Uno de los secretos vergonzosos de la economía es el de que no existe una “teoría económica”. No existe, sencillamente, un conjunto de principios fundamentales en los que basar cálculos que iluminen los resultados económicos del mundo real. Debemos tener presente esa limitación del conocimiento económico cuando se está impulsando al máximo la austeridad fiscal en todo el mundo.
A diferencia de los economistas, los biólogos, por ejemplo, saben que todas las células funcionan conforme a instrucciones para la síntesis de las proteínas codificadas en su ADN. Los químicos comienzan con los principios de Heisenberg y Pauli, más la tridimensionalidad del espacio, y nos hablan de configuraciones de electrones. Los físicos comienzan con las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza.
Los economistas no tienen nada parecido. Los “principios económicos” que respaldan sus teorías son un fraude: no verdades fundamentales, sino meros mandos que se giran y se ajustan para que del análisis resulten las conclusiones “adecuadas”.
Las conclusiones “adecuadas” dependen de cuál de los dos tipos de economista se sea. Uno de ellos elige, por razones no económicas ni científicas, una posición política y un conjunto de aliados políticos y gira y ajusta sus tesis hasta que de ellas se desprenden conclusiones que se ajustan a su posición y gustan a sus aliados. El otro tipo toma los restos de la Historia, los echa en la olla, aviva el fuego y los cuece, con la esperanza de que los huesos emitan enseñanzas e indiquen principios con los que guiar a los votantes, burócratas y políticos de nuestra civilización, mientras avanzan lentamente hacia la utopía.
No es de extrañar que sólo el segundo tipo de economistas tenga –creo yo– algo útil que decir. Así, pues, ¿qué enseñanzas puede brindarnos la Historia sobre nuestra difícil situación económica actual?
En 1829, John Stuart Mill dio el fundamental salto intelectual al idear cómo luchar contra las “saturaciones generales”. Mill vio que el exceso de demanda de algún conjunto de activos en los mercados financieros se reflejaba en un exceso de oferta de bienes y servicios en los mercados de productos, lo que, a su vez, creaba un exceso de oferta de trabajadores en los mercados laborales.
La consecuencia resultaba clara. Si se aliviaba el exceso de demanda de activos financieros, se curaba también el exceso de oferta de bienes y servicios (el déficit de demanda agregada) y el exceso de oferta de mano de obra (desempleo en masa).
Ahora bien, hay muchas formas de aliviar el exceso de demanda de activos financieros. Cuando el exceso de demanda corresponde a activos líquidos utilizados como medios de pago –de “dinero”–, la respuesta natural es hacer que el banco central compre bonos estatales por efectivo, con lo que aumentan las reservas monetarias y se vuelve a equilibrar la oferta con la demanda. Llamamos a eso “política monetaria”.
Cuando el exceso de demanda corresponde a activos a largo plazo –bonos que sirven de vehículos para ahorros que trasladan el poder adquisitivo del presente al futuro–, la respuesta natural es doble: inducir a las empresas a que tomen prestado más y creen más capacidad y alentar al Gobierno a endeudarse y gastar, con lo que se vuelve a equilibrar la oferta de bonos con la demanda. Llamamos a la primera de esas operaciones “restablecer la confianza” y a la segunda “política fiscal”.
Cuando el exceso de demanda corresponde a activos de la mayor calidad –sitios en los que se puede depositar la riqueza y estar seguro de que seguirá en ellos cuando volvamos–, la respuesta natural es la de hacer que gobiernos solventes garanticen algunos activos privados y compren otros y los canjeen por sus obligaciones propias, con lo que disminuye la oferta de activos de riesgo y aumenta la de activos seguros. Llamamos a eso “política bancaria”.
Naturalmente, ninguna política del mundo real encaja exactamente con esos tipos ideales. Ahora mismo, el Banco Central Europeo está preocupado por que la continua política fiscal expansionista dé un resultado opuesto al deseado. Sí, sostiene, hacer que los gobiernos gasten más dinero y sigan contrayendo grandes déficits aumentará la oferta de bonos, con lo que aliviará el exceso de demanda de activos a largo plazo, pero, si las emisiones de deuda de un Estado exceden su capacidad de endeudamiento, toda su deuda estará en peligro. Habrá aliviado una escasez de activos a largo plazo creando una escasez de activos de la mayor calidad, por lo que se encontrará en una posición peor que antes.
El BCE sostiene que las economías fundamentales del Norte mundial – Alemania, Francia, Gran Bretaña, los Estados Unidos y el Japón– se encuentran ahora en un momento en que necesitan una rápida reducción fiscal y austeridad, porque la confianza de los mercados financieros en la calidad de su deuda ha quedado afectada y puede desplomarse en cualquier momento. Y las autoridades lo van haciendo: a finales de julio, Peter Orszag, director de la Oficina de Gestión y Presupuesto de los Estados Unidos, dijo que la próxima consolidación fiscal a lo largo de los tres próximos años será la mayor reducción de gasto del país en 60 años.
Sin embargo, cuando observo la economía mundial, veo un panorama muy diferente, en el que la confianza de los mercados en la calidad de las obligaciones estatales de las economías fundamentales del Norte mundial en modo alguno está al borde del desplome. Veo una producción inferior en un diez por ciento a su capacidad y veo tasas de desempleo que se acercan al diez por ciento. Lo que es más importante para la política económica a corto plazo es que veo un mundo en el que los inversores tienen una confianza enorme en la deuda estatal de las economías fundamentales: para muchos, el único puerto seguro en esta tormenta.
En estas circunstancias, podemos estar seguros de lo que Mill habría recomendado.
AUTOR : J. Bradford DeLong , ex Asistente de EE.UU. Secretario del Tesoro , es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigación Económica .FUENTE : PROJECT SYNDICATE