Por Dani Rodrik *
Quizás por primera vez en la historia moderna, el futuro de la economía mundial está en manos de los países pobres. Los Estados Unidos y Europa se debaten como gigantes heridos, víctimas de sus excesos financieros y parálisis política. Parecen condenados a años de estancamiento o de lento crecimiento, a una creciente desigualdad y posibles conflictos sociales por sus cuantiosas deudas.
Gran parte del resto del mundo, mientras tanto, rebosa de energía y esperanzas. Quienes diseñan las políticas en China, Brasil, india y Turquía se preocupan sobre excesos de crecimiento y no por su ausencia. Según algunas mediciones, China esa es la mayor economía mundial, y los países en desarrollo y mercados emergentes son responsables de más de la mitad del producto mundial. La consultora McKinsey ha bautizado a África, durante mucho tiempo sinónimo de fracaso económico, la tierra de los "leones en movimiento."
Como sucede a menudo, la ficción es la que mejor refleja los cambios de humor. El libro cómico del novelista ruso exiliado Gary Shteyngart, Super Sad True Love Story (Historia supertriste de amor verdadero) es una guía tan buena como cualquier otra de lo que puede depararnos el futuro. Situada en un futuro cercano, la historia se desarrolla teniendo como telón de fondo a unos EE. UU. que han caído en la ruina financiera y la dictadura unipartidaria, y que se encuentran enredados en otra aventura militar sin sentido en el extranjero, esta vez en Venezuela. Todo el trabajo real en las corporaciones queda en manos de inmigrantes capacitados; las universidades de la Ivy League han adoptado los nombres de sus contrapartes asiáticas para sobrevivir; la economía está regida por el banco central chino; y los "dólares estadounidenses anclados al yuan" han reemplazado a la moneda habitual como activo seguro.
¿Pero pueden verdaderamente los países en desarrollo llevar adelante la economía mundial? Gran parte del optimismo sobre sus perspectivas económicas es resultado de extrapolaciones. La década anterior a la crisis financiera mundial fue, en muchos sentidos, la mejor en la historia del mundo en desarrollo. El crecimiento se difundió mucho más allá de unos pocos países asiáticos y, por primera vez desde la década de 1950, la gran mayoría de los países pobres experimentaron lo que los economistas llaman convergencia: una disminución de la brecha en los ingresos respecto de los países ricos.
Este, sin embargo, fue un período único caracterizado por un fuerte viento económico de popa. Los precios de las materias primas fueron elevados, lo que benefició especialmente a los países africanos y latinoamericanos, y el financiamiento externo fue abundante y barato Más aún, muchos países africanos tocaron fondo y rebotaron luego de largos períodos de guerra civil y decadencia económica. Y, por supuesto, el rápido crecimiento de los países avanzados por lo general impulsó un aumento en los volúmenes de comercio internacional hasta lograr valores récord.
En principio, el lento crecimiento poscrisis en los países avanzados no tiene por qué impedir el desempeño económico de los países pobres. En última instancia, el crecimiento depende de factores del lado de la oferta –adquisición de e inversión en nuevas tecnologías– y la disponibilidad de tecnologías que pueden adoptar los países pobres no desaparece cuando se enlentece el crecimiento en los países avanzados. Por lo tanto, el crecimiento potencial de los países más atrasados se determina por su capacidad para cerrar la brecha con la frontera tecnológica y no por la velocidad a la que avanza la frontera en sí misma.
Las malas noticias es que todavía no entendemos adecuadamente cuándo se concreta esta potencial convergencia, ni los tipos de políticas que generan crecimiento autosostenible. Incluso casos indudablemente exitosos han sido explicados en formas diversas. Algunos atribuyen el milagro económico asiático a una mayor libertad de los mercados, mientras que otros creen que la intervención estatal fue la responsable. Y demasiadas aceleraciones de crecimiento se han apagado eventualmente.
Los optimistas confían en que esta vez es distinto. Creen que las reformas de la década de 1990 –una mejor política macroeconómica, mayor apertura y más democracia– han situado al mundo en desarrollo en la ruta del crecimiento sostenido. Un informe reciente de Citigroup, por ejemplo, predice que el crecimiento será fácil para los países pobres con poblaciones jóvenes.
Mi interpretación de la evidencia me lleva a adoptar una postura más cauta. Ciertamente es motivo de celebración que las políticas inflacionarias se hayan abolido y que haya mejorado la gobernanza en gran parte del mundo en desarrollo. En general, esos desarrollos mejoran la capacidad de recuperación de la economía ante los shocks y evitan el colapso económico.
Pero iniciar y mantener un crecimiento rápido exige algo más: políticas orientadas a la producción que estimulen cambios estructurales continuos y favorezcan el empleo en nuevas actividades económicas. El crecimiento que depende de flujos entrantes de capital o booms de las materias primas no suele durar demasiado. El crecimiento sostenido exige el diseño de incentivos para impulsar la inversión del sector privado en nuevas industrias, y lograrlo con un mínimo de corrupción y la competencia adecuada.
Si la historia puede servirnos de guía, los países que pueden lograr esto seguirán siendo pocos. Por lo tanto, si bien es posible que haya menos colapsos económicos gracias a una mejor administración macroeconómica, las altas tasas de crecimiento probablemente continúen siendo episódicas y excepcionales. En promedio, el desempeño puede ser un poco mejor que en el pasado, pero de ninguna forma tan deslumbrante como esperan los optimistas.
La gran pregunta para la economía mundial es si los países avanzados con problemas económicos podrán hacer lugar a los países en desarrollo con un crecimiento más rápido, cuyo desempeño dependerá en gran medida de su capacidad de adentrarse en las industrias de manufactura y servicios, que tradicionalmente han dominado los países ricos. Las consecuencias sobre el empleo en los países avanzados serán problemáticas, en particular dada la escasez de puestos de trabajo con altas remuneraciones. Es posible que considerables conflictos sociales resulten inevitables, y que esto amenace el apoyo político a la apertura económica.
En última instancia, la mayor convergencia en la economía global poscrisis parece ineludible. Pero que las suertes de los países pobres y ricos se inviertan no es ni probable ni políticamente viable.
Profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard *
Quizás por primera vez en la historia moderna, el futuro de la economía mundial está en manos de los países pobres. Los Estados Unidos y Europa se debaten como gigantes heridos, víctimas de sus excesos financieros y parálisis política. Parecen condenados a años de estancamiento o de lento crecimiento, a una creciente desigualdad y posibles conflictos sociales por sus cuantiosas deudas.
Gran parte del resto del mundo, mientras tanto, rebosa de energía y esperanzas. Quienes diseñan las políticas en China, Brasil, india y Turquía se preocupan sobre excesos de crecimiento y no por su ausencia. Según algunas mediciones, China esa es la mayor economía mundial, y los países en desarrollo y mercados emergentes son responsables de más de la mitad del producto mundial. La consultora McKinsey ha bautizado a África, durante mucho tiempo sinónimo de fracaso económico, la tierra de los "leones en movimiento."
Como sucede a menudo, la ficción es la que mejor refleja los cambios de humor. El libro cómico del novelista ruso exiliado Gary Shteyngart, Super Sad True Love Story (Historia supertriste de amor verdadero) es una guía tan buena como cualquier otra de lo que puede depararnos el futuro. Situada en un futuro cercano, la historia se desarrolla teniendo como telón de fondo a unos EE. UU. que han caído en la ruina financiera y la dictadura unipartidaria, y que se encuentran enredados en otra aventura militar sin sentido en el extranjero, esta vez en Venezuela. Todo el trabajo real en las corporaciones queda en manos de inmigrantes capacitados; las universidades de la Ivy League han adoptado los nombres de sus contrapartes asiáticas para sobrevivir; la economía está regida por el banco central chino; y los "dólares estadounidenses anclados al yuan" han reemplazado a la moneda habitual como activo seguro.
¿Pero pueden verdaderamente los países en desarrollo llevar adelante la economía mundial? Gran parte del optimismo sobre sus perspectivas económicas es resultado de extrapolaciones. La década anterior a la crisis financiera mundial fue, en muchos sentidos, la mejor en la historia del mundo en desarrollo. El crecimiento se difundió mucho más allá de unos pocos países asiáticos y, por primera vez desde la década de 1950, la gran mayoría de los países pobres experimentaron lo que los economistas llaman convergencia: una disminución de la brecha en los ingresos respecto de los países ricos.
Este, sin embargo, fue un período único caracterizado por un fuerte viento económico de popa. Los precios de las materias primas fueron elevados, lo que benefició especialmente a los países africanos y latinoamericanos, y el financiamiento externo fue abundante y barato Más aún, muchos países africanos tocaron fondo y rebotaron luego de largos períodos de guerra civil y decadencia económica. Y, por supuesto, el rápido crecimiento de los países avanzados por lo general impulsó un aumento en los volúmenes de comercio internacional hasta lograr valores récord.
En principio, el lento crecimiento poscrisis en los países avanzados no tiene por qué impedir el desempeño económico de los países pobres. En última instancia, el crecimiento depende de factores del lado de la oferta –adquisición de e inversión en nuevas tecnologías– y la disponibilidad de tecnologías que pueden adoptar los países pobres no desaparece cuando se enlentece el crecimiento en los países avanzados. Por lo tanto, el crecimiento potencial de los países más atrasados se determina por su capacidad para cerrar la brecha con la frontera tecnológica y no por la velocidad a la que avanza la frontera en sí misma.
Las malas noticias es que todavía no entendemos adecuadamente cuándo se concreta esta potencial convergencia, ni los tipos de políticas que generan crecimiento autosostenible. Incluso casos indudablemente exitosos han sido explicados en formas diversas. Algunos atribuyen el milagro económico asiático a una mayor libertad de los mercados, mientras que otros creen que la intervención estatal fue la responsable. Y demasiadas aceleraciones de crecimiento se han apagado eventualmente.
Los optimistas confían en que esta vez es distinto. Creen que las reformas de la década de 1990 –una mejor política macroeconómica, mayor apertura y más democracia– han situado al mundo en desarrollo en la ruta del crecimiento sostenido. Un informe reciente de Citigroup, por ejemplo, predice que el crecimiento será fácil para los países pobres con poblaciones jóvenes.
Mi interpretación de la evidencia me lleva a adoptar una postura más cauta. Ciertamente es motivo de celebración que las políticas inflacionarias se hayan abolido y que haya mejorado la gobernanza en gran parte del mundo en desarrollo. En general, esos desarrollos mejoran la capacidad de recuperación de la economía ante los shocks y evitan el colapso económico.
Pero iniciar y mantener un crecimiento rápido exige algo más: políticas orientadas a la producción que estimulen cambios estructurales continuos y favorezcan el empleo en nuevas actividades económicas. El crecimiento que depende de flujos entrantes de capital o booms de las materias primas no suele durar demasiado. El crecimiento sostenido exige el diseño de incentivos para impulsar la inversión del sector privado en nuevas industrias, y lograrlo con un mínimo de corrupción y la competencia adecuada.
Si la historia puede servirnos de guía, los países que pueden lograr esto seguirán siendo pocos. Por lo tanto, si bien es posible que haya menos colapsos económicos gracias a una mejor administración macroeconómica, las altas tasas de crecimiento probablemente continúen siendo episódicas y excepcionales. En promedio, el desempeño puede ser un poco mejor que en el pasado, pero de ninguna forma tan deslumbrante como esperan los optimistas.
La gran pregunta para la economía mundial es si los países avanzados con problemas económicos podrán hacer lugar a los países en desarrollo con un crecimiento más rápido, cuyo desempeño dependerá en gran medida de su capacidad de adentrarse en las industrias de manufactura y servicios, que tradicionalmente han dominado los países ricos. Las consecuencias sobre el empleo en los países avanzados serán problemáticas, en particular dada la escasez de puestos de trabajo con altas remuneraciones. Es posible que considerables conflictos sociales resulten inevitables, y que esto amenace el apoyo político a la apertura económica.
En última instancia, la mayor convergencia en la economía global poscrisis parece ineludible. Pero que las suertes de los países pobres y ricos se inviertan no es ni probable ni políticamente viable.
Profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard *
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