**** ESTE COMENTARIO FUE ESCRITO AL ARTICULO DE PEDRO FRANCKE
PRESIDENTE, ESTOS TAMBIEN SON PERROS?
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PRESIDENTE, ESTOS TAMBIEN SON PERROS?
Nada menos que 15 millones de hectáreas están otorgadas en concesión a empresas mineras. Es decir, se trata de áreas reservadas en las que una empresa tiene, con exclusividad, el derecho a explorar y, si encuentra mineral, a explotarlo, sacando a un costado de ser necesario a quienes son dueños de la tierra. Hay 15 millones de hectáreas reservadas como concesiones: casi no queda distrito de la sierra peruana que no tenga ya un “dueño minero”.
Pero apenas 5% de toda esa superficie, está en exploración o producción. El 95%, solo está “separadito”, “guardado” para más tarde. Por si acaso, las cifras son del ministro del sector.
El Presidente García en su artículo del perro del hortelano nos contó que si las comunidades campesinas vendieran sus tierras “en grandes lotes, traería tecnología de la que se beneficiaría también el comunero”. Pero resulta que mediante las concesiones mineras, esas tierras ya tienen lo que en la práctica es una propiedad privada sobre los recursos del subsuelo: sólo las empresas que tienen la concesión tienen derecho a explotarla, y nadie más. Esas concesiones son, precisamente, en grandes lotes. Pero solo se explora el 5% de las tierras, la veinteava parte. Más de 14 millones de hectáreas están concesionadas sin que se esté realizando ninguna exploración en ellas. Es decir, en la mayor parte del país ¿quien es dueño que no come ni deja comer? ¿quien ha separado millones de hectáreas para sí pero no les da una utilidad social? Las empresas mineras, evidentemente con el fin de especular con ellas, esperando pacientemente que sus tierras se valoricen con descubrimientos aledaños, alza de precios de metales o desarrollo de nuevas tecnologías.
El gobierno ha decidido poner un plazo de 12 años para explorar y poner en marcha una concesión minera. Quieren obligar a que se acelere la inversión, aún cuando la injusticia social en la minería, con las sobreganancias mineras, las subcontratas y services abusivas, la contaminación ambiental y la falta de respeto a los campesinos y comuneros que viven en el entorno, se mantienen. Quieren que los negocios se hagan rápido, rápido, mientras ellos están en el gobierno, para poder sacar provecho de ello.
Pero la pregunta más de fondo es:
¿porqué bienes que pertenece a toda la nación, como son los minerales, han sido privatizados, entregados en exclusividad contra pagos ínfimos, a empresas mineras por el simple hecho de que ellas dijeron “queremos este pedazo de tierra”? ¿Bajo que criterio se ha entregado esos terrenos a unos y no a otros, que podrían trabajarlos mejor?
Esta propiedad pública debe aprovecharse de acuerdo a un plan estratégico y con participación ciudadana, respetando los derechos de los pueblos indígenas y comunidades, ir decidiendo que partes del territorio deben abrirse a la actividad minera, cuando y cómo. En ese momento, como se viene haciendo con los lotes petroleros, esos territorios puede ser entregada a privados, totalmente o en asociación con el Estado, para que empiecen la exploración que permitirá su aprovechamiento, pero de manera transparente y competitiva: mediante licitaciones públicas. Así, el que más esté dispuesto a pagar, se queda con el derecho y el estado logra mayores recursos. Las concesiones también deben darse con la obligación de las empresas privadas de entregar la información generada al estado, permitiendo así una mejor negociación y generando una base de datos y conocimientos que permita un mejor aprovechamiento de nuestros recursos.
El gobierno no ha dicho que hará con las concesiones revertidas al dominio público bajo la nueva legislación. Así como van las cosas, algo positivo como la reversión de algunas concesiones mal aprovechadas al estado, sin licitaciones de por medio puede convertirse en un nuevo espacio para grandes negocios, oscuros, entre grandes empresas mineras y los altos dirigentes apristas del gobierno.
AUTOR : PEDRO FRANCKE
PUBLICADO EN ACTUALIDAD ECONOMICA DEL PERU, 5/21/2008
La minería es la actividad destinada a la obtención selectiva de minerales y otros materiales a partir de la corteza terrestre. Este concepto también corresponde a la actividad económica primaria relacionada con la extracción de elementos y es del cual se puede obtener un beneficio económico.
En nuestro país se considera que esta actividad es la más importante (o por lo menos una de las más importantes), por lo que desde que tenemos uso de la razón se nos ha machacado constantemente que el Perú es un país minero.
Ya desde épocas prehispánicas la actividad minera en el Perú tenía relativa importancia económica, pero no alcanzó intensidad industrial o de extracción masiva de los minerales.
Esta actividad cobra importancia vital en la economía del país desde la época de la presencia hispana, en que la extracción de minerales preciosos se comienza a ejecutar en forma intensiva e irracional, con la finalidad de exportar toda la producción a la Metrópoli.
Vamos por partes. Durante el Virreynato, de acuerdo a las leyes españolas, todo el territorio pertenecía a la Corona, la que se encargaba de otorgar el derecho de explotación de las minas bajo determinadas condiciones que satisfacían los requerimientos del gobierno (concesiones). En tanto las contribuciones y tributos del rey y de la iglesia fueran respetados, el minero podía desarrollar libremente su actividad. De hecho Hispanoamérica enviaba a España más de 20 millones de pesos de plata por año, que suponían el 62% de su producción total, reservándose el resto para su propia economía. Los Borbones realizaron una política de protección al sector, creando Tribunales y Escuelas de Minería, Bancos de Rescates, rebajando el quinto al décimo en el Perú (1736), regulando los envíos de azogue, sosteniendo un precio bajo para el mercurio y hasta mandando minerólogos y metalúrgicos extranjeros para tecnificar el tratamiento de los metales preciosos.
En Perú, la producción fue de 4 millones en 1700 hasta una media anual de 3,5 millones en la década de los veinte. Posteriormente, aumentó hasta los 6,5 millones en 1774 y 11 millones en 1790. En 1799 sobrevino otra contracción. Por entonces, las minas de Pasco competían con las del Potosí, sobrepasándolas ligeramente en 1804 (dieron 2,7 millones de pesos).
Al producirse la independencia del Perú, la propiedad de la tierra no pasa al Estado, sino que se respetan los derechos obtenidos por gracia del Rey de España incluyendo los derechos de propiedad otorgados. No se produce una reforma de la propiedad, ni se reparte la tierra entre los nuevos ciudadanos, sino que se mantienen los privilegios, derechos y obligaciones otorgados por el Rey (incluyendo las concesiones mineras).
Ninguna de las Constituciones peruanas del siglo XIX hace alusión alguna a la asignación de los derechos de propiedad, y menos aún se asume que la propiedad de la tierra es del nuevo Estado republicano (que, supuestamente reemplazaba al soberano español asumiendo dicha soberanía). En todas estas normas se habla del respeto a la propiedad privada, pero la propiedad privada sólo existía en base a títulos otorgados por la Corona española.
Durante todo el periodo republicano previo no existió una clara asignación de los derechos de propiedad manteniéndose en forma velada el mismo status quo proveniente del virreynato.
Respecto a la minería, el tema recién empieza a ser tocado directamente en la Constitución de 1920 que establece en su artículo 42º que la propiedad minera en toda su amplitud pertenece al Estado y que solo éste puede conceder la posesión o el usufructo de ésta en la forma y bajo las condiciones que las leyes dispongan.
No es coincidencia que precisamente cinco años antes, en octubre de 1915, se había instaurado la poderosa “Cerro de Pasco Cooper Corporation” de la fusión de “Cerro de Pasco Mining Corporation”, “Cerro de Pasco Railway” y “Morococha Mining” y que el gobierno de Leguía se caracterizara por la fuerte penetración de los capitales norteamericanos al país.
Tampoco lo es que esta Constitución erige por primera vez al Estado como el “protector de la raza indígena” y que la Nación reconoce la existencia de las comunidades de indígenas y la ley declarará los derechos que les correspondan.
En principio parecería que estas dos declaraciones no guardan relación entre sí, y que tienden a tener un tufo proteccionista y nacionalista. Sin embargo los efectos de las mismas no se dejaron esperar. En primer término se generaron procesos de reconocimiento de los linderos de las tierras reivindicadas por las Comunidades “indígenas” en base a los territorios reconocidos por la Corona Española en la época pre republicana. Es un tema conocido a través de la literatura el enfrentamiento entre éstas y la poderosa empresa minera que manipulaba los poderes del Estado según su conveniencia (Redoble por Rancas de Manuel Scorza es bastante ilustrativa).
Es precisamente el caso de Cerro de Pasco, como ciudad, como región, como zona, o como territorio el ejemplo más emblemático de los resultados desastrosos de la política minera del Estado republicano peruano. Cerro de Pasco es una de las ciudades más pobres y contaminadas del país, sin que haya recibido parte de la riqueza que fuera extraída de las entrañas de su tierra. El supuesto papel redistributivo del Estado nunca funcionó, y por el contrario, la minería dejó desolación, sufrimiento, hambre y muerte a su paso. La Oroya, es uno de los resabios vivos del paso de esta actividad minera y el valle del Mantaro, feraz y fecundo, sin embargo, es atravesado por un río muerto.
La Constitución de 1933 amplió aún más los términos de la política minera del Estado al establecer en su artículo 37º que “Las minas, tierras, bosques, aguas y, en general, todas las fuentes naturales de riqueza pertenecen al Estado, salvo los derechos legalmente adquiridos. La ley fijará las condiciones de su utilización por el Estado, o de su concesión, en propiedad o en usufructo, a los particulares.”
Asi también fijó en forma mucho más directa la intervención del Estado en la propiedad de las Comunidades campesinas. En su Artículo 208º señala que “El Estado garantiza la integridad de la propiedad de las comunidades. La ley organizará el catastro correspondiente” y en su Artículo 209º que “la propiedad de las comunidades es imprescriptible e inajenable, salvo el caso de expropiación por causa de utilidad pública, previa indemnización. Es, asimismo, inembargable.”
Así, bajo la apariencia de la protección de la propiedad de las comunidades campesinas el Estado se atribuyó la función de delimitar o fijar los linderos de sus propiedades, limitando además su derecho de propiedad. Por otra parte se estableció el derecho del Estado para otorgar las concesiones mineras “a los particulares”, declarando que la minas pertenecen al Estado.
En otras palabras, no existía definición de los linderos de las tierras de las comunidades campesinas y sería el Estado el que los establecería y su derecho de propiedad quedaba absolutamente limitado convirtiéndose en intransferible, imprescriptible e inembargable, además de que si en tales territorios (por no llamarlos propiedades) se “otorgaba” una concesión minera, ésta prevalecería sobre cualquier otra actividad, puesto que el Estado era el propietario de las minas.
Este status quo se mantuvo durante todo el periodo de vigencia de la referida norma constitucional, asentándose el supuesto de que “el Perú es un país minero”. Pero la situación no mejoró con la Constitución de 1979, sino que nuevamente bajo un supuesto nacionalismo, que traía la inercia del gobierno militar de esa década, se fue más allá al declararse ambigüamente que “los recursos naturales, renovables y no renovables, son patrimonio de la Nación. Asimismo, que “Los minerales, tierras, bosques, aguas y, en general, todos los recursos naturales y fuentes de energía, pertenecen al Estado. La ley fija las condiciones de su utilización por éste y de su otorgamiento a los particulares.” Y que “El Estado fomenta y estimula la actividad minera. Protege la pequeña y mediana minería. Promueve la gran minería. Actúa como empresario y en las demás formas que establece la ley. La concesión minera obliga a su trabajo y otorga a su titular un derecho real, sujeto a las condiciones de ley.
Esto significó que la concesión minera adopta a partir de entonces la característica de ser “un derecho real”, equiparable al derecho de propiedad, “sujeto a las condiciones de ley”. Este nuevo status consagró a la minería con preponderancia respecto a cualquier otro derecho.
No se ganó mucho tampoco en materia de los derechos de propiedad de comunidades campesinas, puesto que en el capítulo correspondiente se mantuvo el concepto de que “Las tierras de las Comunidades Campesinas y Nativas son inembargables e imprescriptibles. También son inalienables, salvo ley fundada en el interés de la Comunidad” . La novedad se produce en cuanto a la posibilidad de su transferencia siempre y cuando sea “solicitada por una mayoría de los dos tercios de los miembros calificados de esta, o en caso de expropiación por necesidad y utilidad públicas. En ambos casos con pago previo en dinero.”
Por su parte, la actual Constitución de 1993 mantiene el mismo concepto al establecer en su artículo 66° que “Los recursos naturales, renovables y no renovables, son patrimonio de la Nación. El Estado es soberano en su aprovechamiento. Por ley orgánica se fijan las condiciones de su utilización y de su otorgamiento a particulares. La concesión otorga a su titular un derecho real, sujeto a dicha norma legal.”
En cuanto a la propiedad de Comunidades Campesinas establece en artículo 89º que éstas son autónomas en “el uso y la libre disposición de sus tierras,(…), dentro del marco que la ley establece. La propiedad de sus tierras es imprescriptible, salvo en el caso de abandono.”
Como podemos apreciar, la ambigüedad respecto al tratamiento de la propiedad, en especial la referida a Comunidades Campesinas y la política pública respecto a la actividad minera tarde o temprano tenían que llevar a una situación de conflicto.
Cuando la actividad minera se desarrollaba en zonas de difícil acceso y el control de los medios de información estaba en manos de los grupos de poder que generalmente se encuentran fuertemente vinculados con las grandes empresas mineras, no se percibía la reacción de la población directamente afectada. El manejo abusivo de las condiciones laborales, ambientales y sociales era cubierto con un manto de protección por parte de los diversos poderes del Estado y aparentemente no se producían grandes problemas o en todo caso éstos eran resueltos enviando tropas o policía antimotines o las reclamaciones se extraviaban en los pasillos de las Cortes y del Palacio de Justicia en Lima.
Pero el acceso a la información y la mayor apertura democrática, conllevan un proceso de reconocimiento de los derechos de las personas, y en especial a la reformulación respecto a si el lineamiento trazado en base a intereses particulares y no sociales en nuestras constituciones es el más conveniente al país y en especial a sus habitantes.
Mientras los derechos y la asignación de los mismos no se encuentre debidamente establecida, la declaración de que los recursos minerales son del Estado genera una distorsión tan grande, que la sola participación del mismo en la concesión de la exploración y explotación minera, basada en apreciaciones meramente burocráticas y sin participación de los propietarios de las tierras y de los vecinos colindantes de una actividad altamente contaminante, seguirá generándose una reacción anti minera fuerte.
Nos resulta risible que algunos pretendan recurrir al análisis económico del derecho, bajo el pretexto de interpretar los ejemplos que formula Ronald Coase en casos similares al de Majaz. Simplemente en nuestro país no es posible aplicar el famoso Teorema de Coase, puesto que las condiciones no se presentan para ello, en principio porque precisamente LOS DERECHOS NO ESTAN ESTABLECIDOS CON CLARIDAD, SIN LAGUNAS NI CONTRADICCIONES.
En el Perú no podemos hablar del respeto irrestricto del Derecho de Propiedad si por encima de él se superpone el derecho del Estado sobre los minerales que se encuentran dentro de un predio privado. Esta es una seria contradicción, que nos lleva a absurdos tales como el del ejemplo del patio de una casa en el que se encuentre una veta de oro o un pozo de petróleo.
Pongámonos en estos términos en la situación de que precisamente en nuestra propiedad se halla una veta mineral explotable. De acuerdo a los privilegios constitucionales dicho mineral pertenece al Estado. Hasta ahí la cosa es más o menos entendible. Pero el tema se pone inquietante cuando el Estado, por no decir la burocracia gobernante, asigna el derecho a la explotación de ese recurso a una empresa equis y nos notifica que debemos darle todas las facilidades para la realización de sus actividades en el patio de nuestra casa. Además de que toda nuestra vida se trastornará, dicha actividad generará desorden, suciedad, contaminación, manejo de residuos, utilización del agua, etc., etc., etc. Pero lo peor de todo es que agotada la veta, la empresa equis simplemente se retirará de nuestro predio dejando todo sin hacer mayor arreglo o restitución de las cosas a su estado anterior. ¿consideraríamos justa esta situación?
Pues es eso precisamente lo que está pasando con la minería y las comunidades campesinas y nativas. En principio a éstas se les consideró siempre con una ciudadanía de segunda categoría, susceptibles de protección por parte del Estado paternalista, que supuestamente debe velar por sus territorios linderándolos o limitándolos. Las comunidades campesinas son dueñas de sus predios, pero no pueden hacer nada con ellos, no pueden transferirlos, darlos en garantía y menos aún pueden negociar libremente la forma en que se explotarán los recursos que se encuentren dentro de ellos.
El Estado negocia por ellas, el Estado (la burocracia) decide si la actividad minera es buena o no, el Estado decide el destino de los recursos provenientes de los tributos provenientes de la explotación minera, el Estado (desde Lima) decide finalmente el destino de la población afectada.
La ambigüedad de las normas impide que el abuso y la prepotencia sean sancionados. El Estado en lugar de otorgar las garantías necesarias para el libre desempeño del derecho de propiedad actúa como un elemento distorsionante al no brindar la seguridad jurídica necesaria, otorgando un blindaje (incluso constitucional) a la actividad minera, inclinando la balanza legal hacia un solo lado.
Cuando los derechos de propiedad no se encuentran debidamente definidos y se producen distorsiones que hacen imposible determinar los costos reales de la actividad productiva, tampoco es posible definir que actividad resulta más beneficiosa para la sociedad.
Esta me parece que es la explicación más racional respecto a la reacción de las Comunidades de Tambogrande y de Ayabaca. Sólo si entendemos que es necesario modificar muchos de los conceptos que fueron influidos y pre concebidos por actores influyentes podremos determinar si realmente el Perú es un país minero.
Seguramente si establecemos con claridad y precisión la asignación de los derechos de propiedad será más fácil entrar a conciliar las posiciones para permitir o impedir libremente el desarrollo de determinadas actividades (no sólo las mineras) en nuestro país. Esto pasa por reconocer debidamente los derechos de propiedad, asignarlos adecuadamente, y poner en igualdad de condiciones a los actores involucrados, sin distorsiones.