Por PAUL KRUGMAN *
El desempleo es un azote terrible en gran parte del mundo occidental. Casi 14 millones de estadounidenses están sin trabajo y varios millones más tienen que conformarse con empleos a tiempo parcial o trabajos en los que no pueden hacer uso de sus capacidades. Algunos países europeos lo tienen todavía peor: el 21% de los trabajadores españoles están en paro.
Y la situación tampoco da muestras de mejorar rápidamente. Esta es una tragedia permanente y, en un mundo racional, poner fin a esta tragedia sería nuestra principal prioridad económica.
Pero algo extraño ha pasado con el debate político: a ambos lados del Atlántico ha surgido un consenso entre los que manejan los hilos sobre que no se puede ni se debe hacer nada respecto al empleo. En lugar de la determinación de hacer algo respecto al incesante sufrimiento y despilfarro económico, uno ve un sinfín de excusas para la inacción, disfrazadas con el lenguaje de la prudencia y la responsabilidad.
Así que alguien tiene que decir lo evidente: inventar razones para no hacer que los parados vuelvan a trabajar no es ni prudente ni responsable. Es más bien una grotesca renuncia a la responsabilidad.
¿A qué clase de excusas me refiero? Bueno, piensen en la publicación, la semana pasada, del último informe sobre previsiones económicas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. La OCDE es, esencialmente, un comité intergubernamental de expertos; aunque no tiene capacidad directa para dictar medidas, lo que dice es un reflejo de las creencias generalizadas entre la élite política europea.
Así que, ¿qué tenía la OCDE que decir sobre el alto paro en sus países miembros? "El margen de maniobra de las políticas macroeconómicas para abordar estos complejos desafíos se ha agotado en su mayoría", declaraba el secretario general de la organización, que instaba a los países a "volverse estructurales" (es decir, a centrarse en reformas a largo plazo que tendrían poco impacto en la actual situación del empleo).
¿Y cómo sabemos que no hay margen para que las políticas hagan que los parados vuelvan a trabajar? El secretario general no lo dijo, y el informe en sí no propone en ningún momento posibles soluciones para la crisis del empleo. Todo lo que hace es subrayar los riesgos que, desde su punto de vista, entraña cualquier alejamiento de la ortodoxia política.
Pero entonces, ¿quién está hablando en serio sobre la creación de empleo ahora mismo? El Partido Republicano no, a menos que cuenten sus llamamientos rituales en favor de las bajadas de impuestos y la liberalización. El Gobierno de Obama tampoco, porque prácticamente dio carpetazo al asunto hace un año y medio.
El hecho de que nadie que esté en el poder hable sobre el empleo no significa, sin embargo, que no pueda hacerse nada.
Tengan en cuenta que los desempleados no están en paro porque no quieran trabajar, o porque les falte la cualificación necesaria. No hay nada de malo en nuestros trabajadores; recuerden que hace solo cuatro años la tasa de paro estaba por debajo del 5%.
El núcleo de nuestro problema económico lo constituye en realidad la deuda -principalmente la deuda hipotecaria- que las familias asumieron durante los años de la burbuja de la última década. Ahora que la burbuja ha estallado, esa deuda está actuando como un lastre del que no consigue librarse la economía, impidiendo cualquier recuperación real del empleo. Y una vez que uno cae en la cuenta de que el problema es la sobrecarga de deuda privada, se percata de que hay algunas cosas que se podrían hacer al respecto.
Por ejemplo, podríamos hacer que programas como los de la Administración para el Progreso del Trabajo pusiesen a trabajar a los parados haciendo cosas útiles como reparar carreteras (lo cual, al aumentar los ingresos, también facilitaría que las familias devolviesen lo que deben). Podríamos tener un programa serio de modificación de hipotecas, para reducir las deudas de los propietarios de viviendas en apuros. Podríamos tratar de conseguir que la inflación volviese a subir hasta el 4% que predominó durante el segundo mandato de Ronald Reagan, lo que contribuiría a reducir la carga real de la deuda.
Así que hay políticas que podríamos poner en práctica para reducir el desempleo. Estas políticas serían poco ortodoxas, pero también lo son los problemas económicos a los que nos enfrentamos. Y quienes advierten sobre los riesgos de la acción deben explicar por qué estos riesgos deberían preocuparnos más que la certeza de que seguiremos sufriendo masivamente si no hacemos nada.
Al señalar que podríamos estar haciendo mucho más respecto al paro, soy consciente, claro está, de los obstáculos políticos que dificultan que realmente se ponga en práctica cualquiera de las políticas que podrían funcionar.
En Estados Unidos, en concreto, cualquier intento de abordar el problema del desempleo se topará con un muro de piedra de oposición republicana. Pero esa no es razón para dejar de hablar del asunto. De hecho, revisando mis escritos del último año más o menos, está claro que yo también he pecado: el realismo político está muy bien, pero he hablado demasiado poco sobre lo que realmente deberíamos estar haciendo para resolver nuestro problema más importante.
Según mi forma de verlo, los responsables políticos se están hundiendo en un mar de impotencia aprendida en cuanto al problema del empleo: cuanto más incapaces son de hacer algo al respecto, más se convencen a sí mismos de que no hay nada que puedan hacer. Y aquellos de nosotros que sabemos más deberíamos estar haciendo todo lo que podamos para romper ese círculo vicioso.
Profesor de economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008.*
Y la situación tampoco da muestras de mejorar rápidamente. Esta es una tragedia permanente y, en un mundo racional, poner fin a esta tragedia sería nuestra principal prioridad económica.
Pero algo extraño ha pasado con el debate político: a ambos lados del Atlántico ha surgido un consenso entre los que manejan los hilos sobre que no se puede ni se debe hacer nada respecto al empleo. En lugar de la determinación de hacer algo respecto al incesante sufrimiento y despilfarro económico, uno ve un sinfín de excusas para la inacción, disfrazadas con el lenguaje de la prudencia y la responsabilidad.
Así que alguien tiene que decir lo evidente: inventar razones para no hacer que los parados vuelvan a trabajar no es ni prudente ni responsable. Es más bien una grotesca renuncia a la responsabilidad.
¿A qué clase de excusas me refiero? Bueno, piensen en la publicación, la semana pasada, del último informe sobre previsiones económicas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. La OCDE es, esencialmente, un comité intergubernamental de expertos; aunque no tiene capacidad directa para dictar medidas, lo que dice es un reflejo de las creencias generalizadas entre la élite política europea.
Así que, ¿qué tenía la OCDE que decir sobre el alto paro en sus países miembros? "El margen de maniobra de las políticas macroeconómicas para abordar estos complejos desafíos se ha agotado en su mayoría", declaraba el secretario general de la organización, que instaba a los países a "volverse estructurales" (es decir, a centrarse en reformas a largo plazo que tendrían poco impacto en la actual situación del empleo).
¿Y cómo sabemos que no hay margen para que las políticas hagan que los parados vuelvan a trabajar? El secretario general no lo dijo, y el informe en sí no propone en ningún momento posibles soluciones para la crisis del empleo. Todo lo que hace es subrayar los riesgos que, desde su punto de vista, entraña cualquier alejamiento de la ortodoxia política.
Pero entonces, ¿quién está hablando en serio sobre la creación de empleo ahora mismo? El Partido Republicano no, a menos que cuenten sus llamamientos rituales en favor de las bajadas de impuestos y la liberalización. El Gobierno de Obama tampoco, porque prácticamente dio carpetazo al asunto hace un año y medio.
El hecho de que nadie que esté en el poder hable sobre el empleo no significa, sin embargo, que no pueda hacerse nada.
Tengan en cuenta que los desempleados no están en paro porque no quieran trabajar, o porque les falte la cualificación necesaria. No hay nada de malo en nuestros trabajadores; recuerden que hace solo cuatro años la tasa de paro estaba por debajo del 5%.
El núcleo de nuestro problema económico lo constituye en realidad la deuda -principalmente la deuda hipotecaria- que las familias asumieron durante los años de la burbuja de la última década. Ahora que la burbuja ha estallado, esa deuda está actuando como un lastre del que no consigue librarse la economía, impidiendo cualquier recuperación real del empleo. Y una vez que uno cae en la cuenta de que el problema es la sobrecarga de deuda privada, se percata de que hay algunas cosas que se podrían hacer al respecto.
Por ejemplo, podríamos hacer que programas como los de la Administración para el Progreso del Trabajo pusiesen a trabajar a los parados haciendo cosas útiles como reparar carreteras (lo cual, al aumentar los ingresos, también facilitaría que las familias devolviesen lo que deben). Podríamos tener un programa serio de modificación de hipotecas, para reducir las deudas de los propietarios de viviendas en apuros. Podríamos tratar de conseguir que la inflación volviese a subir hasta el 4% que predominó durante el segundo mandato de Ronald Reagan, lo que contribuiría a reducir la carga real de la deuda.
Así que hay políticas que podríamos poner en práctica para reducir el desempleo. Estas políticas serían poco ortodoxas, pero también lo son los problemas económicos a los que nos enfrentamos. Y quienes advierten sobre los riesgos de la acción deben explicar por qué estos riesgos deberían preocuparnos más que la certeza de que seguiremos sufriendo masivamente si no hacemos nada.
Al señalar que podríamos estar haciendo mucho más respecto al paro, soy consciente, claro está, de los obstáculos políticos que dificultan que realmente se ponga en práctica cualquiera de las políticas que podrían funcionar.
En Estados Unidos, en concreto, cualquier intento de abordar el problema del desempleo se topará con un muro de piedra de oposición republicana. Pero esa no es razón para dejar de hablar del asunto. De hecho, revisando mis escritos del último año más o menos, está claro que yo también he pecado: el realismo político está muy bien, pero he hablado demasiado poco sobre lo que realmente deberíamos estar haciendo para resolver nuestro problema más importante.
Según mi forma de verlo, los responsables políticos se están hundiendo en un mar de impotencia aprendida en cuanto al problema del empleo: cuanto más incapaces son de hacer algo al respecto, más se convencen a sí mismos de que no hay nada que puedan hacer. Y aquellos de nosotros que sabemos más deberíamos estar haciendo todo lo que podamos para romper ese círculo vicioso.
Profesor de economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008.*
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