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miércoles, 9 de junio de 2010

Porqué los economistas no vieron el fraude financiero que terminó por colapsar la economía. Testimonio ante el Senado de los EE.UU




“Los fraudes de control siempre terminan en un fracaso. Pero el fracaso de la empresa no significa el fracaso del fraude: quienes lo perpetran suelen acabar ricos. En algún momento, eso exige la subversión, el soborno o la derrota de la ley. Así intersectan crimen y política. En su núcleo, por tanto, la crisis financiera fue una quiebra del imperio de la ley en los EEUU.”

El texto que a continuación se reproduce es el testimonio escrito prestado por el gran economista norteamericano James K. Galbraith el pasado mes de mayo ante los miembros del Subcomité Judicial del Senado de los EEUU.

Les escribo a ustedes como profesional de una disciplina desgraciada. La teoría económica, tal como se enseña desde los años 80, ha fracasado miserablemente en punto a entender las fuerzas determinantes de la crisis financiera. Conceptos centrales, como los de las “anticipaciones racionales” y la“disciplina de mercado”, así como la “hipótesis de la eficiencia de los mercados”, llevaron a los economistas a sostener que la especulación estabilizaría los precios, que los vendedores actuarían para proteger su propia reputación, que podía confiarse en el caveat emptor y que, por consecuencia, no podría darse un fraude generalizado. No todos los economistas creyeron eso. Pero la mayoría, sí.

De manera que el estudio del fraude financiero mereció poca atención. Prácticamente, no existen institutos de investigación consagrados a ese estudio; la colaboración entre los economistas y los penalistas es rara; en los departamentos universitarios que marcan el tono hay muy pocos especialistas en el asunto, y todavía menos estudiantes. Los economistas han subestimado el papel del fraude en todas las crisis que han estudiado, incluidas la debacle de las Cajas de Ahorros provinciales (Saving&Loan) de los años 80 y 90, la transición en Rusia, el desplome financiero asiático y la burbuja punto.com. Y siguen haciéndolo. En un congreso patrocinado por el Instituto Levy de teoría económica celebrado en Nueva York el pasado 17 de abril, a lo más que se acercó a esta cuestión un antiguo subsecretario del Tesoro, Peter Fisher, fue cuando usó la palabra “travesura”. Eso ocurría el mismo día en que la SEC [la comisión controladora del mercado de valores, por sus siglas en inglés] acusaba de fraude a Goldman Sachs.

Hay excepciones. Un célebre artículo publicado en 1993, titulado “Saqueo: la quiebra en búsqueda de beneficios” y firmado por George Akerlof y Paul Romer aprovechaba de manera excepcional la experiencia de reguladores públicos que comprendían el fraude. El penalista y economista William K. Black, de la Universidad de Missouri-Kansas City, es nuestro más capaz y sistemático analista de las relaciones entre el crimen financiero y la crisis financiera. Black muestra que el fraude contable ha de darse por descontado cuando puedes controlar la institución que lo comete: “la mejor manera de robar un banco es poseerlo”. La experiencia de la crisis de Savings&Loan mostró cómo se tomaba el control de empresas con el explícito propósito de despojarlas, de sangrarlas. Eso fue probado en sede judicial: la debacle dejó una estela de más de mil condenas penales. Otras crónicas útiles del fraude financiero moderno son la de James Stewart, Den of Thieves [Estudio de ladrones], sobre la era Boesky-Milken, y la Conspiracy of Fools [La conspiración de los necios] de Kurt Eichenwald, sobre el escándalo de Enron. Sin embargo, subsiste un gran hiato entre estas historias y el análisis formal del problema.

El análisis formal nos enseña que los fraudes de control siguen ciertas pautas. Crecen rápidamente y obtienen una elevada rentabilidad, certificada por empresas contables. Pagan más que estupendamente. Al propio tiempo, rebajan drásticamente sus criterios, formando nuevos negocios en mercados anteriormente considerados de demasiado riesgo para el negocio honrado. En el sector financiero, eso toma la forma de una suscripción relajada –no: peor que eso— combinada con cierta capacidad para pasar la patata caliente al más necio que se encuentre a mano. En la California de los 80, Charles Keating observó que el contrato de una caja de ahorros era una “licencia para robar”. En los 2000, las hipotecas subprime han venido a ser algo análogo. Con una licencia para robar bajo el brazo, los ladrones se activan. Y puesto que su ejecutoria parece tan buena no tardan en dominar sus mercados; los malos agentes desplazan a los buenos.

La complejidad del sector financiero hipotecario antes de la crisis ilumina otra característica señal del fraude. En el sistema que llegaron a desarrollar, los documentos hipotecarios originales quedaban enterrados –cuando quedaban— en los registros de los originadores del crédito, muchos de los cuales, entretanto, o desaparecidos o absorbidos por otra entidad. Si se examinaran debidamente, esos registros mostrarían el alcance de la documentación faltante, de las prácticas abusivas y del fraude. Hasta ahora, no disponemos sino de pruebas muy limitadas de eso, señaladamente un estudio realizado en 2007 por Fitch Ratings sobre una pequeña muestra de RMBS [títulos residenciales hipotecariamente respaldados, por sus siglas en inglés] de alta calificación, en donde se halló “fraude, abuso o documentación faltante en casi todos los ficheros”. La petición, el año pasado, del congresista Doggett al Secretario del Tesoro Geithner para que se examinara y se informara a conciencia sobre el alcance del fraude en los registros hipotecarios existentes recibió una épica larga cambiada.

Una vez empaquetadas y titulizadas las hipotecas subprime, las agencias de calificación no procedieron a estimar concienzudamente la calidad de los préstamos subyacentes. En vez de hacerlo, se limitaron servirse de modelos estadísticos, a fin de generar calificaciones que hicieran oportunamente aceptables a los inversores los RMBS resultantes. Cuando se presume que los precios seguirán subiendo siempre, la conclusión es que un préstamo respaldado por un activo siempre podrá refinanciarse; por lo tanto, la situación actual del prestatario es irrelevante. Tal inferencia, huelga decirlo, sólo es válida en la medida en que lo sea el presupuesto de partida, pero en esta estructura de mercado perversamente diseñada quienes pagaban por las calificaciones del riesgo no tenían la menor razón para preocuparse por la calidad de sus supuestos. Entretanto, los originadores de hipotecas disponían ahora de una fórmula para extender los préstamos a los peores prestatarios que pudieran encontrar, seguros de que en este Lake Wobegon al revés, aun estándolo todos, ningún niño estaría condenado a crecer por debajo de la media. [1] La calidad del crédito colapsó porque el sistema estaba concebido para colapsar.

Un tercer elemento del brebaje tóxico era un simulacro de “seguro”, suministrado por el mercado de permutas de incumplimiento crediticio (credit default swaps: CDS). Se trata de instrumentos apocalípticos en un sentido muy preciso: generan efectivo para el emisor de los mismos hasta que ocurre el evento crediticio. Si el evento crediticio es suficientemente grande, entonces el emisor falla, momento en el cual el gobierno se enfrenta a un chantaje: o entra al rescate o colapsa el sistema. Las CDS difundieron por todo el sistema financiero global las consecuencias del desplome de los precios inmobiliarios. También proporcionaron el medio para acortar el mercado de títulos hipotecariamente respaldados, de manera que los jugadores de mayor envergadura pudieran darse la vuelta y apostar contra los mismos instrumentos que previamente habían vendido, justo antes de que se desplomara el castillo de naipes.

La reciente teoría económica de las finanzas es ciega respecto de todo esto. Analiza acciones, bonos, opciones, derivados, etc., como si fueran títulos cuyas propiedades pudieran aceptarse sin mayores problemas por el valor declarado y cuantificarse en términos de rendimientos y riesgos. Pero todo en la fórmula depende de que los instrumentos sean como aparentan ser. Pues, de no ser así, ¿qué fórmula podría aplicárseles?

Una rama más antigua de la teoría económica institucional había comprendido ya que un título es un contrato legal. Será bueno en la medida en que lo sea el sistema legal que lo respalda. El fraude es inevitable, pero en un sistema que funcione bien, será raro. Ha de considerarse –fundadamente— un problema menor. Si el fraude –o aun la percepción de fraude— llega a dominar el sistema, entonces no hay la menor base para un mercado de títulos. Se convierten en basura. Y, más profundamente, también las instituciones responsables de crearlos, calificarlos y venderlos. Lo que, en la medida en que no logra responder con la vitalidad suficiente, al propio sistema legal.

Los fraudes de control siempre terminan en un fracaso. Pero el fracaso de la empresa no significa el fracaso del fraude: quienes lo perpetran suelen acabar ricos. En algún momento, eso exige la subversión, el soborno o la derrota de la ley. Así intersectan crimen y política. En su núcleo, por tanto, la crisis financiera fue una quiebra del imperio de la ley en los EEUU.

Pregúntense ustedes: ¿cómo es posible que originadores de hipotecas, agencias calificadoras, suscriptores y entidades supervisoras NO supieran que el sistema de la financiación de la vivienda estaba infestado de fraude? Todos los indicadores estadísticos de prácticas fraudulentas –crecimiento y rentabilidad— lo sugerían. Todas las calas practicadas hasta ahora en los registros lo sugieren. La propia jerga usada –“préstamos mentirosos”, “préstamos ninja”, “préstamos neutrones” y “desechos tóxicos”— declara que el pueblo llano lo sabía. También he oído la expresión “YYNE, TYNE”, marbete para “Yo Ya No Estaré, Tú Ya No Estarás”).[2]

Por si quedaran dudas, la investigación de las comunicaciones internas de las empresas y agencias en cuestión puede acabar de dejar las cosas claras. Los correos electrónicos son reveladores. El gobierno posee ya pistas documentales cruciales (de AIG, Fannie Mae y Freddie Mac, del Departamento del Tesoro y de la Reserva Federal). Esos documentos deberían ser escrupulosamente investigados por las autoridades competentes y debidamente hechos públicos. Por ejemplo, ¿emitió AIG a sabiendas CDSs contra los instrumentos que Goldman había diseñado (en nombre del Sr. John Paulson) para quebrar? Y si así fuera, ¿por qué? Asimismo: ¿se percataron Fannie Mae y Freddie Mac de la baja calidad de los RMBS que estaban adquiriendo? ¿Lo hicieron por presiones del Sr. Henry Paulson? Si así fuera, ¿conocía la situación el Secretario Paulson? Y si la conocía, ¿por qué actuó como actuó? En un artículo reciente, Thomas Ferguson y Robert Johnson sostienen que el “Golpe de Paulson” estaba concebido para retrasar hasta después de las elecciones una crisis inevitable. Los registros internos, ¿confirman esa hipótesis?

Supongamos que la investigación que ustedes van a emprender ahora confirma la existencia de un fraude persistente, en el que están involucrados millones de hipotecas, miles de calificadores, suscriptores, analistas y ejecutivos de empresas, así como funcionarios públicos que colaboraban mirando para otro lado. ¿Cuál es la respuesta adecuada?

Algunos aparentan creer que la “confianza en los bancos” puede reconstruirse con una nueva ronda de buenas noticias económicas, con precios al alza en los mercados de valores, con tranquilizadoras declaraciones de altos funcionarios; no inspeccionando demasiado cuidadosamente las evidencias de fraude, abuso, engaño y mentira. A medida que ustedes avancen en su investigación, socavarán ustedes –y yo creo que destruirán— esa ilusoria pretensión.

Pero tienen ustedes que actuar. La única alternativa a eso es que, andando el tiempo, la quiebra pase del sistema económico al sistema político. Así como unos pocos predijeron la crisis financiera, bien podría ser que pocos, muy pocos, demasiado pocos, estuvieran hablando hoy francamente sobre las consecuencias de un fracaso en punto a abordar lo que debe abordarse ahora.

Así las cosas, me permitirán ustedes decir que el país se enfrenta hoy a una amenaza existencial. O el sistema legal cumple su tarea, o no se logrará la restauración del sistema de mercado. Tiene que procederse a un saneamiento total, transparente, efectivo y radical del sistema financiero, y también a la depuración de los funcionarios públicos que traicionaron la confianza pública. Los financieros deben sentir, hasta las entrañas, el poder de la ley. Y la población, que vive con la ley, debe ver clara e inequívocamente que es así. Gracias por su atención.

NOTA T.: [1] Lake Wogebon es una villa imaginaria del estado norteamericano de Minnesota, célebre por un programa radiofónico de la Minnesota Public Radio. En esa villa, “todas las mujeres son fuertes, todos los hombres, bien parecidos, y todos los niños, más altos que el promedio”. [2] En inglés: “IBG,YBG”, marbete para “I’ll Be Gone, You’ll Be Gone”.

AUTOR : James K. Galbraith es profesor de economía en la Lyndon B. Johnson School of Public Affairs, de la University of Texas-Austin. Hijo del llorado economista canadiense John K. Galbraith, ocupó anteriormente varios puestos en el Congreso de los Estados Unidos, incluida la dirección ejecutiva del Joint Economic Committee.
Traducción Roc F. Nyerro

FUENTE : SIN PERMISO

Los halcones del déficit y el regreso de la banda de Wall Street




Cuando los políticos exigen a la población que haga algo porque así lo dictan los mercados financieros, lo mejor que pueden hacer ustedes es agarrar firmemente su billetera. En septiembre de 2008, tanto el presidente Bush como los dirigentes Demócratas del Congreso insistieron en que si no se transferían inmediatamente 700 mil millones de dólares a los bancos, colapsaría todo el sistema financiero.

La amenaza funcionó, y los bancos obtuvieron del Congreso sus 700 mil millones, sin apenas preguntas. Resultado: Goldman Sachs, Citigroup y el resto son ahora tan rentables como siempre, y una vez más, pagan bonos récord a sus "grandes ejecutivos".

Si se hubiera permitido que el mercado siguiera su curso, Goldman, Citigroup, Morgan Stanley y muchos otros bancos grandes habrían ido a la quiebra, dejando a sus accionistas y a sus acreedores a su suerte, y a sus máximos ejecutivos, en las colas del desempleo. Hay razones para creer que eso habría resultado contraproducente para el conjunto de la economía, pero hay una enorme diferencia entre el cheque en blanco del rescate bancario (TARP) y no hacer nada. Si los políticos y sus cómplices entre los economistas académicos no hubiera avasallado a lo población con el miedo, podríamos haber logrado que los banqueros pagaran las consecuencias de la crisis que ellos mismos habían creado.

De nuevo los bancos con vara alta, la pandilla de Wall Street y sus cómplices en la teoría económica académica comienzan a hallarse de nuevo a sus anchas. Insisten en que dimos a esperanzas de recuperación económica una prioridad indebida. Deberíamos habernos centrado en la reducción del déficit. Razón de ello: tenemos que aplacar a los mercados financieros.

La tesis es que si no actuamos agresivamente ahora para reducir el déficit presupuestario, los "vigilantes de los títulos de deuda pública" empezarán a acosar a la deuda pública estadounidense como lo acaba de hacer con la griega. Se supone que eso debería amedrentarnos lo bastante, como para aceptar amplios recortes en la Seguridad Social y en otros importantes programas públicos.

Hay tres problemas básicos en esa argumentación. Primero: ¿por qué caramba debería nadie confiar en lo que dicen los economistas cómplices de los bancos? Esas gentes pasaron completamente por alto en su día los 8 billones de dólares de la burbuja inmobiliaria: ¿por qué razón deberíamos creer que su comprensión de los mercados financieros es mejor hoy que hace dos años?

La segunda razón para no seguir sus consejos es que los propios mercados financieros no reflejan necesariamente la realidad económica subyacente. ¿Y se supone que debemos ponernos de rodillas ante la última moda semanal de los mercados financieros. Supóngase que estructuramos nuestras políticas para contentar a los mercados financieros esta semana, y luego, la semana próxima, los diz-que-cerebros de Wall Street deciden poner alguna otra cosa de moda. No parece una base razonable para tomar decisiones de política económica.

La tercera razón para no tomar en serio a los halcones del déficit es, sencilla y llanamente, que se trata de mala teoría económica. El país necesita gasto de déficit para sostener la demanda hasta que la demanda privada se recupere del colapso de la burbuja inmobiliaria. Es lógica elemental, y las prestigiosas posiciones ocupadas por muchos de los halcones del déficit no bastan a inmunizarles contra las reglas de la lógica elemental.

Por lo demás, los EEUU no son Grecia, como sabe la gente mínimamente seria. Tiene una enorme economía que es ampliamente autosuficiente (las importaciones representan tan sólo el 16% del PIB). La idea de que los EEUU están a pique de experimentar una debacle de su deuda pública es patentemente absurda. La Fed puede y debería comprar deuda, si necesario fuera. Que digan los halcones del déficit que eso causaría inflación. Con muy pocas excepciones, no se avilantan a afirmar una cosa así, porque saben que no es verdad.

A los halcones del déficit les trae al pairo la insolvencia nacional; no les preocupa un posible aumento de la inflación; lo que les preocupa es la forma de despojar hasta el último céntimo a la población de trabajadora para dárselo a la pandilla de Wall Street. De eso se trató en el rescate bancario, y no de otra cosa se trata en la presente cruzada para reducir el déficit público. Ahora quieren entrar por uvas en la Seguridad Social de los trabajadores, porque, como dice con desfachatez digna de mejor causa el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, "ahí es donde está el dinero". El hecho de que los trabajadores hayan pagado por esos beneficios asistenciales le importa un higo a la pandilla de Wall Street.

De manera, pues, que si ustedes están dispuestos a que todo su dinero vaya a parar a Wall Street, tómense en serio a los halcones del déficit. Pero si creen que las gentes comunes y corrientes, y no sólo los millonarios de Wall Steet, tienen derechos también, entonces empuñen sus alabardas y apréstense a poner en fuga a los halcones del déficit y a sus cómplices, los economistas académicos.

AUTOR : Dean Baker es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR). Es autor de Plunder and Blunder: The Rise and Fall of the Bubble Economy , así como de False Profits: Recoverying From the Bubble Economy.
Traducción Ricardo Timón

FUENTE :SIN PERMISO