Hay un consenso sobre la necesidad de que los pequeños agricultores se asocien para lograr ciertas economías de escala que les permitan ser más competitivos. La pregunta es cómo, y esto suscita debates.
El DL 1020 propone una forma específica de asociación. Conveagro ha propuesto otra modalidad, el Régimen Especial del Productor Agrario (REPA). Por otro lado, hay formas de asociación ya existentes en nuestro agro: las cooperativas, las asociaciones de agricultores por línea de producto. Y las comunidades campesinas ¿acaso no son también asociaciones de pequeños agricultores?
Aunque la necesidad de asociación parezca obvia, no hay una discusión sistemática y ordenada sobre el tema. Diferentes tipos de asociaciones pueden corresponder a diferentes objetivos y tipos de agricultores. El problema surge cuando se pretende que un tipo de asociación sea el adecuado para todos.
‘Pequeña agricultura’ es un concepto que engloba una realidad diversa. Incluye una gran diversidad de productores agrarios. Hay los especializados en cultivos comerciales, totalmente integrados al mercado. Entre ellos hay monoproductores, como los de mango para exportación, y también los pequeños cafetaleros que, aunque especializados, tienen formas de producción ‘campesinas’, pues complementan sus cultivos de café con otros para el autoconsumo.
Los pequeños agricultores propiamente “campesinos” están vinculados al mercado, pero autoconsumen parte de su producción. Además, dada la escasez de tierras, deben también realizar actividades económicas extraprediales. Están los colonos de la selva alta, muchos de ellos semiitinerantes. Y están asimismo las poblaciones nativas que también viven de la actividad agraria.
A esta diversidad se agrega el hecho de que hay pequeños agricultores que tienen una, 5, o 15 hectáreas, con grandes diferencias tecnológicas, económicas y de niveles educativos.
El mundo de la pequeña agricultura es, pues, muy heterogéneo.
Por lo tanto, la discusión sobre la ‘asociatividad’ tiene que tomar en cuenta a qué tipo de pequeños agricultores se pretende asociar y con qué objetivos, sean estos facilitar el acceso al crédito y a mejores tecnologías, mejorar los canales de comercialización, o hacer inversiones que sirvan a varios productores.
Es conveniente, entonces, que existan varias formas de asociación que satisfagan diferentes necesidades y que se adecúen a una categoría social muy diversa.
La fórmula propuesta por el DL 1020 podría adecuarse, con algunas modificaciones, a cierto tipo de agricultores, no a los muy pequeños ni a las comunidades campesinas. Es posible que el REPA sea la mejor propuesta para los pequeños productores de cultivos sensibles que pueden ser afectados por los TLC. En cuanto a las comunidades campesinas habría que proponer normas que las incentiven a desempeñar funciones económicas que hoy no cumplen, y que podrían ser provechosas para las familias comuneras y para la propia institución comunal.
AUTOR : FERNANDO EGUREN
FUENTE : DIARIO LA REPUBLICA
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viernes, 27 de marzo de 2009
Ganar la partida de la confianza
El 2 de abril, el G-20 celebrará una cumbre en Londres para examinar lo que será –hemos de esperar– un plan internacionalmente coordinado para abordar la crisis económica mundial, pero, ¿puede funcionar de verdad semejante plan?
El problema básico es, naturalmente, la confianza. Todo el mundo, tanto consumidores como inversores, están anulando planes de gasto en todas partes, porque ahora mismo la economía mundial parece muy peligrosa. Lo mismo ocurrió durante la Gran Depresión del decenio de 1930. Un observador contemporáneo, Winthrop Case, lo explicó todo en 1938: la reactivación económica dependía “de la buena voluntad de los compradores individuales y empresariales para hacer adquisiciones que necesariamente vinculan sus recursos durante un período considerable de tiempo. Para las personas, entraña confianza en su empleo, lo que, a fin de cuentas, remite a la propia confianza de los dirigentes industriales”. Lamentablemente, la confianza no volvió hasta que la segunda guerra mundial acabó con la depresión.
Para que los dirigentes que se reunirán en Londres tengan éxito en aquello en lo que fracasaron los gobiernos en el decenio de 1930, deben comprometerse con un objetivo presupuestario que sea suficiente para restablecer el pleno empleo en condiciones crediticias normales. Deben comprometerse también con un objetivo crediticio que restablezca la normalidad de los préstamos. Mientras los ciudadanos no tengan un puesto de trabajo y un acceso normal al crédito, no gastarán con normalidad. Durante la Gran Depresión, no se recurrió a esos objetivos en una escala suficientemente grande, con lo que simplemente se avivó la falta de esperanza pública en que las políticas de estímulo llegaran a dar resultado jamás.
La cumbre del G-20 debe ser también una oportunidad para afirmar algunos principios básicos. Para inducir confianza, no basta con gastar o prestar exclusivamente. Los ciudadanos necesitan creer que el dinero representa algo más duradero que las medidas de estímulo, que pueden acabar fracasando. Al fin y al cabo, la Gran Depresión no acabó simplemente gracias al estímulo en masa que supusieron los gastos relacionados con la guerra. ¿Por qué había de infundir la segunda guerra mundial confianza alguna en el futuro?
Desde luego, la segunda guerra mundial redujo espectacularmente la tasa de desempleo en los Estados Unidos, del 15 por ciento en 1940 al 1 por ciento en 1944, y tuvo un efecto similar en otros países, pero no se debió a un renacimiento de la confianza empresarial, sino a una horrible guerra, pura y simplemente, con el consiguiente reclutamiento en masa para luchar o para trabajar en las industrias que abastecían el esfuerzo bélico.
La auténtica recuperación de la confianza no ocurrió hasta después de la segunda guerra mundial, cuando el mundo no volvió a sumirse en la depresión. El Consejo de Asesores Económicos de los Estados Unidos avisó de esa posibilidad en 1949 y no fue el único en hacerlo.
Parece haber más de una razón por la que, al contrario, la confianza volvió con ímpetu. En primer lugar, hubo una sensación general de “demanda acumulada”. Después de años de privación (y en muchos países la destrucción física de la guerra), los ciudadanos querían simplemente vivir con normalidad: reconstruir, poseer una casa, un coche y otros bienes de consumo.
La impresión generalizada de que había semejante demanda acumulada hizo creer a la gente que no podía haber otra depresión. La sensación de una demanda acumulada fue como un potente plan de estímulo económico y tuvo la ventaja de que la gente creyó que sería muy duradera. De hecho, la misma confianza a largo plazo desencadenó la explosión demográfica de la posguerra.
Sin embargo, según algunos observadores contemporáneos, la “demanda acumulada” fue sólo una parte de aquella historia. Durante la breve, pero profunda, depresión de 1949, la comentarista financiera Silvia Porter reflexionó sobre las actitudes que condujeron al desplome de 1929: “No vimos nada negativo –de hecho, lo consideramos todo positivo– en el desenfrenado auge especulativo y la inflación crediticia que... acabó en la orgía bolsística de 1929, que ahora parece increíble”.
Pero después, escribió Porter, tras la depresión y la guerra, “comenzamos a aceptar la idea de que cien millones de ciudadanos, al actuar mediante un gobierno central, podían lograr mucho más que cien millones que actuaran como unidades egoístas y separadas. En una palabra, adoptamos una nueva actitud ante las obligaciones del gobierno”. Concluía que el efecto positivo de la “demanda acumulada” y de las medidas gubernamentales sólo puede “tener sentido cuando se contemplan sobre el fondo de nuestra nueva concepción económica y política”.
El Plan Marshall, que funcionó de 1947 a 1951, pasó a ser un símbolo de esa nueva actitud. Los EE.UU. concedieron miles de millones de dólares de ayuda para reconstruir los asolados países de Europa. La opinión generalizada sobre dicho plan fue la de que reflejaba un nuevo tipo de ilustración, un reconocimiento de la importancia que revestía apoyar a quienes necesitaban ayuda. No se dejaría a Europa consumirse y el estímulo llegó del extranjero.
Después de la guerra, la teoría económica keynesiana, que en general no fue aceptada o no fue entendida durante la Gran Depresión, pasó a ser la base para un nuevo pacto social. Era una teoría que resultaba de lo más idónea para una generación que acababa de soportar unos sacrificios excepcionales, pues reafirmó la creencia en nuestra responsabilidad mutua. Esa clase de creencia inspiradora intensifica el estímulo económico.
Por eso, todos los compromisos subscritos y todas las intenciones expresadas en la próxima cumbre del G-20 tienen su importancia. Los países representados deben demostrar un espíritu generoso y hacer funcionar la economía mundial para todo el mundo. Cuestiones aparentemente periféricas, como la ayuda al mundo en desarrollo y a los pobres, que son quienes más sufren en una crisis como ésta, formarán parte de la historia primordial de la renovación de la confianza, del mismo modo que el Plan Marshall formó parte de la historia de la segunda guerra mundial.
AUTOR :Robert Shiller, profesor de Economía en la Universidad de Yale y economista jefe de MacroMarkets, LLC, es coautor, junto con George Akerlof, de Animal Spirits: How Human Psychology Drives the Economy and Why It Matters for Global Capitalism (“Instinto animal. La psicología humana como impulsora de la economías y su importancia para el capitalismo mundial”).
FUENTE : PROJECT SYNDICATE
El problema básico es, naturalmente, la confianza. Todo el mundo, tanto consumidores como inversores, están anulando planes de gasto en todas partes, porque ahora mismo la economía mundial parece muy peligrosa. Lo mismo ocurrió durante la Gran Depresión del decenio de 1930. Un observador contemporáneo, Winthrop Case, lo explicó todo en 1938: la reactivación económica dependía “de la buena voluntad de los compradores individuales y empresariales para hacer adquisiciones que necesariamente vinculan sus recursos durante un período considerable de tiempo. Para las personas, entraña confianza en su empleo, lo que, a fin de cuentas, remite a la propia confianza de los dirigentes industriales”. Lamentablemente, la confianza no volvió hasta que la segunda guerra mundial acabó con la depresión.
Para que los dirigentes que se reunirán en Londres tengan éxito en aquello en lo que fracasaron los gobiernos en el decenio de 1930, deben comprometerse con un objetivo presupuestario que sea suficiente para restablecer el pleno empleo en condiciones crediticias normales. Deben comprometerse también con un objetivo crediticio que restablezca la normalidad de los préstamos. Mientras los ciudadanos no tengan un puesto de trabajo y un acceso normal al crédito, no gastarán con normalidad. Durante la Gran Depresión, no se recurrió a esos objetivos en una escala suficientemente grande, con lo que simplemente se avivó la falta de esperanza pública en que las políticas de estímulo llegaran a dar resultado jamás.
La cumbre del G-20 debe ser también una oportunidad para afirmar algunos principios básicos. Para inducir confianza, no basta con gastar o prestar exclusivamente. Los ciudadanos necesitan creer que el dinero representa algo más duradero que las medidas de estímulo, que pueden acabar fracasando. Al fin y al cabo, la Gran Depresión no acabó simplemente gracias al estímulo en masa que supusieron los gastos relacionados con la guerra. ¿Por qué había de infundir la segunda guerra mundial confianza alguna en el futuro?
Desde luego, la segunda guerra mundial redujo espectacularmente la tasa de desempleo en los Estados Unidos, del 15 por ciento en 1940 al 1 por ciento en 1944, y tuvo un efecto similar en otros países, pero no se debió a un renacimiento de la confianza empresarial, sino a una horrible guerra, pura y simplemente, con el consiguiente reclutamiento en masa para luchar o para trabajar en las industrias que abastecían el esfuerzo bélico.
La auténtica recuperación de la confianza no ocurrió hasta después de la segunda guerra mundial, cuando el mundo no volvió a sumirse en la depresión. El Consejo de Asesores Económicos de los Estados Unidos avisó de esa posibilidad en 1949 y no fue el único en hacerlo.
Parece haber más de una razón por la que, al contrario, la confianza volvió con ímpetu. En primer lugar, hubo una sensación general de “demanda acumulada”. Después de años de privación (y en muchos países la destrucción física de la guerra), los ciudadanos querían simplemente vivir con normalidad: reconstruir, poseer una casa, un coche y otros bienes de consumo.
La impresión generalizada de que había semejante demanda acumulada hizo creer a la gente que no podía haber otra depresión. La sensación de una demanda acumulada fue como un potente plan de estímulo económico y tuvo la ventaja de que la gente creyó que sería muy duradera. De hecho, la misma confianza a largo plazo desencadenó la explosión demográfica de la posguerra.
Sin embargo, según algunos observadores contemporáneos, la “demanda acumulada” fue sólo una parte de aquella historia. Durante la breve, pero profunda, depresión de 1949, la comentarista financiera Silvia Porter reflexionó sobre las actitudes que condujeron al desplome de 1929: “No vimos nada negativo –de hecho, lo consideramos todo positivo– en el desenfrenado auge especulativo y la inflación crediticia que... acabó en la orgía bolsística de 1929, que ahora parece increíble”.
Pero después, escribió Porter, tras la depresión y la guerra, “comenzamos a aceptar la idea de que cien millones de ciudadanos, al actuar mediante un gobierno central, podían lograr mucho más que cien millones que actuaran como unidades egoístas y separadas. En una palabra, adoptamos una nueva actitud ante las obligaciones del gobierno”. Concluía que el efecto positivo de la “demanda acumulada” y de las medidas gubernamentales sólo puede “tener sentido cuando se contemplan sobre el fondo de nuestra nueva concepción económica y política”.
El Plan Marshall, que funcionó de 1947 a 1951, pasó a ser un símbolo de esa nueva actitud. Los EE.UU. concedieron miles de millones de dólares de ayuda para reconstruir los asolados países de Europa. La opinión generalizada sobre dicho plan fue la de que reflejaba un nuevo tipo de ilustración, un reconocimiento de la importancia que revestía apoyar a quienes necesitaban ayuda. No se dejaría a Europa consumirse y el estímulo llegó del extranjero.
Después de la guerra, la teoría económica keynesiana, que en general no fue aceptada o no fue entendida durante la Gran Depresión, pasó a ser la base para un nuevo pacto social. Era una teoría que resultaba de lo más idónea para una generación que acababa de soportar unos sacrificios excepcionales, pues reafirmó la creencia en nuestra responsabilidad mutua. Esa clase de creencia inspiradora intensifica el estímulo económico.
Por eso, todos los compromisos subscritos y todas las intenciones expresadas en la próxima cumbre del G-20 tienen su importancia. Los países representados deben demostrar un espíritu generoso y hacer funcionar la economía mundial para todo el mundo. Cuestiones aparentemente periféricas, como la ayuda al mundo en desarrollo y a los pobres, que son quienes más sufren en una crisis como ésta, formarán parte de la historia primordial de la renovación de la confianza, del mismo modo que el Plan Marshall formó parte de la historia de la segunda guerra mundial.
AUTOR :Robert Shiller, profesor de Economía en la Universidad de Yale y economista jefe de MacroMarkets, LLC, es coautor, junto con George Akerlof, de Animal Spirits: How Human Psychology Drives the Economy and Why It Matters for Global Capitalism (“Instinto animal. La psicología humana como impulsora de la economías y su importancia para el capitalismo mundial”).
FUENTE : PROJECT SYNDICATE
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