El pasado 14 de mayo el IBEX-35 sufrió una caída del 6,6%, una de las mayores de su historia y la mayor desde octubre de 2008. La bajada tuvo repercusiones en otras bolsas europeas, en el coste de la deuda española y en el propio euro. La razón de esta tremenda sacudida, inesperada para aquellos que confiaban en que el plan de ajuste del gobierno PSOE tranquilizaría temporalmente al mundo financiero, radicó en los datos de evolución de los precios, publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) a primera hora del mismo día 14. Según esos datos, la inflación subyacente en el Estado español (los precios de todos los productos excepto la energía y los alimentos frescos) se colocó en terreno negativo por primera vez desde que se creó este índice en 1986. Y a pesar de que la caída interanual fue de sólo un 0,1%, el temor a que este dato fuese la primera señal del inicio de un proceso deflacionista fue suficiente para extender la alarma entre los inversores.
A primera vista, puede parecer paradójico que la previsión de una bajada de los precios generalizada y sostenida en el tiempo (que eso es lo que significa deflación) pudiese ser tan negativa. Durante años a los trabajadores nos han impuesto recortes y congelaciones salariales, políticas de contención del gasto social, endurecimiento en el acceso a las prestaciones de la Seguridad Social, y todo tipo de sacrificios, en nombre de la sagrada lucha contra la inflación. De modo que podría parecer razonable que, una vez que la inflación ha sido derrotada, la época de sacrificios llegarse a su fin, y que podríamos volver a los tiempos de crecimiento salarial real y de ampliación de nuestros derechos.
Pues nada de eso va a ocurrir. Cerrada la época de sacrificios en nombre de la lucha contra la inflación, se vislumbra una nueva etapa de sacrificios, aún más duros, en nombre de la lucha contra la deflación. Por eso debemos preguntarnos ¿qué riesgos reales implica la deflación, y a quién afecta y por qué?
La deflación en tiempos de crisis del capitalismo
El pánico ante la deflación no se produce en un momento cualquiera, sino en medio de la crisis más profunda del capitalismo desde los años 30 del siglo XX. En estas condiciones, una bajada de precios tendría el efecto inmediato de erosionar los ingresos nominales de las empresas. Por sí mismo esto no sería necesariamente negativo: la bajada de precios también alcanzaría a los costes de producción, e incluso los bienes fabricados en el Estado español serían más competitivos en el mercado mundial. Las bajadas de precios estimularían el consumo e incrementarían por tanto la demanda interna, ayudando a dar salida al stock de mercancías invendidas que se acumulan en los almacenes de las empresas y movilizando la capacidad productiva que permanece ociosa o infrautilizada.
Pero el factor que convierte a la deflación en un fenómeno devastador es su impacto sobre las empresas y los particulares cuando están fuertemente endeudados, como ocurre actualmente, ya que el boom económico iniciado en los años 90 se apoyó en una expansión del crédito sin precedentes, muy especialmente en el segmento hipotecario y en la financiación a las empresas, que llegaron a crecer durante años a tasas interanuales cercanas al 30%.
Pero las deudas tienen la característica de ser totalmente inflexibles frente a la deflación. Mientras los precios bajan, provocando el recorte tanto de los ingresos de las empresas como de los salarios de los trabajadores, el nominal de la deuda se mantiene inamovible. Y así, mes a mes, el peso real de la deuda aumenta, provocando los mismos efectos que una subida continuada de los tipos de interés. En el caso de las familias, una proporción cada vez mayor del salario se dedica al pago de las letras bancarias, minorando así la capacidad real de consumo; y en el caso de las empresas, los menores ingresos nominales cubren cada vez en menor proporción sus costes financieros.
El resultado de este proceso es doble. Por un lado las empresas ven erosionarse sus márgenes y en consecuencia deciden no invertir, agravando de esta manera la crisis. Y por otra parte, al disminuir la capacidad de devolución de créditos, los bancos se enfrentan a una morosidad creciente y se ven obligados a aumentar sus provisiones, agudizando la escasez de crédito. De este modo, una vez iniciada una espiral deflacionista resulta muy difícil escapar de ella, como está demostrando el caso de Japón.
La deflación en Japón
Las tres últimas décadas de la economía japonesa son un buen ejemplo práctico de cómo se gesta una espiral deflacionista y las consecuencias que conlleva.
Japón experimentó durante los años 80 una expansión económica colosal, que gracias a las facilidades crediticias otorgadas por el Banco de Central de Japón dio lugar a una doble burbuja inmobiliaria y bursátil, en un proceso extraordinariamente parecido al boom del capitalismo en Europa y USA en los últimos años.
Y de forma similar a lo que ocurriría en 2007, a finales de 1990 la economía japonesa colapsó. Siguieron años de estancamiento hasta que, tras un primer aviso en 1995, la deflación se apoderó de la economía japonesa en 1999 y no desapareció hasta finales de 2005, cuando ya habían transcurrido casi 3 años de tímida recuperación económica. Sin embargo, el peligro de deflación no había sido conjurado. En marzo de 2009 la deflación surgió de nuevo y se mantiene hasta el día de hoy. En diciembre de 2009, inmediatamente después de la finalización de un gigantesco plan de estímulo, y como si quisiese demostrar la inutilidad de las gigantescas inyecciones de dinero público para hacer frente a las crisis cíclicas del capitalismo, la deflación alcanzó un record histórico: una caída de precios del 1,2% en el mes, la mayor desde que se inició en Japón el registro estadístico de los precios.
¿Tiene consecuencias la deflación?
En las condiciones actuales de la economía española, la deflación tendría el efecto inmediato de provocar una recaída en la recesión, y esa fue la causa de la conmoción entre los inversores y de la caída de las bolsas.
Además, en estas circunstancias atacar el poder de compra de los trabajadores del sector público y de los jubilados no parece una medida muy inteligente, ya que al deprimir bruscamente la demanda interna puede agudizar el riesgo de deflación.
Pero los costes de una espiral deflacionista no serían iguales para todos. Directamente, a causa del incremento del paro, de los despidos masivos y del cierre de empresas, o indirectamente por el recorte de las pensiones y las prestaciones sociales, los trabajadores seguiremos cargando con el peso de la crisis. Pero la burguesía ya ha empezado a tomar medidas ante la perspectiva de deflación, orientando aún más sus inversiones hacia el sector financiero, y muy especialmente hacia el mercado de la deuda pública, para sacar aún mayor beneficio del endeudamiento de los estados. De este modo, para blindarse frente a las fluctuaciones de los precios de las mercancías, los bancos y empresas sientan las bases para una prolongación de la crisis, pero, eso sí, se aseguran de que sus beneficios seguirán batiendo récord año tras año.
Esta situación es una nueva demostración de la profunda irracionalidad del sistema capitalista y del callejón sin salida que este sistema caduco ofrece a los trabajadores. Suban los precios o bajen, el futuro para los trabajadores será siempre el de soportar sacrificios. Esta situación contrasta con la capacidad que tendría una economía socialista para, a través de la planificación de la economía y del control obrero en las empresas, convertir de forma inmediata las mejoras de productividad en una reducción del precio de los productos, o en una reducción del tiempo de trabajo necesario para satisfacer las necesidades sociales.
A primera vista, puede parecer paradójico que la previsión de una bajada de los precios generalizada y sostenida en el tiempo (que eso es lo que significa deflación) pudiese ser tan negativa. Durante años a los trabajadores nos han impuesto recortes y congelaciones salariales, políticas de contención del gasto social, endurecimiento en el acceso a las prestaciones de la Seguridad Social, y todo tipo de sacrificios, en nombre de la sagrada lucha contra la inflación. De modo que podría parecer razonable que, una vez que la inflación ha sido derrotada, la época de sacrificios llegarse a su fin, y que podríamos volver a los tiempos de crecimiento salarial real y de ampliación de nuestros derechos.
Pues nada de eso va a ocurrir. Cerrada la época de sacrificios en nombre de la lucha contra la inflación, se vislumbra una nueva etapa de sacrificios, aún más duros, en nombre de la lucha contra la deflación. Por eso debemos preguntarnos ¿qué riesgos reales implica la deflación, y a quién afecta y por qué?
La deflación en tiempos de crisis del capitalismo
El pánico ante la deflación no se produce en un momento cualquiera, sino en medio de la crisis más profunda del capitalismo desde los años 30 del siglo XX. En estas condiciones, una bajada de precios tendría el efecto inmediato de erosionar los ingresos nominales de las empresas. Por sí mismo esto no sería necesariamente negativo: la bajada de precios también alcanzaría a los costes de producción, e incluso los bienes fabricados en el Estado español serían más competitivos en el mercado mundial. Las bajadas de precios estimularían el consumo e incrementarían por tanto la demanda interna, ayudando a dar salida al stock de mercancías invendidas que se acumulan en los almacenes de las empresas y movilizando la capacidad productiva que permanece ociosa o infrautilizada.
Pero el factor que convierte a la deflación en un fenómeno devastador es su impacto sobre las empresas y los particulares cuando están fuertemente endeudados, como ocurre actualmente, ya que el boom económico iniciado en los años 90 se apoyó en una expansión del crédito sin precedentes, muy especialmente en el segmento hipotecario y en la financiación a las empresas, que llegaron a crecer durante años a tasas interanuales cercanas al 30%.
Pero las deudas tienen la característica de ser totalmente inflexibles frente a la deflación. Mientras los precios bajan, provocando el recorte tanto de los ingresos de las empresas como de los salarios de los trabajadores, el nominal de la deuda se mantiene inamovible. Y así, mes a mes, el peso real de la deuda aumenta, provocando los mismos efectos que una subida continuada de los tipos de interés. En el caso de las familias, una proporción cada vez mayor del salario se dedica al pago de las letras bancarias, minorando así la capacidad real de consumo; y en el caso de las empresas, los menores ingresos nominales cubren cada vez en menor proporción sus costes financieros.
El resultado de este proceso es doble. Por un lado las empresas ven erosionarse sus márgenes y en consecuencia deciden no invertir, agravando de esta manera la crisis. Y por otra parte, al disminuir la capacidad de devolución de créditos, los bancos se enfrentan a una morosidad creciente y se ven obligados a aumentar sus provisiones, agudizando la escasez de crédito. De este modo, una vez iniciada una espiral deflacionista resulta muy difícil escapar de ella, como está demostrando el caso de Japón.
La deflación en Japón
Las tres últimas décadas de la economía japonesa son un buen ejemplo práctico de cómo se gesta una espiral deflacionista y las consecuencias que conlleva.
Japón experimentó durante los años 80 una expansión económica colosal, que gracias a las facilidades crediticias otorgadas por el Banco de Central de Japón dio lugar a una doble burbuja inmobiliaria y bursátil, en un proceso extraordinariamente parecido al boom del capitalismo en Europa y USA en los últimos años.
Y de forma similar a lo que ocurriría en 2007, a finales de 1990 la economía japonesa colapsó. Siguieron años de estancamiento hasta que, tras un primer aviso en 1995, la deflación se apoderó de la economía japonesa en 1999 y no desapareció hasta finales de 2005, cuando ya habían transcurrido casi 3 años de tímida recuperación económica. Sin embargo, el peligro de deflación no había sido conjurado. En marzo de 2009 la deflación surgió de nuevo y se mantiene hasta el día de hoy. En diciembre de 2009, inmediatamente después de la finalización de un gigantesco plan de estímulo, y como si quisiese demostrar la inutilidad de las gigantescas inyecciones de dinero público para hacer frente a las crisis cíclicas del capitalismo, la deflación alcanzó un record histórico: una caída de precios del 1,2% en el mes, la mayor desde que se inició en Japón el registro estadístico de los precios.
¿Tiene consecuencias la deflación?
En las condiciones actuales de la economía española, la deflación tendría el efecto inmediato de provocar una recaída en la recesión, y esa fue la causa de la conmoción entre los inversores y de la caída de las bolsas.
Además, en estas circunstancias atacar el poder de compra de los trabajadores del sector público y de los jubilados no parece una medida muy inteligente, ya que al deprimir bruscamente la demanda interna puede agudizar el riesgo de deflación.
Pero los costes de una espiral deflacionista no serían iguales para todos. Directamente, a causa del incremento del paro, de los despidos masivos y del cierre de empresas, o indirectamente por el recorte de las pensiones y las prestaciones sociales, los trabajadores seguiremos cargando con el peso de la crisis. Pero la burguesía ya ha empezado a tomar medidas ante la perspectiva de deflación, orientando aún más sus inversiones hacia el sector financiero, y muy especialmente hacia el mercado de la deuda pública, para sacar aún mayor beneficio del endeudamiento de los estados. De este modo, para blindarse frente a las fluctuaciones de los precios de las mercancías, los bancos y empresas sientan las bases para una prolongación de la crisis, pero, eso sí, se aseguran de que sus beneficios seguirán batiendo récord año tras año.
Esta situación es una nueva demostración de la profunda irracionalidad del sistema capitalista y del callejón sin salida que este sistema caduco ofrece a los trabajadores. Suban los precios o bajen, el futuro para los trabajadores será siempre el de soportar sacrificios. Esta situación contrasta con la capacidad que tendría una economía socialista para, a través de la planificación de la economía y del control obrero en las empresas, convertir de forma inmediata las mejoras de productividad en una reducción del precio de los productos, o en una reducción del tiempo de trabajo necesario para satisfacer las necesidades sociales.
FUENTE : EL MILITANTE
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