles de enfermedades se han resuelto gracias al descubrimiento de los códigos genéticos de diversas especies de plantas o animales. Así, en la medida en que hagamos desaparecer distintas especies, muchas de las cuales ni habremos llegado a descubrir, iremos dejando que desaparezcan muchos conocimientos que podrían resultar especialmente valiosos.
Por otra parte, un problema ecológico de carácter más general y que muestra la problemática ecológica de forma más visual es la cuestión del déficit ecológico global nos referimos a la diferencia entre huella ecológica de la humanidad y capacidad biológica o biocapacidad del planeta. La Huella Ecológica puede definirse, a nivel global, como “la demanda de la humanidad sobre la biosfera en términos del área de tierra y mar biológicamente productiva requerida para proporcionar los recursos que utilizamos y para absorber nuestros desechos”, pudiendo aplicarse esta definición a niveles regionales, locales, individuales, etc. Esta se mide en hectáreas, o también hectáreas globales (en el sentido de hectáreas de espacio bioproductivo global) cuando hablamos de Huella Ecológica por persona. El equivalente en términos de oferta sería el área bioproductiva total del espacio estudiado, también conocido como biocapacidad. Según los últimos datos de Huella Ecológica global publicados por el Informe planeta vivo 2008 (WWF, 2008), con fecha de 2005, la humanidad está ya tomando los recursos del planeta a un ritmo mayor al que estos se renuevan, puesto que dicha Huella Ecológica fue de 17.500 millones de hectáreas globales (hag), es decir 2,7 hag por persona (teniendo en cuenta la población mundial en 2005), mientras que la biocapacidad del planeta se calculaba en 13.600 millones de hag, esto es 2,1 hag por persona. Por lo tanto, volviendo a la metáfora del nenúfar, hoy estaríamos en el día treinta y uno... ¿Qué significa esto? Pues simplemente que estamos utilizando los recursos naturales a un ritmo mayor que el que se nos ofrecen por parte de la naturaleza. Es como gastar más dinero del que se tiene, solo que aquí la deuda (el déficit ecológico global) no se puede saldar, el embargo, por así decirlo, es automático: se paga en especie (nunca mejor dicho). Nuestras sociedades industriales están ya chocando de frente contra los límites biofísicos de nuestro planeta. Evidentemente el choque tampoco es uniforme: los países industrializados, desarrollados, ricos, o como se les quiera llamar, tienen una huella ecológica media por persona que supera con creces la biocapacidad media por persona a nivel global, mientras que en los demás países, generalmente del Sur, sus huella ni siquiera han alcanzado dicha biocapacidad en la gran mayoría de los casos. Así pues, si todo el mundo viviera como un español medio, se necesitaría un poco más de dos planetas y medio, y si fuera como un estadounidense medio, ¡necesitaríamos cuatro planetas y medio! Parece claro que nuestro nivel de vida no es generalizable a todas las personas que viven en el planeta.
El mito del crecimiento ilimitado como principal causa del problema
Si existe un referente del progreso en nuestras sociedades, dominadas por el economicismo, este es el Producto Interior Bruto (PIB), el cual mide la cantidad de bienes y servicios que se producen a lo largo de un año, lo cual a su vez es un indicador de las riquezas (o rentas) que se generan dicho territorio. Aparte del hecho de que este indicador no refleja como se distribuyen dichas riquezas, el PIB invisibiliza aspectos que son esenciales tanto para la propia economía como para la vida, como son los servicios ecosistémicos (fotosíntesis, ciclo del agua, del ozono, regulación del clima, etc.) y el trabajo no remunerado como es el trabajo doméstico, que por lo general es realizado por mujeres (ej.: parir, alimentar, educar, dar afecto, etc.). Mientras, por otra parte, se contabilizan ciertos “males” como riqueza (agotamiento de recursos y gastos compensatorios). Por ejemplo, no se descuenta del PIB la pérdida de patrimonio natural (ej: talar un bosque para papel da riqueza), y el hecho de que vaya más gente a los hospitales por enfermedades (por ejemplo como causa de la contaminación del aire) implica un incremento de servicios y por tanto del PIB. Lo mismo ocurre con una guerra o con los servicios de limpieza de una playa como consecuencia del hundimiento de un buque petrolero, como ocurrió con el Prestige en Galicia. Otros dos ejemplos paradigmáticos de la mala contabilidad que utilizamos como referente de progreso son lo casos de Sudán y Sri Lanka. Sudán, cuyo PIB se incrementó en un 23% entre 2003 y 2007 a pesar de que el conflicto de Darfur causó en dicho periodo la muerte de 400.000 personas, dos millones y medio de desplazados y 600.000 personas sufrieron hambre. En Sri Lanka, donde se produjo un gran tsunami en 2004 que causó alrededor de 36.000 muertes y la devastación de infraestructuras, así como el desplazamiento miles de personas, el crecimiento del PIB mantuvo también una dinámica positiva y elevada en el mismo periodo (Latouche, 2008). Parece por tanto lógico pensar que el crecimiento económico no tiene porque tener ninguna relación con nuestra felicidad o incluso con nuestro bienestar social. Uno de los indicadores esenciales de bienestar es el de la esperanza de vida: actualmente, la esperanza de vida es muy similar entre países tan distintos en términos económicos como Cuba, Costa Rica y Chile por un lado, y Estados Unidos, Irlanda y Noruega, habiendo una diferencia en sus PIB per cápita entre unos y otros de alrededor de 30.000 dólares (en términos de paridad de poder adquisitivo) (Jackson, 2009).
¿Y la tecnología?
Es normal que ante esta problemática muchos se pregunten acerca de si el crecimiento económico no nos ha permitido por otra parte desarrollar mejores tecnologías que nos permitan reducir la contaminación y hacer un uso más eficiente de los recursos. Este es de hecho el argumento fundamental de la economía convencional. Efectivamente, el crecimiento económico ha permitido que se desarrolle tecnologías mucho más limpias que las que utilizábamos anteriormente, generándose así una mayor eco-eficiencia en los procesos productivos. Sin embargo, si observamos la realidad en términos absolutos, veremos rápidamente que para muchos contaminantes, como el CO2, por mucho que se reduzca la emisión por unidad de PIB, las emisiones totales, así como sus concentraciones en la atmósfera no dejan de crecer. Este efecto, conocido como efecto rebote o paradoja de Jevons, según el cual la eficiencia en el uso de un recurso genera un incremento mayor del uso del mismo se viene analizando desde comienzos de la revolución industrial. El efecto rebote fue descrito por W.S Jevons, que estudió, a mediados del siglo XIX, cómo las diferentes innovaciones en las máquinas de vapor permitían un uso cada vez más eficiente del mismo a la vez que el consumo total de carbón aumentaba de forma exponencial. Este efecto puede aplicarse igualmente a la menor contaminación generada por cada unidad de producto. En este sentido, resulta interesante el ejemplo que Riechmann rescata de Lester Brown y otros (1992). “Como la historia de los dos decenios pasados prueba elocuentemente, señala, de nada sirve mejorar la eficiencia energética o el ahorro de materiales un 1% o un 2% anual, si el objetivo económico sigue siendo crecer un 3 ó 4% anual: el impacto devastador sobre la biosfera seguirá aumentando. Por ejemplo, no servirá de nada reducir a la mitad las emisiones contaminantes de cada automóvil individual si al mismo tiempo se duplica la distancia total recorrida por estos vehículos: esto es precisamente lo que ha sucedido en EEUU entre 1965 y 1990, y el ejemplo parece paradigmático” (Riechmann, 1998). Otra forma un poco menos sutil de resolver los problemas de contaminación que han permitido las tecnologías, sobre todo del transporte, ha sido el desplazamiento de buena parte de las emisiones contaminantes a países periféricos a los cuales se deslocalizan las primeras fases de la producción. Estas últimas, son, además de las más contaminantes, las que menos valor añadido generan, y por tanto las menos remuneradas. Esto permite vislumbrar algunas de las causas de las desigualdades Norte-Sur(Martínez-Alier, J. y Roca, J., 2001).
En definitiva, siempre se suele decir que la fe mueve montañas: pues eso viene a ser un poco lo que ha ocurrido con la tecnología. La fe en que con el progreso tecnológico resolveremos todos nuestros problemas es precisamente el motivo de que no actuemos yendo a la raíz de los problemas. Lo opuesto es precisamente lo que se pretende hacer desde el incipiente movimiento por el decrecimiento.
El decrecimiento como alternativa
El concepto de decrecimiento constituye un ariete contra la idea mitológica del crecimiento ilimitado que se mantiene vigente en nuestras sociedades. Constituye por otra parte una palabra que trata de romper con el ya desacreditado concepto de “desarrollo sostenible”, tanto por la retórica que con el mismo se suele hacer, como por el simple hecho de que este último está imbuido de la propia idea de crecimiento, que con la añadidura del adjetivo “sostenible” se intenta pintar de verde. Sin embargo, hasta un niño puede comprender fácilmente que en un medio finito, como es la Tierra, nada puede crecer materialmente de forma indefinida. Por otro lado, es un eslogan más provocativo que “detener el crecimiento” o “crecimiento cero”: se suele decir que el concepto de decrecimiento constituye una “palabra bomba” (Sempere, J., 2009). El simple hecho de que hoy en día se esté hablando cada vez más de ello está de hecho demostrando su efectividad… El contexto de una mayor visibilización en la actualidad de la crisis ecológica a colación de la crisis económico-financiera y de la evidencia del cambio climático ha sido en este sentido favorable. A su vez, son cada vez más los signos de que la mayor opulencia de las sociedades, lograda a través del crecimiento económico, tiene cada vez menos que ver con la felicidad de las personas que constituyen dichas sociedades.
La necesidad de crecer indefinidamente es consustancial al capitalismo, debido a la reducción del “valor” representado en la mercancía a medida que la tecnología sustituye la fuerza de trabajo humana que obliga a que la producción sea permanentemente incrementada (Jappe, A., 2009). Así pues, el decrecimiento en el sentido más literal de reducción de la producción (y por tanto del consumo), es incompatible con el capitalismo. El capitalismo constituye por tanto una huída hacia delante, a pesar de que lo que hay delante es un precipicio. Por ello vale la pena volver hacia atrás, pero no de cualquier forma: esto debe hacerse manteniendo todo aquello que sea rescatable entre lo que hayamos aprendido por el camino.
Por otra parte, a pesar de lo que se suele creer desde ciertos sectores de la izquierda tradicional, quienes defienden la idea del decrecimiento no reniegan de la denuncia por la injusta distribución de la riqueza que se produce en el seno del sistema capitalista, ni tampoco de las agresiones a los “derechos humanos” inherentes a su propia dinámica y a las relaciones de poder que lo sustentan, de la misma forma que el análisis decrecentista no se limita a la preocupación por el deterioro ecológico del planeta. Sí es cierto, no obstante, que pariendo de la crítica ecológica, subyace un análisis que se complementa muy bien con los anteriores problemas, y que permite comprender la inviabilidad de alcanzar ese “otro mundo posible” de forma sostenible, especialmente en todas sus vertientes social y ecológica, en el marco del capitalismo. El movimiento por el decrecimiento disiente por tanto profundamente de visión de parte del movimiento ecologista que defiende la vuelta a una senda de crecimiento con “tecnologías verdes”, así como de la visión de parte de la crítica heredera del marxismo que propone una gestión diferente de la sociedad industrial: el decrecimiento no es un “keynesianismo verde”, y mucho menos un “capitalismo verde” (entre otras cosas, porque como ya hemos comentado, es inviable).
El decrecimiento no sólo supone una crítica frontal al capitalismo, sino una ruptura directa con el productivismo (cuyas pulsiones también embaucaron a las experiencias conocidas por la denominación de “socialismo real”). Ello no implica una “vuelta a las cavernas”, sino simplemente un retorno a los límites físicos de nuestro planeta (rebasados hace un tiempo ya) de una forma social y ecológicamente sostenible. No hay que ocultar, sin embargo, que desde esta perspectiva son muchos los aspectos de las formas de vida tradicionales que cabría recobrar, pero no de forma acrítica e infantil, sino de forma inteligente, al igual que el decrecimiento no implica una ruptura con todo lo que hayamos aprendido desde que la huella ecológica de la humanidad superó la biocapacidad del planeta. Simplemente, se rechaza la esperanza ciega de que surja una tecnología mágica que resuelva todos nuestros problemas. Se prefiere más bien repensar si realmente todo desarrollo tecnológico ha sido positivo para la humanidad, o si al contrario, buena parte del mismo no ha sido el causante de muchos de los problemas que acechan a la misma.
No obstante, el decrecimiento no se propone como una receta ni se plantea como una doctrina cerrada, más bien aspira a la confluencia de diversas tradiciones de transformación radical del sistema (Mosangini, G., 2009). El esquema de transición decrecentista se ubica en tres esferas: la individual, la colectiva y la del cambio político. En lo que a la persona se refiere, ideas como la simplicidad voluntaria, la autoproducción o la reducción de la dependencia del mercado son elementos esenciales y que se oponen frontalmente a la sociedad de consumo. Como seres sociales que somos los humanos, lo individual no puede disociarse de lo colectivo, en donde la autogestión y la autoorganización resultan fundamentales en el planteamiento de iniciativas alternativas como son las cooperativas de producción y las de consumo, los sistemas de intercambio no mercantil, etc.
Finalmente, si todo ello no es acompañado por un cambio político, todas esas iniciativas individuales y colectivas quedarán como reductos marginales y a la larga estarán abocados a desaparecer. Cabe por tanto aquí rescatar y reivindicar múltiples propuestas políticas formuladas desde diversos ámbitos: reducción y reparto del tiempo de trabajo; redistribución de las riquezas (política de salarios máximos; renta mínima como ciudadano (renta básica); banca pública; incremento de la transparencia de la información que atañe a los ciudadanos (información real y comparada sobre los niveles de contaminación y sus consecuencias; cambio de indicadores-referente como el PIB por otros que reflejen mejor la calidad de vida y el bienestar); incremento de la participación colectiva en la toma de decisiones desde lo local; limitación de la publicidad (e instrumentalización con el fin de fomentar la autolimitación y la responsabilidad frente al consumismo desenfrenado); relocalización de la producción (limitar el comercio a larga distancia) y retoma de la agroecología (frente a la actual agricultura tecnificada híper-dependiente del petróleo); rediseño de las ciudades (políticas urbanísticas) conforme a criterios de sostenibilidad medioambiental, en especial en lo que atañe a la movilidad; fomento de tecnologías limpias (basadas en energías renovables); fomento de la prevención frente a la reparación; reconversión de los sectores más contaminantes (aumento de la industria del reciclaje, aprovechamiento de las plantas de fabricación de automóviles para la fabricación de sistemas de cogeneración eléctrica, sustitución de la construcción por la reforma y el mantenimiento inmobiliario, eliminación del uso de sustancias tóxicas en la industria química, lo cual favorecería a todo un tejido industrial basado en la química verde, etc.). Y todo ello debe necesariamente de un fomento de la reducción del consumo en general mediante políticas de gestión de la demanda, incentivos al ahorro, penalización del despilfarro, etc. En definitiva: el decrecimiento no tiene porque significar recesión ni regresión. Es el abandono del objetivo único del crecimiento por el crecimiento y sus consecuencias desastrosas para las personas y el medio ambiente. Se trata finalmente de evitar un decrecimiento forzoso e inequitativo, al que el capitalismo nos está llevando de cabeza, construyendo entre todos y todas un decrecimiento equitativo y socialmente sostenible.
¿Es el decrecimiento por tanto un movimiento anticapitalista revolucionario? La respuesta es que en la medida en que por ello entendamos el hecho de defender la necesidad de una transformación radical de nuestra sociedad y una ruptura con las estructuras establecidas, desde luego que sí. Pero podríamos decir, como lo haría Carlos Taibo (2009) que se trata también de un movimiento de gentes tranquilas que de forma pacífica manifiestan una necesidad de que su felicidad no se reduzca a valores mercantiles.
Bibliografía
IPCC, 2007. Cambio climático 2007: Informe de síntesis. IPCC, Ginebra, Suiza, 104 págs.
JACKSON, T., 2009. Prosperity without growth?, 2009
JAPPE, A., 2009. Entrevista en la Revista El Viejo Topo, Julio-Agosto 2009, n258-259.
LATOUCHE, 2008. La apuesta por el decrecimiento. Icaria. Barcelona
MARTÍNEZ ALIER, J. Y ROCA, J., 2001. Economía Ecológica y Política Ambiental, Fondo de Cultura Económica, Méjico D.F.
MEADOWS, D. H., MEADOWS, D. L. RANDERS, J. y BEHRENS, W., 1972. The Limits to Growth. New York: Universe Books.
MOSANGINI, G. 2009. Entrevista en la Revista El Viejo Topo, Julio-Agosto 2009, n258-259.
RIECHMANN, J. (coord.), 1998. Necesitar, desear, vivir. Sobre necesidades, desarrollo humano, crecimiento económico y sustentabilidad. Ed. Los Libros de la Catarata, Madrid.
SEMPERE, J., 2009. Entrevista en la Revista El Viejo Topo, Julio-Agosto 2009, n258-259.
TAIBO, C. 2009. En defensa del decrecimiento. Ed. Los Libros de la Catarata.
WWF, 2008. Informe Planeta Vivo 2008. WWF Internacional.
AUTOR : JOSE BELIER SOROA
FUENTE : ECONOMIA CRITICA Y CRITICA DE LA ECONOMIA
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