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miércoles, 31 de marzo de 2010

Salarios y lucha de clases


En 1817 David Ricardo escribió en sus Principios de economía política que la principal tarea de la economía política era determinar las leyes que regulan la distribución del producto entre las clases que componen una sociedad. Esto ya estaba inscrito en la teoría de Adam Smith, autor de la Riqueza de las naciones (1776) y por lo común considerado el fundador de la economía política. Pero al explicitar esto en el prefacio de sus Principios, Ricardo le da una nueva dimensión.

Lo cierto es que ese peculiar discurso llamado teoría económica se echó a cuestas el trabajo de definir las reglas que permiten asignar a cada clase social su participación en el producto. De aquí nació la idea de que el ingreso de cada persona está determinado por su contribución a la producción, y se construyó una teoría (con pretensiones científicas) que demostraba lo anterior. Al trabajo y al capital les correspondería un ingreso de acuerdo con su productividad.

Esa teoría se transmite todavía en las escuelas y facultades de economía en México y en el mundo entero. Sus alcances ideológicos son extraordinarios. Dice que los ingresos del secretario del Trabajo corresponden a su productividad marginal. También dice que los salarios de los ejecutivos de corporativos financieros dedicados a la especulación son altos por su contribución al PIB. En cambio, los salarios de los obreros en las fábricas, los campesinos en el campo o los profesores universitarios, por sólo citar unos ejemplos, son bajos porque su contribución al producto es pobre.

Ya de entrada, con el párrafo anterior puede uno ir pensando que algo anda terriblemente mal con la teoría de la productividad marginal. Pero si usted todavía no está convencido/a, le puedo decir que en los años setenta se desencadenó una polémica en el mundo académico sobre la validez de esta teoría. Los pormenores no los puedo exponer aquí por falta de espacio: los lectores interesados pueden examinar la literatura de lo que se llamó la controversia sobre la teoría del capital. Lo importante es que el veredicto fue clarísimo: la teoría de la productividad marginal no tiene ninguna validez. La derrota fue reconocida hasta por los seguidores más celosos de esta doctrina.

Pero como el mundo de los economistas es dado a la distracción, todo eso quedó en el olvido. Lo malo no es eso, sino el hecho de que a nivel popular, y hasta en muchas organizaciones sociales, sigue muy difundida la creencia de que, de alguna manera, el ingreso de los trabajadores está determinado por su aportación al producto social.

Las cifras de la Encuesta nacional de ocupación y empleo del Inegi para 2009 indican que la población económicamente activa es de 47 millones de personas. De ese total, 94.7 por ciento está ocupado, o sea 44 millones y 535 mil personas tienen un empleo. De ellas, 56 por ciento tienen percepciones iguales o inferiores a tres salarios mínimos. El salario mínimo es 57.46 pesos en la actualidad, o sea que más de la mitad de la población ocupada tiene una remuneración igual o inferior a los 5 mil 171 pesos, cantidad que no alcanza para cubrir el costo de la canasta básica, noción absurda que ya se ha convertido en desiderátum.

En el estrato de remuneraciones que sigue, que percibe entre tres y cinco salarios mínimos, tenemos otros 7 millones y medio de personas. Es decir, alrededor de 72 por ciento de la población ocupada tiene percepciones que apenas alcanzan para adquirir la canasta básica.

¿Será que las remuneraciones de toda esta población corresponden a lo que contribuyen al producto? Pues la respuesta es negativa. No existe nada en el arsenal de la teoría económica que permita afirmar lo anterior. No hay razones técnicas que determinen una norma salarial. Lo miserable del patrón de remuneraciones en México es producto de dos cosas: la subordinación de la economía nacional a la lógica del capital financiero y lo que muy bien se puede llamar la lucha de clases.

Estos datos revelan el fracaso de una economía capitalista. Esto se llama exclusión y opresión. Aquí hay una política deliberada de salarios bajos porque es la única manera que el capital en México ha encontrado para mantener lo que considera ganancias adecuadas.

La obra de David Ricardo estaba marcada por serios problemas conceptuales. La solución para algunos de ellos fue aportada por Piero Sraffa en 1959, con su obra Producción de mercancías por medio de mercancías. Pero lo interesante de esa obra es que en ella la distribución del ingreso (la repartición del producto nacional en valor) se determina por fuerzas que están fuera de la economía. Es decir, al final de cuentas, el proyecto de Ricardo (y de toda la teoría económica) quedó trunco porque las ganancias y los salarios son determinados por el estado que guarda la lucha de clases, la movilización y el poder de las centrales obreras o el de las asociaciones empresariales. El espacio de la lucha política por una remuneración adecuada es mucho más amplio de lo que comúnmente se piensa.

AUTOR : ALEJANDRO NADAL
FUENTE : SIN PERMISO

¡Rebajemos la calificación de Moody's!


Los medios de comunicación han estado bombardeando al público con historias terroríficas sobre los déficits récord del país. Periódicos, programas informativos y tertulianos que jamás se molestaron en mencionar una burbuja inmobiliaria hinchada hasta los 8 billones de dólares y que terminó hundiendo a la economía no s cansan ahora de dar la matraca con historias sobre déficits actuales y venideros que serán la ruina de nuestros nietos. La moraleja de esas historias sería que tenemos que recortar la Seguridad Social y Medicare de todos esos viejos que viven estupendamente por razones de equidad intergeneracional.

La mayoría de esas historias sobre los déficits manejan un popurrí de informaciones o falsas o confundentes. Una cosa que resulta particularmente efectiva en punto a despertar el miedo en la opinión pública son las advertencias de Moody’s, la gigantesca agencia de calificación de los títulos de deuda, de que podría llegar a rebajar su calificación de la deuda pública norteamericana. La deuda pública norteamericana ha mantenido siempre la calificación más alta otorgada por Moody’s, la AAA o triple A. Si Moody’s rebajara su calificación de la deuda pública, pondría en un buen apuro al país; montaría tanto, en substancia, como una condena de la impericia financiera del gobierno norteamericano. También tendría el efecto práctico de aumentar la carga de los intereses soportada por el gobierno, pues una degradación podría llevar a mayores tasas de interés en la deuda pública estadunidense.

Pero antes de avilantarnos a recortar la Seguridad Social y la asistencia sanitaria de nuestros padres, valdría la pena hacernos unas cuantas preguntas y contestarlas. Por lo pronto, la gente debería saber un poco más sobre Moody’s y las otras grandes agencias de calificación de los títulos de deuda. Sería bonito pensar que tenemos agencias de calificación de los títulos de deuda capaces de examinar fiablemente la contabilidad de los gobiernos y de las empresas y de decirnos la verdad sobre sus respectivos méritos financieros. Pero no es ese el país en el que vivimos.

Moody’s y las otras agencias calificadoras se han distinguido de manera eminente en el proceso de fabricación de la presente crisis. Esas agencias dieron excelentes calificaciones a instrumentos financieros complejos rebosantes de hipotecas basura y de otros activos tóxicos. Esas calificaciones permitieron a Goldman Sachs y a otros bancos de inversión vender su basura por todo el país y por el mundo entero, lo que determinó que los efectos del colapso de la burbuja inmobiliaria reverberaran por todo el sistema financiero.

No fue mera incompetencia lo que llevó a a Moody’s a confundirse respecto de la calidad de las emisiones que calificaba; fue corrupción. Moody’s y las otras agencias de calificación eran pagadas por los mismos bancos cuyos activos se encargaban ellas de calificar. Las agencias calificadoras de los títulos de deuda sabían que esas compañías querían calificaciones máximas para sus emisiones. Como dijo uno de los calificadores de Standard & Poor’s en un email, estaban dispuestos a dar la máxima calificación a productos “estructurados por vacas”.

Eso ha de tenerse presente cuando se considera la posibilidad de que Moody’s degrade la calificación de la deuda pública norteamericana. No es ningún secreto que a muchos en Wall Street les encantarían los recortes en la Seguridad Social y en Medicare, o aun su privatización. El banquero de inversiones Peter Peterson ha llegado incluso a empeñar 1 millón de dólares en la promoción de un programa político en este sentido. Cuando Moody’s amenaza con degradar la deuda pública norteamericana, o si realmente llega a degradarla, eso puede reflejar tanto su real valoración de la credibilidad del gobierno norteamericano como la resuelta intención de Wall Street de recortar esos programas públicos fundamentales.

La opinión pública tiene una manera fácil de averiguar las motivaciones de Moody’s. Todos los bancos, incluidos gigantes como Citigroup y Goldman Sachs, son tenedores de enormes cantidades de deuda pública estadounidense. También depende del gobierno norteaericano por una muchedumbre de razones, incluidos rescates potenciales. Si el gobierno de los EEUU fracasara en punto a honrar sus deudas, eso significaría, con casi total seguridad, la liquidación de todos los grandes bancos del país. No hay ningún escenario plausible en el que el gobierno estadounidense deje de honrar sus deudas y los bancos sigan siendo capaces de honrar las suyas.

Eso significa que si Moody’s llegara a degradar la calificación de la deuda pública estadounidense, para ser coherente, debería también degradar la calificación de la deuda de Citigroup, Goldman Sachs y otras grandes bancos. Si Moody’s degrada la deuda pública sin degradar la calificación de la deuda de los grandes bancos –o aun si amenaza con degradar la deuda pública, sin degradar la de los grandes bancos—, lo más verosímil es que esté actuando banderizamente en favor de los intereses políticos de Wall Street y no ofreciendo su mejor juicio sobre la credibilidad del gobierno de los EEUU.

Es una desdicha que tengamos que poner bajo sospecha la honradez de una de las grandes agencias de calificación, pero dada su pasado, a las personas serias no les queda otra opción. Para parafrasear un viejo chiste de Winston Churchill, ya conocemos el carácter de las agencias calificadoras de los títulos de deuda, sólo estamos preguntando si ahora mismo siguen prostituyéndose.

AUTOR : Dean Baker es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR). Es autor de Plunder and Blunder: The Rise and Fall of the Bubble Economy.

FUENTE : SIN PERMISO