martes, 9 de agosto de 2011

Un sistema financiero convertido en manicomio, unas elites políticas totalmente desnortadas

Por will Hutton *                                                                                         
                                                                                  

"Los mercados han perdido confianza en que los gobiernos occidentales puedan gestionar con éxito el legado de una gigantesca deuda privada y de unos bancos quebrados/rescatados, sin imponer unos costes ciclópeos e inconfesables. No saben cuáles son los costes: tal vez una serie de quiebras en cadena en la deuda pública, empezando por Europa; tal vez una deflación por sobreendeudamiento a escala mundial; o tal vez, incluso, imprimir a lo loco más y más dinero para pagar deudas públicas y privadas, generando una inflación tan ingobernable como volátil. No lo saben; pero sí saben que los costes serán enormes. E impredecibles."
Miedo, pero miedo de verdad, es lo que ha habido esta semana pasada. Miedo al ver evaporarse 2,5 billones de dólares del mercado de valores global en sólo cinco días de caídas en las bolsas. Miedo al ver escalar los bonos públicos italianos a precios estratosféricos. Y miedo al ver los rendimientos de las letras a corto plazo del tesoro norteamericano acercarse a cero: los inversores estaban tan ansiosos de colocar su efectivo en algún puerto seguro, que terminaron por pagar dinero al gobierno norteamericano por la custodia de sus ahorros; algo que no se había visto desde el final de la II Guerra Mundial.
Sin embargo, la agencia de calificación Standard & Poor's puso fin a la semana echando una sombra sobre la credibilidad de la deuda pública norteamericana, privándola –un paso sin precedentes— de su condición de AAA: un monumental bofetón al prestigio del país más rico de la Tierra y a su sistema político. S&P's mantuvo su posición, a pesar de las presiones y del intenso cabildeo ejercido desde el Tesoro estadounidense. Sin aumentar los impuestos, dijo, los EEUU no podrán recuperar su posición fiscal; pero aumentar los impuestos se ha convertido en un imposible, habida cuenta de la implacable oposición de los congresistas Republicanos. Los mercados se vinieron abajo.
Entretanto, en Europa, el presidente francés Nicolas Sarkozy, presidente del G20, logró finalmente interrumpir la vacación de la Cancillera alemana Angela Merkel y, junto con el primer ministro español José Luis R. Zapatero, conferenciar sobre el mejor modo de reaccionar. Buena falta hacía. Incluso el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, calificó de "comunicación indisciplinada" una semana en la que los distintos gobernadores del Banco Central Europeo y el gobierno alemán iban diciendo abiertamente cosas distintas e incompatibles sobre si el BCE vendría en apoyo de los apurados mercados de bonos italianos y españoles. El BCE dijo que se trataba de una "ambigüedad constructiva". Para pánico de los mercados, era lo que parecía: dudas e indecisión, aventadoras de la llamarada.
A lo que hemos asistido es a una masiva huída global del riesgo y a la consiguiente puesta a salvo del efectivo a gran escala. Ha sido la peor semana en los mercados financieros desde los sombríos días de otoño de 2008, el momento culminante de la implosión del sistema bancario occidental, momento que fue, a su vez, uno de los peores desde comienzos de los años 30 del siglo pasado. Pero en importantes respectos, esta semana ha sido peor. Al menos, en 2008, los Estados podían respaldar con su contabilidad nacional a sus respectivos sistemas bancarios y restaurar la confianza. Ahora, los miedos arraigan más hondo, y resultan harto más difíciles de conjurar.
Los mercados han perdido confianza en que los gobiernos occidentales puedan gestionar con éxito el legado de una gigantesca deuda privada y de unos bancos quebrados/rescatados, sin imponer unos costes ciclópeos e inconfesables. No saben cuáles son los costes: tal vez una serie de quiebras en cadena en la deuda pública, empezando por Europa; tal vez una deflación por sobreendeudamiento a escala mundial; o tal vez, incluso, imprimir a lo loco más y más dinero para pagar deudas públicas y privadas, generando una inflación tan ingobernable como volátil. No lo saben; pero sí saben que los costes serán enormes. E impredecibles.
Después de todo, los acreedores de la eurozona que suscribieron el acuerdo de la UE la semana pasada aceptaron que Grecia podría llegar a ser incapaz de honrar plenamente sus deudas públicas. ¿Y qué pasa con otros países de la UE, como Italia y España, con unas deudas públicas mucho mayores? ¿Se conformarán con algo similar sus acreedores, si prospera el contagio? ¿Y si los individuos, las empresas y los Estados hubieran contraído colectivamente, dentro o fuera del euro, mucha más deuda de la que pueden devolver, qué perspectivas tienen los bancos –y sus acreedores— que prestaron el dinero? ¿Cuál es la magnitud de la depreciación, o aun de la potencial bancarrota?
Los mercados conocen estas verdades desde hace algunos meses, pero habían confiado en que los dirigentes políticos europeos y estadounidenses conocían también los riesgos y sabían como encararlos. En cualquier caso, se esperaba que el crecimiento global y la constante reconstrucción de los equilibrios contables de los bancos occidentales permitirían gradualmente al mundo rebajar las deudas masivas, y a los bancos, mantener la solvencia. Pues bien; los acontecimientos de estos últimos días han destruido de raíz esa confianza.
La escala de los desafíos económicos a que se enfrentan ahora los países industrializados podría resultar inmanejable. Los juicios de los mercados son brutales. Por ejemplo, los rendimientos de esta semana de los bonos a 10 años del Tesoro estadounidense cayeron a unos niveles (2,2%), que sólo tienen sentido en un mundo rayano en el desplome de precios y el estancamiento económico. Entretanto, los rendimientos de la deuda pública italiana se disparaban simultáneamente el viernes hasta un 6,4%, lo que significa que el gobierno italiano tiene que prepararse para acumular enormes y deflacionarios excedentes presupuestarios durante años sólo para el servicio de su deuda pública, que rebasa el 120% de su PIB.
El viernes al mediodía, el primer ministro Silvio Berlusconi se inclinó a lo inevitable, y prometió equilibrar el presupuesto italiano un año antes de lo que su gobierno había previsto la misma víspera.
"Ninguna economía desarrollada está haciendo nada por promover el crecimiento y crear empleo", dice George Magnus, un veterano asesor del banco de inversiones USB. Lleva razón. Dondequiera que se mire, lo que se observa es un escenario de horror. Para decirlo sumariamente, demasiados países clave –empezando por el Reino Unido, cuya pavorosa deuda privada representa tres veces y media su PIB, y siguiendo por Japón, España, Francia, Italia, los EEUU y hasta la supuestamente santa Alemania— han llegado a acumular demasiada deuda privada, una deuda privada que no puede devolverse sin que se de un crecimiento económico excepcional.
Y eso es lo que cada vez parece más improbable. Pero sin crecimiento económico, sólo hay tres salidas. La primera es el incremento del empréstito público para compensar el colapso del crédito privado. El gasto privado tiende a deprimirse cuando los individuos y las empresas rebajan su nivel de empréstitos: por eso, durante un tiempo, las exportaciones (siempre que otros países las puedan comprar) y un creciente endeudamiento público constituyen la única avenida expedita para promover el crecimiento económico. Pero ahora hay un veto al crecimiento del endeudamiento público, a causa del movimiento del Tea Party en los EEUU, del colapso de la confianza en el euro y del conservadurismo del gobierno británico; y la demanda de exportaciones procedente de Asia se está ralentizando…
Las lecciones ofrecidas por la historia son claras. Sin crecimiento pública o privadamente generado, sólo hay otras dos vías para liquidar las deudas privadas luego de un hundimiento del crédito: la quiebra o la inflación; manejadas con prudencia, o dejadas peligrosamente de manejar
Lo que ha enervado a los mercados financieros es la subitánea comprensión de esto: si el mundo no puede crecer, entonces estamos moviéndonos ineluctablemente hacia una de esas dos últimas opciones. En los EEUU, en donde la reciente revisión estadística a la baja de las previsiones de crecimiento económico muestra de modo alarmante el debilitamiento de la recuperación, ya ha habido quitas de la deuda privada por un monto rayano en los 300 mil millones de dólares, de acuerdo con las investigaciones del McKinsey Global Institute. Ahora, el movimiento del Tea Party ha vetado cualquier posible acción creativa del gobierno federal para estimular el crecimiento: el ritmo de quitas de la deuda de consumo e hipotecaria no puede, pues, sino acelerarse. El impacto en el sistema bancario, en los precios inmobiliarios y en la confianza de los consumidores norteamericanos será muy serio.
En Europa, la interconexión de las opciones públicas y privadas en materia de deuda resulta todavía más obvia, y las dudas y vacilaciones de los dirigentes de la UE a la hora de restaurar la confianza en el euro no hacen sino exacerbarla. En julio, la UE pareció al fin haber acordado una respuesta efectiva con la propuesta de un incipiente Fondo Monetario Europeo para controlar las políticas económicas de los euromiembros, una entidad que, de consuno con el BCE, podría realizar préstamos a los Estados y a los bancos en dificultades.  
Pero el estar a la altura, que me sorprendió, duró muy poco: Europa se está moviendo ahora a ritmos majestuosos. Oír de todo un Comisario Europeo de asuntos monetarios, como Olli Rehn –cuando al final se dignó a interrumpir sus vacaciones y a hablar de la crisis—, que los trabajos técnicos empezarían en septiembre, mientras el gobierno alemán insistía simultáneamente en que no se necesita hacer más, no resulta tranquilizador para nadie. No hay dirección política, y lo que es peor, las ideas originales sobre lo que hay que hacer –y no se hace— son paupérrimas.
La reacción de los mercados empeora por unos efectos de manada magnificados por la plétora de instrumentos –los llamados derivados financieros— que, supuestamente inventados para dar cobertura y mitigar los riesgos, resultan en realidad poco más que artilugios de casino. Las instituciones de ahorro a largo plazo, como las compañías aseguradoras y los fondos de pensiones, lo que hacen ahora rutinariamente es prestar sus acciones –a cambio de honorarios— a quienquiera usarlas con propósitos especulativos. El sistema financiero se ha convertido en un manicomio, en un mecanismo para maximizar la volatilidad, el miedo y la incertidumbre. Nadie está al timón. La supervisión adulta brilla por su ausencia.
Lo que se precisa es un cambio radical de paradigma en nuestra forma de pensar y actuar. La idea fija que paraliza a Occidente es que los Estados se atraviesan en el camino de unos mercados que funcionan perfectamente, y que el mejor capitalismo –y el mejor sistema financiero— es el que se deja a su propio albur. Los gobiernos estarían para cuadrar su contabilidad, para garantizar la estabilidad de precios, y para ninguna otra cosa.
Ese es el sentido común internacional. Y se ha revelado erróneo en la teoría y en la práctica. Los mercados financieros necesitan gobiernos capaces de ejercer una supervisión adulta. El buen capitalismo precisa ser puesto al día y rediseñado. La ortodoxia financiera puede a veces, singularmente tras un desplome crediticio, andar totalmente equivocada. Una vez cruzado el Rubicón, se abre una agenda política de todo punto nueva. Los mercados necesitan una perspectiva de crecimiento sostenible, de consuno con una deuda privada y pública sostenibles.
Como ha sugerido el economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, si las opciones son: o bien quiebra pública y privada, permanente debilidad bancaria y estancamiento económico (tal vez depresión), o bien inflación; entonces la opción menos mala pasa por aceptar la inflación, manejándola dentro de ciertos límites.
Puesto que de todas formas habrá inflación cuando los gobiernos busquen la salida menos mala, la opción real restante es si se acepta manejarla o no. Una vez la deuda se halle en un nivel sostenible y se recupere el crecimiento, podrá rediseñarse el sistema financiero mundial para evitar una repetición y se podrá restaurar la estabilidad de precios.
Esta es la verdad innombrable: como me dijo una veterana autoridad en política financiera, presentar eso, en privado o en público, como un asunto simplemente digno de ser debatido es levantar una ola de desaprobación general. Pero ha de hacerse. Gran Bretaña debería ponerse en cabeza, tanto para su propio bienestar económico como para dar ejemplo internacionalmente. Como mínimo, debería anunciar un nuevo programa de flexibilización cuantitativa, imprimiendo dinero; insistir en que el Banco de Inglaterra use el dinero que imprime para comprar la mayor cantidad posible de deuda privada, e inmediatamente, cambiar el objetivo de inflación del 2% por un objetivo de crecimiento del PIB monetario: eso sacaría a Gran Bretaña del pozo de sus deudas privadas impagables.
Los mercados han lanzado un aviso muy serio. El viejo sentido común está matando a la economía occidental, y a Gran Bretaña con ella. Hay que actuar ya, si queremos salvarnos.


Periodista británico que escribe una columna semanal de análisis económico en el diario The Guardian *

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