Por Dani Rodrik *
Tal vez la conclusión más notable del recientemente publicado Informe sobre Desarrollo Humano, que cumple su vigésimo aniversario, sean los sorprendentes resultados de los países musulmanes del Medio Oriente y el norte de África. Túnez figuraba en el sexto lugar de 135 países en términos de mejoras de su Índice de Desarrollo Humano (IDH) en las cuatro décadas previas, por encima de Malasia, Hong Kong, México y la India. Egipto no estaba muy lejos, en el decimocuarto lugar.
El IDH es una medida del desarrollo que refleja los logros en educación y salud junto con el crecimiento económico. Egipto y (especialmente) Túnez tuvieron buenos resultados en lo que se refiere al crecimiento, pero donde realmente destacaron fue en esos indicadores más amplios. La expectativa de vida en Túnez, que es de 74 años, supera la de Hungría y Estonia, países que tienen el doble de su riqueza. Alrededor del 69% de los niños egipcios van a la escuela, una proporción que igual a la de Malasia, cuya riqueza es mucho mayor. Es evidente que estos eran Estados que no dejaron de proveer servicios sociales o de distribuir ampliamente los beneficios del crecimiento económico.
Con todo, al final eso no importó. Los pueblos de Túnez y Egipto estaban, parafraseando a Howard Beale, furiosos con sus gobiernos y ya no estaban dispuestos a tolerarlos. Si Zine El Abidine Ben Ali en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto esperaban obtener popularidad política como recompensa por los avances económicos, se deben haber llevado una gran decepción.
Así pues, una de las lecciones del annus mirabilis árabe es que una buena economía no necesariamente significa siempre una buena política; los dos aspectos pueden no coincidir durante bastante tiempo. Es cierto que casi todos los países ricos del mundo son democracias. No obstante, una política democrática no es condición necesaria ni suficiente para el desarrollo económico a lo largo de varias décadas.
A pesar de los avances económicos que obtuvieron, Túnez y Egipto y muchos otros países del Medio Oriente siguieron siendo países autoritarios gobernados por un grupo reducido de amigos, donde proliferaban la corrupción, el clientelismo y el nepotismo. La clasificación de estos países en términos de libertad política y corrupción contrasta marcadamente con la que ocupan en materia de indicadores del desarrollo.
Freedom House informó antes de la Revolución de Jazmín que en Túnez “las autoridades siguen acosando, deteniendo y encarcelando a periodistas y blogers, activistas de derechos humanos y opositores políticos al gobierno”. En el estudio sobre corrupción de 2009 de Transparencia Internacional, el gobierno egipcio ocupaba el lugar 111 de 180 países.
Y, por supuesto, lo contrario también se cumple: la India ha sido democrática desde su independencia en 1947 y, sin embargo, el país no logró superar su baja “tasa hindú de crecimiento” sino hasta principios de los ochenta.
Una segunda lección es que el crecimiento económico acelerado no garantiza la estabilidad política por sí solo, a menos que también se permita que las instituciones políticas crezcan y maduren rápidamente. De hecho, el crecimiento económico mismo genera movilización social y económica, una fuente fundamental de inestabilidad política.
Como el finado científico político Samuel Huntington dijo hace más de 40 años, “el cambio social y económico –la urbanización, el aumento de la alfabetización y la educación, la industrialización, la expansión de los medios masivos de comunicación– aumenta la conciencia política, multiplica las demandas políticas, amplía la participación política”. Si se añaden a esa ecuación los medios sociales como Twitter y Facebook, las fuerzas desestabilizadoras que el cambio económico acelerado pone en movimiento pueden ser avasalladoras.
Estas fuerzas se hacen más potentes cuando la diferencia entre la movilización social y la calidad de las instituciones políticas aumenta. Cuando las instituciones políticas de un país son maduras, responden a las demandas de abajo mediante una combinación de acuerdos, respuestas y representación. Cuando no están lo suficientemente desarrolladas, cierran la puerta a esas demandas con la esperanza de que desaparezcan – o de que las mejoras económicas sean suficientes para aplacarlas.
Los acontecimientos en el Medio Oriente ponen de manifiesto la fragilidad del segundo modelo. Los manifestantes en Túnez o El Cairo no protestaban por la falta de oportunidades económicas o la insuficiencia de los servicios sociales. Se rebelaban contra un régimen político que para ellos era miope, arbitrario y corrupto y no les daba una voz suficiente.
No es necesario que un régimen político que pueda hacer frente a esas presiones sea democrático en el sentido occidental del término. Es posible imaginar sistemas políticos capaces de responder que no operen mediante elecciones libres y la competencia entre partidos políticos. Algunos señalarían a Omán o Singapur como ejemplos de regímenes autoritarios que son duraderos ante un crecimiento económico acelerado. Tal vez así sea, pero el tipo de sistema político que ha demostrado su valía a largo plazo es el que se asocia con las democracias occidentales.
Esto nos lleva a hablar de China. En el punto más álgido de las protestas egipcias, los internautas chinos que buscaban los términos “Egipto” o “Cairo” recibían mensajes que decían que no se habían encontrado resultados. Evidentemente el gobierno chino no quería que sus ciudadanos leyeran acerca de las manifestaciones en Egipto y empezaran a tener ideas equivocadas. Puesto que el recuerdo del movimiento de la Plaza Tiananmen siempre está presente, los líderes chinos están decididos a impedir que se repita.
Por supuesto, China no es Túnez o Egipto. El gobierno chino ha llevado a cabo experimentos de democracia local y ha hecho esfuerzos decididos para atacar la corrupción. No obstante, las protestas se han extendido durante la última década. En 2005, el último año en el que el gobierno chino dio a conocer estas estadísticas, hubo 87,000 casos de "incidentes de masas súbitos", lo que indica que la tasa ha aumentado desde entonces. Los disidentes desafían la supremacía del Partido Comunista por su cuenta y riesgo.
La apuesta de los líderes chinos es que un rápido aumento de las condiciones de vida y las oportunidades de empleo mantendrá bajo control las tensiones sociales y políticas en ebullición. Por eso está tan decidido a lograr un crecimiento económico anual del 8% o más –la cifra mágica que considera que moderará los conflictos sociales.
No obstante, Egipto y Túnez acaban de enviar un mensaje aleccionador a China y otros regímenes autoritarios del mundo: no cuenten con que el progreso económico los mantendrá eternamente en el poder.
Profesor de Economía Política de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard *
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