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viernes, 16 de julio de 2010

Cómo la desigualdad alimentó la crisis



Antes de la reciente crisis financiera, los políticos estadounidenses de ambos partidos alentaban a Fannie Mae y Freddie Mac, los gigantescos organismos hipotecarios respaldados por el gobierno, a que dieran préstamos a las personas de bajos ingresos de sus circunscripciones. Detrás de esta nueva pasión por dar vivienda a los pobres había una preocupación más grave: la creciente desigualdad de los ingresos.

Desde los años setenta, el salario de los empleados en el percentil 90 de la distribución de los ingresos en los Estados Unidos –como los gerentes de oficinas—han aumentado a una velocidad mucho mayor que los salarios del trabajador medio (del percentil 50), como los obreros y los asistentes de administración. Varios factores explican esta diferencia.

Tal vez el más importante es que el progreso tecnológico en los Estados Unidos exige que la fuerza de trabajo esté cada vez más capacitada. Un diploma de educación media bastaba para los trabajadores administrativos hace 40 años, mientras que ahora un título universitario apenas es suficiente. Sin embargo, el sistema educativo no ha logrado dar la educación necesaria a una parte suficiente de la fuerza de trabajo. Las razones van desde la calidad mediocre de la nutrición, socialización y aprendizaje en la primera edad hasta escuelas primarias y secundarias disfuncionales que dan lugar a que muchos estadounidenses salgan sin preparación para la universidad.

Las consecuencias en la vida cotidiana de la clase media son un salario estancado y una creciente inestabilidad laboral. Los políticos perciben los problemas de sus electores, pero es difícil mejorar la calidad de la educación, porque hacerlo requiere cambios políticos reales y efectivos en una esfera en la que demasiados intereses creados prefieren mantener el statu quo.

Además, los efectos de cualquier cambio tardarían años en surtir efecto y por lo tanto no aliviarían las preocupaciones actuales del electorado. Así pues, los políticos han buscado otros medios de aplacar a sus votantes. Sabemos desde hace mucho que lo importante no es el ingreso sino el consumo. Un político inteligente o cínico se daría cuenta de que si se pudiera mantener de alguna forma el consumo de los hogares de clase media, si pudieran comprar un automóvil nuevo de vez en cuando e irse de vacaciones a algún lugar exótico, tal vez no prestarían tanta atención a su salario estancado.

Por lo tanto, la respuesta política a la creciente desigualdad –ya sea que se haya planeado cuidadosamente o que haya sido la vía de menor resistencia—fue ampliar los créditos a los hogares, especialmente a los de bajos ingresos. Los beneficios –aumento del consumo y más empleos—fueron inmediatos, mientras que el pago de la inevitable factura se podía posponer. Por cínico que parezca, a lo largo de la historia los gobiernos que no pueden resolver las ansiedades más profundas de la clase media han utilizado el crédito flexible como paliativo.

No obstante, los políticos prefieren expresar los objetivos en términos más alentadores y persuasivos que el burdo aumento del consumo. En los Estados Unidos, la ampliación de la vivienda en propiedad –un elemento clave del sueño americano—a las familias de ingresos bajos y medios fue el eje justificable de los objetivos más amplios de expansión del crédito y el consumo.

¿Por qué no emprendieron los Estados Unidos un camino más directo de redistribución, de impuestos o endeudamiento y gasto para la nerviosa clase media? Grecia, por ejemplo, se metió en problemas por hacer exactamente eso, al dar empleos públicos con salarios excesivos a miles de personas, aun cuando eso provocó que la deuda pública llegara a niveles astronómicos.

No obstante, en los Estados Unidos ha habido recientemente una alineación de fuerzas políticas poderosas contra la redistribución directa. Los créditos hipotecarios dirigidos fueron una política con mayor apoyo porque todas las partes pensaron que se beneficiarían.

La izquierda apoyaba los flujos hacia su electorado natural, mientras que la derecha veía con agrado a los nuevos propietarios, a los que quizá podría convencerse de cambiar de partido. La política de dar más créditos hipotecarios a las familias de bajos ingresos fue uno de los pocos temas en los que estuvieron de acuerdo la administración del presidente Bill Clinton, con su mandato de viviendas asequibles, y la del presidente George W. Bush, con su fomento de una sociedad de la "propiedad".

Sin embargo, al final, este esfuerzo equivocado de aumentar las viviendas en propiedad mediante el crédito ha dejado a los Estados Unidos con viviendas que nadie puede pagar y con familias excesivamente endeudadas. Irónicamente, desde 2004 la tasa de propiedad de viviendas ha estado disminuyendo.

El problema, como sucede a menudo con las políticas públicas, no fueron los propósitos. Rara vez lo son. No obstante, cuando una gran cantidad de dinero fácil liberado por un gobierno con muchos recursos entra en contacto con las motivaciones de lucro de un sector financiero sofisticado, competitivo y amoral, las cosas rebasan por mucho las intenciones del gobierno.

Por supuesto, esta no es la primera vez en la historia que se utiliza la expansión del crédito para aplacar las preocupaciones de un grupo que se está quedando atrás, ni será la última. De hecho, ni siquiera es necesario mirar hacia afuera de los Estados Unidos para encontrar ejemplos. La desregulación y la rápida expansión del sector bancario estadounidense en los primeros años del siglo XX fueron en gran medida una respuesta al movimiento Populista, apoyado por pequeños y medianos agricultores que veían que se rezagaban frente al número creciente de obreros y que exigían créditos más flexibles. El excesivo endeudamiento rural fue una de las causas importantes de las quiebras de los bancos durante la Gran Depresión.

Esto tiene una implicación más amplia, que es que debemos buscar más allá de los banqueros codiciosos y los reguladores débiles (y hubo muchos de ambos) para encontrar las causas de esta crisis. Los problemas no se solucionan con una ley de regulación financiera que le dé más poder a esos reguladores. Los Estados Unidos necesitan atacar las raíces de la desigualdad y dar a más estadounidenses la capacidad de competir en el mercado global. Esto es mucho más difícil que repartir créditos, pero es más efectivo a la larga.

AUTOR : Raghuram Rajan es profesor de finanzas en la Escuela Booth de Chicago y autor de Fault Lines: How Hidden Fractures still Threaten the World Economy,
FUENTE : PROJECT SYNDICATE

¿Un momento rooseveltiano para los megabancos de los Estados Unidos?



Hace algo más de cien años, los Estados Unidos estaban a la cabeza del mundo en relación con la necesidad de replantear el funcionamiento de las grandes empresas y de decidir cuándo se debía limitar su poder. Retrospectivamente, la legislación que constituyó un gran avance al respecto –y no sólo para los Estados Unidos, sino internacionalmente– fue la Ley Sherman Antimonopolio de 1890.

El proyecto de ley Dodd-Frank de reforma financiera, que está a punto de aprobar el Senado de los EE.UU., hace algo similar –y que hacía falta desde hacía mucho– para la banca.

Antes de 1890, estaba generalizada la opinión de que las grandes empresas eran más eficientes y en general más modernas que las pequeñas. La mayoría de las personas veían la consolidación de las empresas pequeñas en un número menor de empresas mayores como un desarrollo estabilizador que recompensaba el éxito y permitía una mayor inversión productiva. Al final, la creación de los Estados Unidos como una potencia económica importante fue posible gracias a fundiciones de acero gigantescas, sistemas ferroviarios integrados y la movilización de enormes reservas energéticas mediante empresas como la Standard Oil.

Pero unas empresas cada vez mayores también tuvieron unas repercusiones sociales profundas y a ese respecto no todo correspondió a la columna del “haber”. Quienes dirigían las grandes empresas eran con frecuencia personas sin escrúpulos y en algunos casos se valían de su posición dominante en el mercado para expulsar de él a sus competidores, lo que después permitía a las empresas supervivientes limitar la oferta y aumentar los precios.

Desde luego, había posición dominante en los mercados locales y regionales de los Estados Unidos en el siglo XIX, pero nada comparable con lo que se desarrolló en los cincuenta años siguientes. Las grandes empresas aportaron importantes mejoras en la productividad, pero también la capacidad de las empresas privadas de actuar de forma perjudicial para el mercado en sentido más amplio... y para la sociedad.

La propia Ley Sherman no cambió aquella situación de la noche a la mañana, pero, una vez que el Presidente Theodore Roosevelt decidió adoptar aquella causa, pasó a ser un instrumento potente al que se podía recurrir para desbaratar los monopolios industriales y de transportes. Al hacerlo, Roosevelt y quienes siguieron sus pasos cambiaron el consenso.

La primera actuación de Roosevelt, contra Northern Securities en 1902, fue inmensamente polémica, pero la opinión mayoritaria consideró completamente razonable la división, un decenio después, de Standard Oil, tal vez la empresa más poderosa de la historia del mundo hasta aquella fecha, que se hizo al grandioso estilo americano: se la fraccionó en treinta piezas, a los accionistas les fue muy bien y la familia Rockefeller acabó rehabilitándose ante el público americano.

¿Por qué no se utilizan esos instrumentos antimonopolio contra los megabancos actuales, que han llegado a ser tan poderosos, que pueden inclinar la legislación y la reglamentación en gran medida a su favor, al tiempo que reciben, además, los generosos rescates necesarios financiados con cargo a los contribuyentes?

La respuesta es la de que el tipo de poder que los grandes bancos ejercen actualmente es muy diferente de lo que imaginaron los redactores de la Ley Sherman o quienes dieron forma a su aplicación en los primeros años del siglo XX. Los bancos no tienen capacidad para fijar precios de forma monopolista en el sentido tradicional y su participación en el mercado, a escala nacional, es menor que la que desencadenaría una investigación antimonopolio en los sectores no financieros.

Las reformas de la banca del decenio de 1930 impusieron topes de tamaño que resultaron eficaces y en la Ley Riegle-Neal de 1994 se procuró mantener restricciones semejantes, pero la total desreglamentación de los quince últimos años dio al traste con todas esas limitaciones.

Sin embargo, ahora llega un nuevo tipo de antimonopolio, en forma de la enmienda Kanjorski, cuyo lenguaje estaba inserto en el proyecto de ley Dodd-Frank. Una vez que el proyecto pase a ser ley, los reglamentadores federales tendrán el derecho y el deber de limitar el alcance de los grandes bancos y, en caso necesario, fragmentarlos cuando planteen un “grave riesgo” para la estabilidad financiera.

No se trata de una posibilidad teórica: esos riesgos se manifestaron con toda claridad a finales de 2008 y a comienzos de 2009. Naturalmente, sigue sin poder saberse seguro si los reglamentadores adoptarían, en efecto, semejantes medidas, pero, como dijo recientemente el Representante Paul Kanjorski, impulsor principal de esa disposición, “la enseñanza fundamental que se desprende del pasado decenio es la de que los reglamentadores financieros deben utilizar sus facultades, en lugar de mimar los intereses industriales”.

Y probablemente Kanjorski esté en lo cierto, en el sentido de que no sería necesaria gran cosa. “Si tan sólo un reglamentador recurre a esas facultades extraordinarias [de dividir bancos demasiado grandes para quebrar] una sola vez”, dice, “constituirá un mensaje potente”, que podría “cambiar en gran medida el comportamiento de todas las grandes empresas financieras por siempre jamás”.

Los reglamentadores pueden hacer mucho, pero necesitan la dirección política desde el nivel más alto para lograr avances auténticos. Naturalmente, Teddy Roosevelt prefirió “no levantar la voz y empuñar un gran garrote”. La enmienda Kanjorski es un gran garrote. ¿Quién lo empuñará?

AUTOR : Simon Johnson, ex economista jefe del FMI, es co-fundador de una economía líder en blog, http://BaselineScenario.com, profesor en el MIT Sloan, e investigador asociado en el Instituto Peterson de Economía Internacional.

FUENTE : PROJECT SYNDICATE