domingo, 12 de diciembre de 2010

Alternativas a la austeridad


Después de la Gran Recesión, los países se han quedado con déficits sin precedentes en tiempos de paz y con preocupaciones crecientes por sus deudas nacionales, que van en aumento. En muchos países lo anterior está conduciendo a una nueva ronda de austeridad -políticas que con seguridad producirán una economía nacional y global menos dinámica y una desaceleración sustancial en el ritmo de la recuperación-. Aquellos que esperan que los déficits se reduzcan significativamente quedarán profundamente decepcionados porque la desaceleración económica presionará a la baja los ingresos fiscales y aumentará las demandas de seguro de desempleo y otros beneficios sociales.
Los esfuerzos para frenar el crecimiento de la deuda sirven para pensar cuidadosamente -obliga a los países a enfocarse en las prioridades y a evaluar los valores-. Es improbable que en el corto plazo EE UU realice grandes recortes al presupuesto al estilo de Reino Unido. Sin embargo, el pronóstico de largo plazo -que es especialmente alarmante por la incapacidad de la reforma del sistema de salud para reducir los costes médicos- es lo suficientemente sombrío que existe un creciente esfuerzo bipartidista para hacer algo. El presidente Barack Obama ha nombrado una comisión bipartidista de reducción del déficit, cuyos presidentes presentaron algunos avances de lo que sería su informe final.
Técnicamente, reducir el déficit es un asunto simple: se deben recortar los gastos o aumentar los impuestos. Sin embargo, es evidente que el programa de reducción del déficit, al menos en EE UU, va más allá. Es un intento de debilitar la protección social, reducir el carácter progresivo del sistema fiscal y recortar la intervención y tamaño del Estado -todo ello sin afectar intereses, como los del sector militar industrial.
En EE UU (y en otros países avanzados), cualquier programa de reducción del déficit tiene que establecerse acorde con lo que ha sucedido en la última década:
- Un aumento masivo del gasto de defensa impulsado por dos guerras inútiles, pero que va más allá.
- Un aumento de las desigualdades, en el que el 1% reúne más del 20% de la renta nacional, acompañado de una clase media en declive -el ingreso familiar estadounidense ha caído más del 5% en la última década y estaba reduciéndose incluso antes de la recesión.
- Una inversión insuficiente en el sector público, incluidas las infraestructuras, puso de manifiesto de forma dramática el colapso de los diques en Nueva Orleans. Y
- El crecimiento de los apoyos corporativos, desde los rescates bancarios y los subsidios hasta el etanol y a la agricultura, aunque la OMC ha constatado que esos subsidios son legales.
Como resultado, es relativamente fácil formular un paquete de reducción del déficit que fomente la eficiencia, impulse el crecimiento y reduzca la desigualdad. Se necesitan cinco ingredientes principales. Primero, debe haber un aumento de las inversiones públicas de alto rendimiento. Incluso si esto amplía el déficit en el corto plazo, a largo plazo la deuda nacional se reducirá. ¿Qué empresa no aprovecharía oportunidades de inversión con rendimientos superiores al 10% si pudiera obtener crédito -como lo puede hacer el Gobierno estadounidense- con un interés inferior al 3%?
Segundo, se deben recortar los gastos militares, no solo los fondos para guerras inútiles, sino también para las armas que no funcionan contra enemigos inexistentes. Seguimos actuando como si la guerra fría nunca hubiera finalizado, gastando tanto en defensa como el resto del mundo en su conjunto.
Lo anterior es necesario para eliminar los apoyos corporativos. A pesar de que EE UU ha despojado a los ciudadanos de su red de seguridad, ha fortalecido la red de seguridad de las empresas, lo que ha quedado evidenciado claramente en la Gran Recesión con los rescates de
AIG, Goldman Sachs y otros bancos. Los apoyos a las empresas representan casi la mitad del ingreso total en algunos sectores de la agroindustria estadounidense; por ejemplo, se conceden miles de millones de dólares en subsidios al algodón a unos cuantos agricultores ricos, mientras que los precios bajan y hay una pobreza creciente entre sus competidores del mundo en desarrollo.
Además, se da un trato en una forma especialmente notoria a las empresas farmacéuticas. Incluso cuando el Gobierno es el comprador más grande de sus productos, no puede negociar precios, fomentando así un incremento significativo en los ingresos corporativos -y en los costes del Gobierno- que se acerca al billón de dólares en la última década.
Otro ejemplo es la gran variedad de beneficios especiales previstos para el sector energético, especialmente el petróleo y el gas, con lo que simultáneamente se roba al Tesoro, se distorsiona la asignación de recursos y se destruye el medio ambiente. Después están las dádivas de recursos nacionales que no parecen tener fin: desde el espectro gratuito que se ofrece a los medios audiovisuales, pasando por las rebajas impositivas a las empresas mineras, hasta los subsidios a las compañías madereras.
También es necesario crear un sistema fiscal más eficiente y justo mediante la eliminación del tratamiento especial a las ganancias del capital y los dividendos. ¿Por qué aquellos que trabajan para vivir tienen que estar sujetos a impuestos más altos que los que viven de la especulación (a menudo a expensas de los demás)?
Finalmente, con más del 20% de los ingresos totales que se concentran en el 1% de los que más ganan, un pequeño aumento del 5%, por decir, en los impuestos cobrados efectivamente, recaudaría más de un billón de dólares en una década.
Un paquete de reducción del déficit diseñado según estas directrices satisfaría las demandas incluso de los halcones del déficit. Aumentaría la eficiencia, promovería el crecimiento y mejoraría el medio ambiente y beneficiaría a los trabajadores de la clase media.
Solo hay un problema: no beneficiaría a los que están arriba, o a los intereses especiales corporativos y a otros que han venido dominando el diseño de las políticas en EE UU. Su lógica convincente es precisamente la razón por la que hay pocas probabilidades de que dicha propuesta razonable se pueda adoptar.

AUTOR  :  Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía 2001 y catedrático de la Universidad de Columbia.

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