Por Dani Rodrik *
Como si las derivaciones económicas de una total cesación de pagos de Grecia no fueran suficientemente pavorosas, las consecuencias políticas pueden ser todavía peores. Una ruptura caótica de la eurozona provocaría un daño irreparable al proyecto de integración europea, que es la columna central sobre la que se sustenta la estabilidad política de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. No sólo desestabilizaría la periferia europea más endeudada, sino también a países centrales como Francia y Alemania, que fueron los arquitectos del proyecto.
Este escenario pesadillesco también sería una victoria para el extremismo político, similar a lo ocurrido en la década de 1930. El fascismo, el nazismo y el comunismo fueron hijos de un rechazo contra la globalización que venía gestándose desde fines del siglo XIX, alimentado por los temores de grupos que se sintieron despojados y amenazados por el avance de las fuerzas de mercado y de las élites cosmopolitas.
El libre comercio y el patrón oro habían obligado a descuidar prioridades internas, como la reforma social, la construcción nacional y la reafirmación cultural. La crisis económica y el fracaso de la cooperación internacional no solamente debilitaron la globalización, sino también a las élites que sostenían el orden existente.
Como señala en uno de sus escritos un colega mío en Harvard, Jeff Frieden, esta situación sentó las bases para el surgimiento de dos formas de extremismo distintas. Por un lado, los comunistas, puestos a elegir entre la equidad y la integración económica, optaron por un programa de reforma social radical y autosuficiencia económica. Por otro lado, los fascistas, los nazis y los nacionalistas, puestos a elegir entre la afirmación nacional y el internacionalismo, eligieron la construcción nacional.
Felizmente, el fascismo, el comunismo y otros movimientos dictatoriales ya están pasados de moda. Pero en la actualidad existen tensiones similares, y que vienen de larga data, entre la integración económica y las políticas locales. El mercado único europeo se formó mucho más rápido que la unidad política europea. La integración económica se adelantó a la integración política.
Como consecuencia de ello, la preocupación creciente por el deterioro de la seguridad económica, de la estabilidad social y de la identidad cultural no se pudo resolver por los canales políticos oficiales. Las estructuras políticas nacionales resultaron insuficientes para ofrecer soluciones efectivas, pero al mismo tiempo las instituciones europeas todavía son demasiado débiles para exigir lealtad a los países involucrados.
Los principales beneficiarios del fracaso de las políticas de centro han sido los partidos de extrema derecha. En Finlandia, un hasta entonces ignoto Partido de los Verdaderos Finlandeses pudo capitalizar el resentimiento provocado por los paquetes de rescate implementados en la eurozona y terminó tercero (muy cerca del segundo) en la elección general de abril de este año. En los Países Bajos, el Partido por la Libertad, de Geert Wilders, cuenta con suficiente poder para intervenir en la formación de gobierno, y sin su apoyo, el minoritario gobierno liberal se derrumbaría. En Francia, el Frente Nacional terminó segundo en la elección presidencial de 2002 y está recuperando bríos bajo la dirección de Marine Le Pen.
Este retroceso tampoco es exclusivo de los países miembros de la eurozona. Yendo, por ejemplo, a Escandinavia, vemos que el año pasado un partido con raíces neonazis, Demócratas de Suecia, entró al parlamento con casi el 6% del voto popular. En Gran Bretaña, según una encuesta reciente sobre política, no menos de dos tercios de los conservadores desean que el país abandone la Unión Europea.
Aunque los movimientos políticos de extrema derecha siempre se han valido del rechazo a la inmigración, ahora encuentran nuevos argumentos en los paquetes de rescate destinados a Grecia, Irlanda y Portugal (entre otros) y en los problemas del euro. No puede negarse que el euroescepticismo de estos grupos parece encontrar asidero en los acontecimientos actuales. No hace mucho, a Marine Le Pen le preguntaron si estaría dispuesta a abandonar unilateralmente el euro, a lo que respondió muy decidida: “Cuando yo sea presidenta, de aquí a unos meses, lo más probable es que la eurozona no exista”.
Como en la década de 1930, el fracaso de la cooperación internacional agravó la incapacidad de los políticos de centro para responder adecuadamente a las demandas económicas, sociales y culturales de sus votantes. El proyecto europeo y la eurozona están en discusión, hasta tal punto que la desintegración de la eurozona asestaría un golpe todavía más duro a la legitimidad de estas élites.
Los dirigentes europeos de centro ahora siguen una estrategia de abogar por “más Europa”; pero aunque con ella se apresuran a calmar los temores internos, en lo referido a crear una auténtica comunidad política europea no muestran tanta prisa. Llevan demasiado tiempo apegados a una ruta intermedia que es inestable y enfrenta tensiones por todos los costados. Al sostener una visión de Europa que en la práctica resultó inviable, las élites europeas de centro ponen en peligro la idea misma de una Europa unificada.
En términos económicos, la opción menos mala es la de garantizar que las cesaciones de pago y los abandonos de la eurozona, que son inevitables, se realicen en forma tan ordenada y coordinada como sea posible. En términos políticos, también será necesaria una vuelta a la realidad. La crisis actual exige reorientar expresamente las prioridades para prestar más atención a las preocupaciones y aspiraciones internas de cada país, en desmedro de las obligaciones financieras externas y las medidas de austeridad. Así como un buen funcionamiento de las economías locales es la mejor garantía de una economía mundial abierta, el buen funcionamiento de las políticas locales es la mejor garantía de un orden internacional estable.
El desafío está en dar forma a una nueva narrativa política que enfatice los intereses y valores nacionales, pero sin llegar a los extremos del nativismo y la xenofobia. Si las élites de centro no demuestran que están a la altura de la tarea, la extrema derecha ocupará gustosa su lugar, pero sin la moderación de aquellas.
Por eso, no estaba errado el primer ministro saliente de Grecia, Georgios Papandreu, con su fallida convocatoria a un referendo. Esa jugada fue un intento tardío de reconocer la supremacía de la política interna, aunque los inversores la hayan visto como (según palabras de un editor del Financial Times) “jugar con fuego”. Lo único que se ha conseguido con el retiro de esa convocatoria es demorar el momento de la verdad y aumentar los costos que en última instancia deberá pagar el nuevo gobierno griego.
Lo que está en cuestión ahora no es si la política del futuro será más populista y menos internacionalista; lo que está en cuestión es saber si las consecuencias de ese cambio se podrán controlar antes de que se desmadren. Tanto en materia de política como de economía, parece que en Europa ya no quedan alternativas de las buenas, solamente quedan de las menos malas.
Profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard, es autor de The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy [La paradoja de la globalización: la democracia y el futuro de la economía mundial. *
Como si las derivaciones económicas de una total cesación de pagos de Grecia no fueran suficientemente pavorosas, las consecuencias políticas pueden ser todavía peores. Una ruptura caótica de la eurozona provocaría un daño irreparable al proyecto de integración europea, que es la columna central sobre la que se sustenta la estabilidad política de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. No sólo desestabilizaría la periferia europea más endeudada, sino también a países centrales como Francia y Alemania, que fueron los arquitectos del proyecto.
Este escenario pesadillesco también sería una victoria para el extremismo político, similar a lo ocurrido en la década de 1930. El fascismo, el nazismo y el comunismo fueron hijos de un rechazo contra la globalización que venía gestándose desde fines del siglo XIX, alimentado por los temores de grupos que se sintieron despojados y amenazados por el avance de las fuerzas de mercado y de las élites cosmopolitas.
El libre comercio y el patrón oro habían obligado a descuidar prioridades internas, como la reforma social, la construcción nacional y la reafirmación cultural. La crisis económica y el fracaso de la cooperación internacional no solamente debilitaron la globalización, sino también a las élites que sostenían el orden existente.
Como señala en uno de sus escritos un colega mío en Harvard, Jeff Frieden, esta situación sentó las bases para el surgimiento de dos formas de extremismo distintas. Por un lado, los comunistas, puestos a elegir entre la equidad y la integración económica, optaron por un programa de reforma social radical y autosuficiencia económica. Por otro lado, los fascistas, los nazis y los nacionalistas, puestos a elegir entre la afirmación nacional y el internacionalismo, eligieron la construcción nacional.
Felizmente, el fascismo, el comunismo y otros movimientos dictatoriales ya están pasados de moda. Pero en la actualidad existen tensiones similares, y que vienen de larga data, entre la integración económica y las políticas locales. El mercado único europeo se formó mucho más rápido que la unidad política europea. La integración económica se adelantó a la integración política.
Como consecuencia de ello, la preocupación creciente por el deterioro de la seguridad económica, de la estabilidad social y de la identidad cultural no se pudo resolver por los canales políticos oficiales. Las estructuras políticas nacionales resultaron insuficientes para ofrecer soluciones efectivas, pero al mismo tiempo las instituciones europeas todavía son demasiado débiles para exigir lealtad a los países involucrados.
Los principales beneficiarios del fracaso de las políticas de centro han sido los partidos de extrema derecha. En Finlandia, un hasta entonces ignoto Partido de los Verdaderos Finlandeses pudo capitalizar el resentimiento provocado por los paquetes de rescate implementados en la eurozona y terminó tercero (muy cerca del segundo) en la elección general de abril de este año. En los Países Bajos, el Partido por la Libertad, de Geert Wilders, cuenta con suficiente poder para intervenir en la formación de gobierno, y sin su apoyo, el minoritario gobierno liberal se derrumbaría. En Francia, el Frente Nacional terminó segundo en la elección presidencial de 2002 y está recuperando bríos bajo la dirección de Marine Le Pen.
Este retroceso tampoco es exclusivo de los países miembros de la eurozona. Yendo, por ejemplo, a Escandinavia, vemos que el año pasado un partido con raíces neonazis, Demócratas de Suecia, entró al parlamento con casi el 6% del voto popular. En Gran Bretaña, según una encuesta reciente sobre política, no menos de dos tercios de los conservadores desean que el país abandone la Unión Europea.
Aunque los movimientos políticos de extrema derecha siempre se han valido del rechazo a la inmigración, ahora encuentran nuevos argumentos en los paquetes de rescate destinados a Grecia, Irlanda y Portugal (entre otros) y en los problemas del euro. No puede negarse que el euroescepticismo de estos grupos parece encontrar asidero en los acontecimientos actuales. No hace mucho, a Marine Le Pen le preguntaron si estaría dispuesta a abandonar unilateralmente el euro, a lo que respondió muy decidida: “Cuando yo sea presidenta, de aquí a unos meses, lo más probable es que la eurozona no exista”.
Como en la década de 1930, el fracaso de la cooperación internacional agravó la incapacidad de los políticos de centro para responder adecuadamente a las demandas económicas, sociales y culturales de sus votantes. El proyecto europeo y la eurozona están en discusión, hasta tal punto que la desintegración de la eurozona asestaría un golpe todavía más duro a la legitimidad de estas élites.
Los dirigentes europeos de centro ahora siguen una estrategia de abogar por “más Europa”; pero aunque con ella se apresuran a calmar los temores internos, en lo referido a crear una auténtica comunidad política europea no muestran tanta prisa. Llevan demasiado tiempo apegados a una ruta intermedia que es inestable y enfrenta tensiones por todos los costados. Al sostener una visión de Europa que en la práctica resultó inviable, las élites europeas de centro ponen en peligro la idea misma de una Europa unificada.
En términos económicos, la opción menos mala es la de garantizar que las cesaciones de pago y los abandonos de la eurozona, que son inevitables, se realicen en forma tan ordenada y coordinada como sea posible. En términos políticos, también será necesaria una vuelta a la realidad. La crisis actual exige reorientar expresamente las prioridades para prestar más atención a las preocupaciones y aspiraciones internas de cada país, en desmedro de las obligaciones financieras externas y las medidas de austeridad. Así como un buen funcionamiento de las economías locales es la mejor garantía de una economía mundial abierta, el buen funcionamiento de las políticas locales es la mejor garantía de un orden internacional estable.
El desafío está en dar forma a una nueva narrativa política que enfatice los intereses y valores nacionales, pero sin llegar a los extremos del nativismo y la xenofobia. Si las élites de centro no demuestran que están a la altura de la tarea, la extrema derecha ocupará gustosa su lugar, pero sin la moderación de aquellas.
Por eso, no estaba errado el primer ministro saliente de Grecia, Georgios Papandreu, con su fallida convocatoria a un referendo. Esa jugada fue un intento tardío de reconocer la supremacía de la política interna, aunque los inversores la hayan visto como (según palabras de un editor del Financial Times) “jugar con fuego”. Lo único que se ha conseguido con el retiro de esa convocatoria es demorar el momento de la verdad y aumentar los costos que en última instancia deberá pagar el nuevo gobierno griego.
Lo que está en cuestión ahora no es si la política del futuro será más populista y menos internacionalista; lo que está en cuestión es saber si las consecuencias de ese cambio se podrán controlar antes de que se desmadren. Tanto en materia de política como de economía, parece que en Europa ya no quedan alternativas de las buenas, solamente quedan de las menos malas.
Profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard, es autor de The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy [La paradoja de la globalización: la democracia y el futuro de la economía mundial. *
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