Por Marshall Auerback *
Analistas económicos más respetados de los EEUU, es miembro consejero del Instituto Franklin y Eleanor Roosevelt, en donde colabora con el proyecto de política económica alternativa new deal. 2.0.*
Si creemos que los bancos privados sólo están esperando que los reguladores públicos se quiten de en medio, nos equivocaremos gravemente en el diseño de nuestras políticas económicas.
Los bancos tendrán probablemente demasiado dinero líquido hacia 2019 por culpa de las reglas de Basilea III para la banca global: eso sostuvo el ejecutivo en jefe de la UBS AG [la Unión Bancaria Suiza S.A.] Oswald Grübel el pasado martes. “En los próximos 10 años, a finales de 2019, tendremos bancos sobrecapitalizados, con exceso de liquidez”, dijo ante una audiencia compuesta de hombres de negocios en una convención. “Sin embargo, eso significa también que no habrá demasiado crecimiento”. El señor Grübel reflexionaba sobre los cambios en el equilibrio global de poder y en las posibles consecuencias de esos cambios. El alto dirigente financiero dijo que la banca de inversión podría terminar desplazándose a EEUU y a Asia, si el Reino Unido y Suiza siguen exigiendo fondos de capital propio cada vez mayores. Pero el principio económico básico sigue siendo el mismo: “el poder va adonde está el dinero”, dijo.
Todo eso se condice estupendamente con la falacia, según la cual los bancos son básicamente solventes y serían capaces de aumentar el crédito, si todos esos malditos reguladores públicos se quitaran de en medio. Como bien ha argüido James Galbraith, toda esta gente cree que el problema de la banca se reduce al de alguna que otra cañería obstruida. Un poco de disolvente en forma de ayudas y garantías públicas bastaría para reflotar el crédito. El grueso de los grandes bancos no serían insolventes, se dice, sino que tendrían más bien un problema temporal de liquidez generado por el mal funcionamiento de los mercados financieros. Con el tiempo, los mecanismos de mercado restaurarán el verdadero valor, harto más alto, de los activos “heredados”. Y una vez que los bancos recobren la salud, la economía se recuperará.
Absurdo. Las cargas de la deuda privada siguen siendo demasiado altas, el empleo sigue cayendo, y siguen en aumento la morosidad y los desahucios. Los activos están sobrevalorados, aun a los deprimidos precios actuales. Muchas entidades financieras (entre las que probablemente se incluyen las más grandes) son insolventes sin esperanza, tenedoras de muchedumbres de deshechos tóxicos que jamás valdrán nada.
Así pues, ¿por qué afanarnos en poner por obra políticas que no hacen otra cosa que mantener una economía fundada en el crédito? Quienes en el mundo toman decisiones políticas siguen alimentando por doquiera la ficción de que se trata sólo de un problema de falta de liquidez temporal, y no, como es la verdad, de un problema de excesivo apalancamiento, de excesivo endeudamiento y de unos activos heredados increíblemente sobrevalorados, basados en unos escenarios económicos que nunca volverán. Dadas las erradas premisas de que parten quienes toman decisiones políticas en los EEUU, en el Reino Unido y en la eurozona en punto a lidiar con el apalancamiento de las entidades financieras, resulta obvio que los problemas seguirán enquistándose, si los gobiernos no cambian su curso de acción. Lo que redundará en una restricción de la capacidad de recuperación económica mundial, trayendo consigo una miríada de “décadas pérdidas” de estilo japonés por todo el planeta.
Todo el boom económico de los últimos 25 años se basó en la desregulación financiera, el fraude masivo y una inmensa acumulación de deuda privada, consecuencia de una política fiscal incapaz de generar pleno empleo e ingresos crecientes. El crecimiento se basó en el préstamo a las familias y en la persistencia de tendencias de ahorro negativo (es decir, en el gasto déficit de las familias). Por consiguiente, un buen punto de partida para los esfuerzos de recuperación sería cambiar este método de crecimiento económico: promover el empleo, en vez de capitular ante los cantos de sirena de unos banqueros, cuya falta de escrúpulos nos ha metido de lleno en este lío.
En un mundo mucho más sano, nos veríamos ya arrastrados de lleno por el impulso de una ciclópea inversión pública, por el estilo de la que se dio con ocasión de la carrera espacial o del Proyecto Manhattan, para hacer progresar nuevas tecnologías energéticas por la vía de ampliar la producción y la innovación y rebajar así los costes por unidad. Habría también un esfuerzo concertado para suministrar las nuevas infraestructuras que se necesitan. (Después de todo, las autopistas se construyeron, en parte, por razones de defensa nacional, y los ferrocarriles y los canales fueron parcialmente subsidiados con dinero público.) Pero con las ingentes cantidades de dinero destinadas a las campañas electorales, no puede confiarse en que tamaño esfuerzo público pueda llegar a recibir apoyos significativos, tampoco de una ciudadanía fragmentada a fuerza de convertida en una colección de consumidores ansiosos. Los fundamentalistas de la austeridad en el déficit no acaban de comprender que el déficit presupuestario es esencial para el crecimiento económico estable, si la contribución de las exportaciones netas –la diferencia entre exportaciones e importaciones— no basta a sostener la demanda interna cuando lo que busca el sector privado interno es ahorrar.
Es necesario poner fin a estas políticas económicas ridículas. No sólo necesitamos un incremento substancial de la supervisión y la regulación del sector financiero, sino que tenemos que frenar en seco las prácticas que generaron en primera instancia esta crisis. Abandonados a su propia inercia para enfrentarse a los presentes problemas, lo que conseguirán los mecanismos de mercado es empujar a los ejecutivos y a los propietarios de entidades financieras insolventes a ampliar sus pérdidas y a embarcarse en una contabilidad aún más fraudulenta, lo que ineluctablemente traerá consigo un colapso todavía mayor.
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