Por Dean Baker *
Al conmemorar el 100 aniversario del nacimiento de Ronald Reagan, su legado más importante ha pasado por alto. Reagan ayudó a poner una caricatura de la política en el centro del debate nacional y aún permanece ahí. En esa caricatura de Reagan la división central entre progresistas y conservadores consiste en que los primeros confían en el gobierno para tomar las decisiones clave sobre la producción y distribución, mientras que los conservadores confían en que las tome el mercado.
Este marco del debate es una ventaja para la derecha ya que la gente, especialmente en los Estados Unidos, tiende a desconfiar de un gobierno demasiado poderoso. También les gusta la idea de dejar las decisiones importantes al funcionamiento aparentemente natural del mercado.
Por tanto, es comprensible que a la derecha le guste encuadrar su agenda de esta guisa. Sin embargo, dado que la derecha no tiene una confianza mayor con el mercado que la izquierda, es increíble que los progresistas sean tan tontos que acepten este planteamiento.
En realidad, la derecha usa al gobierno permanentemente para conseguir sus intereses mediante el establecimiento de reglas que redistribuyen la renta hacia arriba. Mientras los progresistas ignoran las reglas que están diseñadas para redistribuir la renta hacia arriba, estarán luchando por migajas. No hay forma que las intervenciones del gobierno inviertan un mercado amañado. Por alguna razón, la mayoría de las personas que forma parte del debate nacional que se considera a sí propia como progresistas parecen no comprender este hecho.
Para mostrar el ejemplo más obvio, la lucha contra la inflación ha sido vista como el santo grial de los bancos centrales; una política que se supone debe estar al margen del terreno del debate político normal. Si lo analizamos más cuidadosamente, observaremos que la lucha contra la inflación emprendida por la Reserva Federal y otros bancos centrales es en realidad una política diseñada para asegurar que los salarios de los trabajadores comunes no crezcan demasiado rápidamente.
Cuando los bancos centrales suben los tipos de interés para controlar la inflación, los presidentes de Goldman Sachs y JP Morgan no salen a la calle. La gente que pierde el trabajo son trabajadores fabriles, empleados de almacén y otros trabajadores menos favorecidos. El aumento del paro entre el grupo de los trabajadores menos cualificados mantiene bajos sus salarios.
En otras palabras, controlar la inflación consiste en asegurarse que los salarios de los trabajadores menos cualificados no crecerán en relación a los más cualificados. Y los bancos centrales tienen licencia para mangonear como gusten en este sentido.
Increíblemente, la gran mayoría de progresistas secunda estas restricciones del banco central. Acepta la noción absurda de que esta redistribución hacia arriba de los bancos centrales es simplemente política monetaria apolítica y está de acuerdo con no criticar al banco central. De forma práctica, no hay nada que el Congreso pueda hacer plausiblemente de cara a una redistribución hacia abajo que compense la redistribución hacia arriba de los ajustes de la Reserva Federal.
Esa no es la única palanca que los progresistas está felices de librar a los conservadores. El tipo de cambio tiene un enorme impacto en los salarios relativos de los trabajadores que han sido sometidos a la competencia internacional mediante la política comercial. Si el dólar está sobrevaluado en un 20-30 por ciento con respecto a otras monedas, eso significa dar un subsidio de esta magnitud a los productores extranjeros con respecto a los nacionales.
Los médicos y los abogados son los suficientemente listos para saber que esta suerte de competencia rebajará sus salarios y rentas. Por ello mantienen fuertes barreras que les protegen de estar sujetos a la competencia internacional como lo están los trabajadores del textil y de la automoción.
Desgraciadamente, la gente que representa a los trabajadores comunes erra en la comprensión de esta simple idea. Por lo tanto, la política de los tipos de cambio raramente tiene un lugar destacado en los debates políticos, a pesar de que es otra imponente causa de la redistribución hacia arriba de la renta que hemos visto a lo largo de las últimas tres décadas.
De forma similar, la política de patentes y de derechos de autor encierra grandes áreas de la economía en monopolios asignados a grandes corporaciones e individuos ricos. Los EEUU gastan ahora más del 2 por ciento del PIB, 300.000 millones de dólares al año, en los medicamentos recetados que podrían costar menos de una décima parte de esta cantidad si fueran vendidas en un mercado competitivo. Los 270.000 millones de dólares entregados a las compañías farmacéuticas cada año a través de las patentes otorgadas por el gobierno a los monopolios es cinco veces mayor que lo que estaba en juego con los recortes fiscales de Bush para los ricos. Sin embargo, aquí también los progresistas ignoran en gran medida la política de derechos de autor y patentes.
Las batallas que entretienen las energías de los progresistas son casi invariablemente triviales en su impacto en comparación con estos tres fulcros de la economía. En efecto, los conservadores han logrado hacerse con el control de las palancas más importantes de la actividad económica, y han dejado que los progresistas se peleen por las migajas en la esfera política.
Sería muy difícil desafiar el control político de la derecha sobre estas palancas, pero el primer escalón es simplemente reconocerlas. Desgraciadamente, hay entre los progresistas muy poca apreciación sobre su importancia. En cambio, tenemos grandes histrionismos acerca de políticas que realmente no tienen mucho impacto, incluso si están equivocadas.
Parece que los progresistas han tomado el compromiso de ser los Washington Generals (un equipo de baloncesto que realiza exhibiciones. NdT) de la política nacional. Las políticas que han conducido a la más masiva redistribución hacia arriba de la renta en la historia del mundo no son objeto de una gran respuesta, mientras que en vez de eso luchamos de forma inacabable contra los recortes Reagan-Bush de las tasas impositivas a los ricos.
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