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sábado, 2 de enero de 2010

El mercado, el hombre y la naturaleza

Aunque pueda sorprender a muchos, existen estrechas relaciones entre las concepciones del mercado y nuestra actual visión de la Naturaleza. Además, esas vinculaciones tienen una larga historia por detrás. En diferentes culturas, y a lo largo de la historia, el trabajo y la tierra han estado estrechamente ligados. El trabajo, en tanto parte de la vida humana por un lado, y la tierra, en tanto parte de la Naturaleza por el otro, han configurado un conjunto articulado que encontraba su expresión en las instituciones tradicionales de la sociedad: la familia, la tribu, el templo, entre otras.

Un detallado examen de esas relaciones fue realizado por el economista de origen húngaro Karl Polanyi en su clásico libro “La gran transformación”, publicado por primera vez en 1944 y que tiene como subtítulo “Crítica del liberalismo económico”. Allí, se argumenta de qué manera se impuso la economía de mercado y cómo ésta ha conducido a la dislocación social.

La separación del trabajo del resto de las actividades de la vida humana y su posterior separación de la tierra para someterlos a ambos a las leyes del mercado ha constituido el punto de partida de una expansión continua de estas últimas, no sin contradicciones por cierto.

En el caso del trabajo, la separación se dio a través de la aplicación del principio de libertad de contrato, que permitió romper el vínculo que unía a los individuos con las instituciones tradicionales basadas en el parentesco, las creencias y otras afinidades que de algún modo “limitaban” al individuo requiriendo su tiempo, condicionando su forma de pensar y actuar. Los impulsores de este cambio lo presentaron como un avance al promover la remoción de vínculos que consideraban contrarios al progreso en beneficio de una menor injerencia en la vida individual. Para Polanyi esta postura no hace más que expresar el predominio de una forma particular de injerencia, que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.

A través de este principio se institucionaliza el mercado de trabajo cuyas consecuencias son más patentes en los países colonizados en los que hay que “forzar a los indígenas a ganarse la vida vendiendo su trabajo. Para ello es preciso destruir sus instituciones tradicionales e impedirles que se reorganicen, puesto que, en una sociedad primitiva, el individuo generalmente no se siente amenazado de morir de hambre a menos que la sociedad en su conjunto se encuentre en esa situación” (p. 267-268).

Con su cultura destruida y sufriendo –en muchos casos por primera vez– el azote del hambre, los pueblos “primitivos” no tuvieron otra alternativa que vender su fuerza de trabajo, esto es someterse al mercado de trabajo. Pero esta situación de los pueblos de ultramar ya había sido vivida tiempo antes en la propia Europa.

En lo que respecta a la tierra, separarla del hombre para hacer de ella un mercado es para Polanyi quizás “la empresa más extraña de todas las emprendidas por nuestros antepasados” (p. 289). La expansión del mercado inmobiliario se dio en distintas etapas a través de un lento proceso que debió superar varios y diversos obstáculos. En una primera etapa la comercialización del suelo –que no es más que otra forma de denominar el derrumbamiento del feudalismo– constituyó un largo proceso que se inició en el siglo XIV en los centros urbanos de Occidente y que finalizó quinientos años después cuando las revoluciones europeas dieron el golpe de gracia a los últimos restos del régimen feudal. El fin era acabar con los derechos de las instituciones tradicionales sobre la tierra, específicamente la sucesión aristocrática masculina y los derechos de la Iglesia.

La siguiente etapa, que se solapa con la primera, consistió en subordinar la tierra a las necesidades de la creciente población urbana, principalmente utilizada en la industria. De este modo se comenzó a producir para el mercado, algo completamente novedoso teniendo en cuenta que hasta ese entonces la producción estaba destinada a satisfacer las necesidades locales. En ello tuvo gran incidencia el desarrollo de los medios de transporte que favoreció la movilidad de los productos.

La tercera etapa consiste en la expansión de este modelo a las colonias y territorios de ultramar, configurándose el mercado para la tierra y sus productos a escala mundial. “La verdadera significación del librecambio proviene de haber efectuado esta gran transformación. La movilización de los productos de la tierra se extendió a las zonas rurales de las regiones tropicales y subtropicales; la división del trabajo entre industria y agricultura se generalizó a todo el planeta” (p. 293).

De este modo, la mercantilización del trabajo y de la naturaleza se consiguió luego de destruir las bases de las sociedades tradicionales. “Del hombre (bajo el nombre de trabajo) y de la naturaleza (bajo el nombre de tierra) se hacían mercancías disponibles, cosas listas para negociar, que podían ser compradas y vendidas en todas partes a un precio denominado salario, en el caso de la fuerza de trabajo, y a un precio denominado renta o arrendamiento, en lo que se refiere a la tierra” (p. 216).

Para Polanyi, al igual que para Marx y en oposición a los economistas clásicos, las leyes de mercado no forman parte de la naturaleza humana, no existe un homo economicus sino como resultado de un proceso histórico que subsumió el orden tradicional a sus propias necesidades. Pero a diferencia de Marx, quien enfatiza las condiciones objetivas, para Polanyi la economía de mercado es un sistema institucional creado deliberadamente y favorecido mediante la adopción de disposiciones legales y políticas que tenían por fin atenuar la violencia que sus transformaciones implicaban.

El sistema de mercado ha deformado nuestra visión del hombre y de la sociedad. La economía política prevaleciente ha logrado con su prédica convencernos si no de las ventajas del sistema al menos de su inevitabilidad. Esa visión deformada es la que nos impide poder entender y resolver muchos de los actuales problemas de la civilización, y entre ellos, nuestra relación con la Naturaleza.


AUTOR : GONZALO GUITIERREZ NICOLA; ES ANALISTA DE INFORMACION DE CLAES

FUENTE : GLOBALIZACION .ORG

Polanyi y la creación del mercado


El gran cero


Tal vez sabíamos, de un modo inconsciente e instintivo, que ésta iba a ser una época que sería mejor olvidar. Por una u otra razón, hemos terminado la primera década del nuevo milenio sin ponernos de acuerdo sobre cómo denominarla. ¿Los años del doble cero? ¿Los años del doble nada? Lo que sea. (Sí, ya sé que, en sentido estricto, el milenio no empezó hasta el año 2001. ¿Realmente importa?).

Pero, desde un punto de vista económico, yo propondría que llamásemos a la década pasada el Gran Cero. Ha sido una década en la que no ha pasado nada bueno, y ninguna de las cosas optimistas en las que se suponía que creíamos ha resultado ser cierta.

Ha sido una década con una creación de empleo prácticamente igual a cero. Es cierto que la cifra básica del empleo en diciembre de 2009 será ligeramente superior a la de diciembre de 1999, pero sólo ligeramente. Y de hecho, el empleo en el sector privado ha bajado, la primera década de la que se tiene constancia de que haya sucedido eso.

Ha sido una década de mejoras económicas cero para las familias de a pie. De hecho, hasta en el momento culminante del supuesto "auge de la era de Bush", en 2007, los ingresos familiares medios ajustados según la inflación eran más bajos que en 1999. Y ya saben lo que pasó a continuación.

Ha sido una década de beneficios cero para los propietarios de viviendas, incluso si las compraron pronto: ahora mismo, los precios de la vivienda, ajustados según la inflación, han vuelto aproximadamente al punto en el que estaban al principio de la década. Y en cuanto a los que compraron a mediados de la década -cuando todas las personas serias se burlaban de las advertencias de que los precios de la vivienda no tenían sentido y de que estábamos en medio de una gigantesca burbuja-, bueno, comparto su dolor. Casi una cuarta parte de todas las hipotecas de Estados Unidos y el 45% de las hipotecas de Florida se han ido a pique, y los propietarios deben más de lo que valen sus casas.

Por último, y lo menos importante para la mayoría de los estadounidenses -aunque un gran problema para los planes de pensiones, por no mencionar a las cabezas parlantes de la televisión económica-, ha sido una década de ganancias cero en la Bolsa, incluso sin tener en cuenta la inflación. ¿Recuerdan la excitación cuando el Dow Jones alcanzó por primera vez los 10.000 puntos, y éxitos de ventas como el libro Dow 36.000 predecían que los buenos tiempos se prolongarían indefinidamente? Bueno, eso era allá por 1999. La semana pasada, el mercado cerró a 10.520.

Así que ha habido un montón de nada en cuanto a progreso o éxito económico. Es curioso cómo ha ocurrido. Porque, al principio de la década, había una abrumadora sensación de triunfalismo económico en las instituciones empresariales y políticas de Estados Unidos, la creencia de que sabíamos lo que hacíamos (mejor que cualquiera en el mundo).

Permítanme citar un discurso que Lawrence Summers, el entonces subsecretario del Tesoro (y ahora el economista de más alto rango de la Administración de Obama), dio en 1999. "Si me preguntan por qué tiene éxito el sistema financiero estadounidense", decía, "mi lectura particular del asunto es que no hay ninguna innovación más importante que la de los principios contables generalmente aceptados: significa que cada inversor ve la información presentada sobre una base comparable; que hay disciplina en las directivas de las empresas en cuanto al modo en que controlan sus actividades e informan de ellas". Y proseguía afirmando que hay "un proceso continuo que es el que realmente hace que nuestro mercado de capital funcione, y lo haga con tanta estabilidad".

Así que esto es lo que Summers -y, para ser justos, prácticamente todos los que ocupaban un puesto de responsabilidad política en aquella época- creía en 1999: la contabilidad empresarial en Estados Unidos es honesta; esto permite a los inversores tomar buenas decisiones, y también obliga a las directivas a comportarse de forma responsable, y la consecuencia es un sistema financiero estable y que funciona bien.

¿Qué porcentaje de todo esto ha resultado ser verdad? Cero.

Sin embargo, lo que resulta realmente impresionante de la pasada década es lo poco dispuestos que estamos, como país, a aprender de nuestros errores.

Cuando la burbuja de las punto.com todavía se estaba desinflando, los banqueros e inversores crédulos empezaron a inflar una nueva burbuja con la vivienda. Incluso después de que se revelase que famosas y admiradas empresas como Enron y WorldCom tenían sociedades anónimas Potemkin con fachadas hechas de contabilidad creativa, los analistas e inversores seguían creyéndose las afirmaciones de los bancos respecto a su fortaleza económica y se tragaban las exageraciones sobre inversiones que no comprendían. Incluso después de desencadenar una catástrofe económica mundial y tener que ser rescatados a costa de los contribuyentes, a los banqueros les ha faltado tiempo para volver a la cultura de las primas gigantescas y el apalancamiento excesivo.

Y luego están los políticos. Incluso ahora, es difícil conseguir que los demócratas, incluido el presidente Obama, critiquen sin tapujos las prácticas que nos han metido en el lío en que estamos. Y en cuanto a los republicanos, ahora que sus políticas de bajadas de impuestos y liberalización nos han metido en un atolladero económico, su receta para la recuperación es: bajadas de impuestos y liberalización.

Así que brindémosle una despedida nada cordial al Gran Cero (la década en que no conseguimos nada ni aprendimos nada). ¿Será mejor la próxima década? Permanezcan atentos. Ah, y feliz Año Nuevo.


AUTOR : PAUL KRUGMAN; PREMIO NOBEL DE ECONOMIA 2008

FUENTE : EL PAIS