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martes, 3 de noviembre de 2009
Macroeconomía: ¿de agua dulce o salada?
Si algo aclaró la crisis de 2008-2009 es que esta generación de economistas no tenía la más mínima idea de cómo funciona una economía monetaria. La gran mayoría tenía un compromiso ideológico con una teoría del mercado cuyo nulo contenido científico impidió ver los síntomas de la hecatombe. Su enamoramiento con las fáciles recetas del neoliberalismo los llevó a una cosmovisión en la que las crisis no existen.
Sin embargo, hoy casi todos los economistas (en Estados Unidos, Europa, Japón, China y Brasil) aceptan que se necesita algún tipo de intervención estatal para sacar del atolladero a la economía. Y si bien es cierto que los dividen preguntas sobre los instrumentos de la intervención estatal o la duración de dicha acción, casi nadie se preocupa si lo califican de “keynesiano”.
Esto es un cambio mayúsculo. Después de todo, hasta hace poco “keynesiano” era un epíteto peyorativo. Pero hay que decirlo con claridad: no estamos frente a la transformación que se necesita. Y es que el calificativo “keynesiano” es resultado de un largo proceso en el que la obra de Keynes fue, primero, edulcorada, después, tergiversada y, finalmente, destruida.
En Estados Unidos la diferencia entre economistas “keynesianos” y los que pensaban que la intervención gubernamental era inútil comenzó a ser descrita con la expresión “macroeconomistas de agua salada y de agua dulce” en 1988. Los de agua salada eran los economistas ubicados en las universidades del litoral marítimo de Estados Unidos (Harvard, MIT, Princeton y Stanford). Los de agua dulce estaban en las orillas de los Grandes Lagos (Chicago y Minnesota). A decir verdad, las aguas se mezclaron y muchos economistas de agua salada se convirtieron en peces diádromos, adaptados tanto al agua de mar como a la de los
ríos que deben remontar para desovar.
La macroeconomía de agua salada navegaba pensando que ocasionalmente era necesaria la intervención del gobierno para restablecer los equilibrios que por algún problema el mercado no había podido consolidar. Es decir, el mercado tenía la propiedad de alcanzar una posición de equilibrio, pero a veces surgían obstáculos que se lo impedían y ahí se requería la acción del gobierno. Los tripulantes de esta embarcación: Samuelson, Solow, Modigliani y otros.
Los macroeconomistas de agua dulce (Friedman, Lucas, Sargent) estaban convencidos de que esa intervención era inoperante porque los agentes en la economía podían adaptarse muy rápidamente a la acción del gobierno. Lo único que surge cuando el gobierno se entromete es inflación y desempleo.La posición de los macroeconomistas de agua salada estuvo asociada con el nombre de Keynes.
Pero esto es parte de la confusión de los últimos 70 años. Para la macro de agua salada, la preocupación de Keynes por el desempleo se reducía a identificar las rigideces del mercado que impedían alcanzar una posición de pleno empleo. La intervención estatal debía concentrarse en eliminarlas.
Eso es absurdo. El proyecto de Keynes partía de la base de que aun sin obstáculos ni rigideces en el mercado laboral (o algún otro), el capitalismo podía mantener niveles de desempleo intolerables. Este proyecto tenía un componente teórico profundo cuyo ingrediente central es la incertidumbre, definida como un estado de cosas que no puede ser objeto de un cálculo
probabilístico para medir niveles de riesgo. Como la incertidumbre afecta las decisiones de inversión y de composición de la cartera de activos de todos los agentes económicos, es imposible asegurar la estabilidad de los mercados. A ese proyecto analítico estaban asociadas implicaciones de política económica muy importantes.
El ingrediente subversivo en ese esquema no pasó desapercibido para un mundo académico firmemente anclado en las creencias religiosas de los mercados eficientes y bien portados. Por eso, a partir de 1936, año en que Keynes publicó su Teoría general, sus aportaciones fueron desvirtuadas, recuperadas y finalmente destruidas por una comunidad académica cada vez más temerosa de emprender un trabajo genuinamente científico.
Esa historia es demasiado larga para contarse en este espacio. Pero es importante llamar la atención sobre esta evolución con el fin de disipar un poco la confusión e ir sentando las bases de una transformación en la investigación y la docencia. De todos modos, una conclusión es clara: los “keynesianos” tienen muy poco que ver con Keynes y, por otro lado, la escuelita de agua dulce quedó rebasada por los acontecimientos.
Epílogo: la expresión “marinero de agua dulce” se utiliza en sentido peyorativo para denotar navegantes que no pueden aventurarse más allá de un lago o río. El corolario es que el verdadero marinero es aquél que cruza los siete mares. Ahora que si se aplica la metáfora a nuestro país, no se puede evitar concluir que la macroeconomía de la Secretaría de Hacienda y del Banco de México no es ni de agua dulce ni de agua salada. Esos marineros zozobran desde hace mucho en un charco de agua estancada.
AUTOR : ALEJANDRO NADAL
FUENTE : SIN PERMISO
Esto ya lo habíamos visto
El 29 de octubre señala el 80 aniversario del hundimiento del mercado de valores acaecido en 1929, acontecimiento que la mayoría de los historiadores fechan como comienzo de la Gran Depresión. El Martes Negro los corredores de bolsa se deshicieron de 16 millones de acciones, empujando a los mercados a una caída libre. En los meses siguientes, las acciones se recuperaron, a veces durante periodos de tiempo prolongado, pero la economía subyacente continuó deteriorándose a medida que los consumidores restringían su consumo y recortaban bruscamente su crédito. Como resultado, cientos de bancos echaron el cierre, se hundieron miles de negocios, y el desempleo aumentó hasta llegar al 25%. Se desplomó la confianza pública y la economía decayó en un bajón que duró toda una década. Volvieron los aranceles, el comerció internacional se ralentizó hasta marchar a rastras y comenzaron a brotar villorrios de chabolas por todo el país.
En su artículo, "Las causas principales de la Gran Depresión" afirmaba Paul Alexander Gusmorino que:
"Hubo muchos factores que desempeñaron su papel a la hora de provocar la Gran Depresión; sin embargo, la causa principal estuvo en la combinación de la distribución enormemente desigual de riqueza a lo largo de los años 20, y la enorme especulación en el mercado de valores que se produjo durante la última parte de esa misma década”.
La disparidad de la renta se ensanchó a lo largo de los años 20. Mientras la renta disponible se incrementaba en un 9% entre 1920 y 1929, quienes se encontraban entre el 1% más alto disfrutaban de un aumento de un 75% en su renta disponible. Una brecha semejante, si bien mayor, ha surgido en años recientes, conforme una parte mayor de la riqueza nacional se ha movido hacia la gente más rica del país.
“Hacia 2006, el 1% superior de los hogares recibía cerca de una cuarta parte y el 10% superior conseguía el 50% de la tarta de la renta. En 2006, los 400 norteamericanos más ricos poseían una riqueza colectiva neta de 1,6 billones de dólares, mayor que la riqueza combinada de 150 millones de personas en la base. Este grado de desigualdad en la renta y la riqueza se vio por última vez justo antes del comienzo de la Gran Depresión”. (The ABCs of the Economic Crisis: What Working People Need to Know, de Fred Magdoff y Michael Yates, Monthly Review Press).
También entre 1925 y 1925, el crédito se multiplicó más del doble (de 1.380 millones de dólares a cerca de 3.000 millones) igual que ha sucedido en la última década. De acuerdo con el McKinsey Global Institute:
"Entre 2000 y 2007, los hogares norteamericanos se entregaron a una orgía de préstamos que casi dobló su extraordinaria deuda hasta dejarla en 13,8 billones. La cantidad de deuda familiar norteamericana acumulada hacia 2007 carecía de precedentes, ya se estimase en términos nominales, como parte del PIB (98%) o como proporción del pasivo de la renta personal disponible (138%) (McKinsey Global Institute, "Will U.S. Consumer Debt Reduction Cripple the Recovery?").
Los salarios estancados, los menguantes ahorros personales y la deuda familiar sin precedentes han creado condiciones casi idénticas a aquellas que precedieron a la Gran Depresión. Los síntomas han quedado enmascarados por los billones destinados a estímulo monetario y fiscal, pero la desigualdad mayúscula y el ingente peso de la deuda personal auguran un largo periodo sombrío en el porvenir. La gente es más pobre que antes y sus necesidades debe afrontarlas el gobierno. El economista James K. Galbraith toma como blanco la actual política en un artículo reciente del Washington Monthly:
"Lo más extraño del programa de Geithner es su incapacidad de actuar como si la crisis financiera fuese una verdadera crisis –una amenaza económica en conjunto y a largo plazo- en lugar de ser simplemente un par de problemas emparentados pero temporales, uno en la banca y el otro en el empleo. En la banca, la metáfora dominante es la de las cañerías: hay un tapón que debe desatacarse. Aplíquese un desatascador a los activos tóxicos, se dice, y las condiciones crediticias volverán a lo normal. Esto convertiría a la recesión en algo esencialmente normal, dando por válido el paquete de estímulos. Resolvamos estos dos problemas y acabará la crisis. Esa es la idea.
Pero la metáfora de la fontanería es equívoca. El crédito no es algo que fluye. No es algo que pueda forzarse para que baje por las tuberías a base de limpiarlas. El crédito es un contrato. Precisa de alguien que pida un préstamo y alguien que lo conceda, un cliente lo mismo que un banco. Y quien pide un préstamo debe reunir dos condiciones. Una es la solvencia crediticia, lo que significa unos ingresos seguros y, por lo general, una vivienda con valor de patrimonio neto. Por tanto los precios de los activos tienen su importancia. Con una excesiva oferta crónica de viviendas, los precios caen, las garantías desaparecen, y aun cuando se muestren dispuestos quienes solicitan un crédito, no pueden ser considerados aptos para un préstamo. El otro requisito es la buena disposición a solicitar préstamos, motivado por lo que Keynes llamó 'espíritus animales' del entusiasmo empresarial. En una depresión escasea ese optimismo. Aunque la gente disponga de avales, quiere la seguridad del efectivo. Y precisamente porque quieren efectivo es por lo que no vaciarán sus reservas destinándolas a pagar un coche nuevo.
La metáfora de que el crédito fluye da por hecho que la gente acudió en masa a los escaparates de los concesionarios de coches en noviembre pasado y tuvo que echarse atrás porque no se podía disponer de préstamos. Esto no es cierto: lo que sucedió es que la gente dejó de acudir. Y dejó de acudir porque, de repente, tuvieron la impresión de que eran pobres". ("No Return to Normal:Why the economic crisis, and its solution, are bigger than you think" James K. Galbraith, Washington Monthly).
Los planificadores clave de la política de la administración de Obama parecen no advertir el problema a la primera. Eso ha convertido lo que era una situación mala en otra aún peor. Galbraith piensa que estamos utilizando el modelo equivocado para enfrentarnos a una depresión. Si el sistema bancario se ha desmoronado y los consumidores están demasiado agobiados por sus deudas como para poder gastar, entonces hay que considerar otras alternativas.
Veamos nuevamente lo que dice James K. Galbraith:
"Roosevelt dio trabajo a los norteamericanos a una escala inmensa, rebajando las tasas de desempleo a niveles que fueran tolerables, aun antes de la guerra, del 25% en 1933 a menos del 10% en 1936...
El New Deal reconstruyó físicamente Norteamérica, poniendo el cimiento (las centrales eléctricas de la Tennessee Valley Authority, por ejemplo) desde el que pudo lanzarse la movilización de la Segunda Guerra mundial. Pero además salvó al país política y moralmente, proporcionando empleos, esperanza y confianza en que al final valía la pena preservar la democracia. Eran muchos los que en la década de 1930 no lo creían.
Lo que no se recuperó con Roosevelt fue el sistema de banca privada. Los préstamos y el crédito –las hipotecas y la construcción de viviendas- contribuyeron bastante menos al crecimiento de la producción en los años 30 y 40 de lo que habían supuesto en los años 20 o contribuirían después de la guerra. De tener algunos ahorros, la gente los mantenía en valores del Tesoro, y a pesar de los enormes déficits, las tasas de interés de la deuda federal siguieron siendo casi de cero. La trampa de liquidez no se superó hasta el fin de la guerra... El relanzamiento de las finanzas privadas tardó veinte años, aparte de la guerra.
Una breve reflexión sobre esta historia y las actuales circunstancias lleva a una clara conclusión: la plena recuperación del crédito privado tardará mucho tiempo. Se producirá después y no antes de la recuperación sólida de las finanzas de los hogares de los particulares. No hay forma de que el proyecto de revivir la economía atiborrando a los bancos de efectivo vaya a funcionar. Una política eficaz sólo puede funcionar al revés”. ("No Return to Normal: Why the economic crisis, and its solution, are bigger than you think" James K. Galbraith, Washington Monthly).
La historia puede ayudar apuntando el camino para salir de este desastre, pero no si los políticos niegan la importancia de las lecciones del pasado y siguen adelante con medidas a medias que agoten los recursos y extiendan la miseria. Reponer las reservas de los bancos y esperar que los consumidores en apuros vuelvan a pedir crédito de nuevo no tiene sentido. Igualmente sin sentido es ignorar el balance general en pedazos de la economía familiar que habrá que remendar antes de que se reanude el consumo. El gobierno ha de comprometerse más y desempeñar un papel mayor. No se trata de un problema que puedan arreglar solos la Reserva Federal y el Tesoro. Será precisa una importante movilización pública, semejante a los preparativos para una guerra. Habrá que emplear fondos federales para que reemplacen a los ingresos perdidos del Estado. Habrá que crear programas de obras del gobierno para reconstruir infraestructuras cruciales, difundir las tecnologías verdes y modernizar los sistemas energéticos. Al mismo tiempo, la administración tendrá que volver a regular el sistema financiero, dar solución o finiquitar a los bancos insolventes, y crear un sistema de bancos bajo control local que funcionen como servicios públicos para proporcionar préstamos a bajo interés a negocios y consumidores.
Todo esto costará billones; billones que no se vayan por un agujero negro a Wall Street o se utilicen para bonificaciones de sospechosos magnates bancarios. En otros palabras, dinero bien gastado.
Gran gobierno significa grandes déficits, y la amenaza en ciernes de fuga de capitales. ¿Acabarán recelando bancos centrales e inversores extranjeros de los déficits y desecharán el dólar y los bonos del Tesoro? Ni hablar. El mundo busca liderazgo, alguna indicación de que los Estados Unidos saben cómo dar forma a su futuro y limpiar sus establos. Quieren ver cómo “se hace cargo” la administración de Obama y arregla el sistema bancario, cómo llevan a cabo la investigación de los delitos, recuperan la confianza en los mercados y reconstruyen el motor de la demanda global, las clases medias. Es esta la labor del gran gobierno. El gran gobierno ha vuelto.
AUTOR :
Mike Whitney vive en el estado norteamericano de Washington y escribe en globalresearch.ca del Centre for Research on Globalization.
Traducción : Lucas Antón
FUENTE : CounterPunch
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