Todos los participantes presentes en la reunión de la asamblea municipal habían sido instruidos repetidamente para que mostraran urbanidad hacia los señores de BP y el gobierno federal. Esos distinguidos personajes habían dedicado tiempo en sus agendas repletas para ir a un gimnasio de escuela secundaria un martes por la noche en Plaquemines Parish, Luisiana, una de numerosas comunidades costeras donde el veneno marrón penetra los humedales, parte de lo que ha llegado a ser descrito como el mayor desastre ecológico en la historia de EE.UU.
“Hablad con los demás como quisierais que os hablaran”, rogó el presidente de la reunión por última vez antes de dar la palabra para hacer preguntas.
Y durante un momento la multitud, compuesta sobre todo de familias de pescadores, mostró un notable autocontrol. Escucharon pacientemente a Larry Thomas, un afable agente de relaciones públicas de BP, mientras les decía que se comprometía a “hacerlo mejor” en el procesamiento de sus demandas por pérdida de ingresos –luego pasó todos los detalles a un subcontratista mucho menos amistoso- Escucharon hasta el fin al dandi de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) mientras les decía que, contrariamente a lo que han leído sobre la falta de ensayos y que el producto está prohibido en Gran Bretaña, el dispersante químico que se pulveriza en cantidades masivas sobre el petróleo es realmente seguro.
Pero la paciencia comenzó a acabarse cuando Ed Stanton, capitán de los guardacostas, subió al podio por tercera vez para tranquilizarlos con la declaración de que “los guardacostas quieren asegurarse de que BP lo limpiará”.
"¡Póngalo por escrito!” gritó alguien. A estas alturas el aire acondicionado había dejado de funcionar y las neveras de Budweiser comenzaban a agotarse. Un camaronero llamado Matt O'Brien se acercó al micrófono. “No tenemos que escuchar más esto”, declaró con las manos sobre las caderas. No importa cuántas promesas nos ofrecen porque, explicó, “¡simplemente no confiamos en ustedes! Y al oírlo, le dieron tal ovación que se hubiera pensado que los Oilers (el desafortunado nombre del equipo de fútbol estadounidense de la escuela) había apuntado un tanto.
El enfrentamiento fue catártico, por lo menos. Durante semanas los residentes habían sufrido una andanada de palabras de aliento y promesas extravagantes provenientes de Washington, Houston y Londres. Cada vez que encendían sus televisiones veían al jefe de BP, Tony Hayward, dando su palabra solemne de que “lo arreglaré”. O al presidente Barack Obama expresando su absoluta confianza en que su Gobierno “dejaría la costa del Golfo mejor que antes”, que estaba “asegurando” que “volvería a ser aún más fuerte de lo que era antes de esta crisis”.
Todo suena muy bien. Pero para gente cuyo sustento la pone en contacto directo con la delicada química de los humedales, también sonaba completamente ridículo, hasta doloroso. Una vez que el petróleo cubre la base del pasto de los pantanos, como ya lo había hecho a sólo unos pocos kilómetros de aquí, ninguna máquina milagrosa o mejunje químico puede eliminarlo con seguridad. Se puede retirar petróleo de la superficie de agua al aire libre, y se puede remover de una playa arenosa, pero un humedal cubierto de petróleo sólo se queda ahí, secándose lentamente. Las larvas de innumerables especies para las cuales el humedal es un lugar de desove –camarones, cangrejos, ostras y peces– resultarán envenenadas.
Ya estaba sucediendo. Antes, durante ese día, viajé por pantanos cercanos en un bote de poco calado. Los peces saltaban en aguas rodeadas por barreras flotantes blancas, las franjas de algodón grueso y malla que BP utiliza para absorber el petróleo. El círculo de material contaminado parecía estarse cerrando alrededor de los peces como un nudo corredizo. Cerca de ahí, un mirlo de alas rojas estaba encaramado sobre una brizna de junco contaminada por petróleo de dos metros de alto. La muerte subía por la caña; el pajarito podría haber estado parado sobre un cartucho de dinamita encendido.
Y luego están las plantas en sí, o sea la caña Roseau, como llaman a los altos tallos y hojas. Si el petróleo penetra suficientemente en el pantano, no sólo matará las plantas sobre el suelo sino también las raíces. Esas raíces conforman el sostén del pantano en esa zona. Los pantanos, a su vez, evitan que esas grandes extensiones verdes, llenas de vida, se desplomen y hundan en las aguas del delta del Mississippi y el Golfo de México. De modo que sitios como Plaquemines Paris no sólo arriesgan la pérdida de su industria pesquera, sino también de gran parte de la barrera física que disminuye la intensidad de fuertes tormentas como el huracán Katrina. Lo que podría significar perderlo todo.
¿Cuánto tardará hasta que un ecosistema tan arrasado sea “restaurado y sanado” como ha prometido el secretario del interior de Obama? De ninguna manera está claro que exista una remota posibilidad de lograr una cosa semejante, por lo menos en un plazo que podamos concebir fácilmente. Las pesquerías de Alaska todavía tienen que recuperarse plenamente del vertido del Exxon Valdez en 1989 y algunas especies de peces nunca volvieron. Científicos del Gobierno calculan ahora que una cantidad de petróleo igual a la del Valdez puede estar entrando en las aguas costeras del Golfo cada cuatro días. Una prognosis aún peor emerge del vertido de la guerra del Golfo en 1991, cuando se calcula que 11 millones de barriles de petróleo fueron arrojados al Golfo Pérsico –el mayor vertido de todos los tiempos. Ese petróleo entró a los humedales y se quedó allí, cavando más y más profundo gracias a los agujeros excavados por los cangrejos. No es una comparación perfecta, ya que se procedió a tan poca limpieza, pero según un estudio realizado 12 años después del desastre, casi un 90% de los pantanos fangosos salados y manglares afectados todavía estaban profundamente dañados.
Sabemos lo siguiente: Lejos de ser “sanada”, es más que probable que la costa del Golfo será afectada. Sus ricas aguas y concurridos cielos serán menos vivos que actualmente. El espacio físico que numerosas comunidades ocupan en el mapa también disminuirá, gracias a la erosión. Y la legendaria cultura de la costa se contraerá y marchitará. Después de todo, las familias pescadoras en toda la costa no sólo juntan alimento. Mantienen una intrincada red que incluye tradición familiar, cocina, música, arte y lenguajes en peligro –como las raíces de las plantas que sostienen la tierra en el pantano. Sin la pesquería, esas culturas únicas pierden su sistema de raíces, el terreno mismo en el que se encuentran. (BP, por su parte, conoce perfectamente los límites de la recuperación. El plan de reacción de la compañía para vertidos regionales en el Golfo de México instruye específicamente a los funcionarios para que no hagan “promesas de que la propiedad, la ecología o cualquier otra cosa serán restauradas a la normalidad”. Lo que sin duda es el motivo por el cual sus funcionarios prefieren permanentemente términos como “sanar”.)
Si Katrina desveló la realidad del racismo en EE.UU., el desastre de BP desvela algo mucho más oculto: cuán poco control tenemos, incluso los más ingeniosos de nosotros, sobre las impresionantes fuerzas naturales intrincadamente interconectadas con las que interferimos con tanta indiferencia. BP no puede sellar el hoyo que hizo en la Tierra. Obama no puede ordenar que las especies de peces sobrevivan, o que los pelícanos marrones no desaparezcan (no importa qué trasero patee). Ninguna cantidad de dinero –ni los 20.000 millones de dólares recientemente prometidos por BP, ni 100.000 millones– pueden reemplazar una cultura que ha perdido sus raíces. Y mientras nuestros políticos y dirigentes corporativos todavía no aceptan esas lecciones de humildad, la gente cuyo aire, agua y sustento han sido contaminados pierde rápidamente sus ilusiones.
“Todo se muere”, dijo una mujer cuando la asamblea municipal llegaba a su fin. “¿Cómo podéis decirnos honestamente que nuestro Golfo es resiliente y que se recuperará? Porque ninguno de vosotros tiene la menor idea de lo que va a pasar a nuestro Golfo. Estáis sentados ahí arriba con caras de póker y actuáis como si supierais cuando no sabéis”.
Esta crisis del Golfo tiene que ver con muchas cosas –corrupción, desregulación, la adicción a los combustibles fósiles- Pero bajo todo esto, tiene que ver con lo siguiente: la pretensión terriblemente peligrosa de nuestra cultura de poseer un entendimiento y control tan completo de la naturaleza que podemos manipularla y remodelarla radicalmente con un mínimo riesgo para los sistemas naturales que nos sustentan. Pero como ha revelado el desastre de BP, la naturaleza es siempre más impredecible que lo que pueden imaginar los modelos matemáticos y geológicos más sofisticados. Durante su testimonio del jueves ante el Congreso, Hayward dijo: “Las mejores mentes y la más profunda competencia profesional se están aplicando” en la crisis, y que, “con la posible excepción del programa espacial en los años sesenta, es difícil imaginar la reunión en un solo sitio en tiempos de paz de un equipo más amplio, más competente en lo técnico”. Y a pesar de ante lo que la geóloga Jill Schneidermann ha descrito como un “pozo de Pandora”, son como los hombres frente a ese gimnasio: actúan como si supieran, pero no saben.
Declaración de la misión de BP
En el arco de la historia humana, la noción de que la naturaleza sea una máquina que podemos modificar según nuestra voluntad es un engreimiento relativamente reciente. En su innovador libro de 1980 The Death of Nature, la historiadora ecológica Carolyn Merchant recordó a los lectores que hasta los años 1600, la Tierra estaba viva, tomando la forma de una madre. Los europeos –como la gente indígena en todo el mundo– creían que el planeta era un organismo vivo, lleno de poderes vivificadores pero también de humores iracundos. Por eso había fuertes tabúes contra acciones que deformaran o profanaran “la madre”, incluida la minería.
La metáfora cambió al ser desentrañados algunos (pero de ninguna manera todos) los misterios de la naturaleza durante la revolución científica de los años 1600. Al ser ahora presentada la naturaleza como una máquina, privada de misterio o divinidad, sus componentes podían ser represados, extraídos y rehechos impunemente. La naturaleza todavía aparecía como una mujer, pero una que era fácilmente dominada y sometida.
Sir Francis Bacon encapsuló mejor el nuevo espíritu cuando escribió en 1623 en De dignitate et augmentis scientiarum que la naturaleza debe ser “restringida, moldeada, y hecha como si fuera nueva por el arte y la mano del hombre”.
Esas palabras también podrían haber sido la declaración de la misión corporativa de BP. Ocupando audazmente lo que la compañía llamó “la frontera energética”, tuvo escarceos en la síntesis de microbios productores de metano y anunció que “una nueva área de investigación” sería la geoingeniería.Y evidentemente alardeó de que, en su yacimiento Tiber en el Golfo de México, ahora tenía “el pozo más profundo jamás perforado por la industria del petróleo y del gas” –tan profundo bajo el lecho marino como vuelan los jets por arriba.
La imaginación y preparación para lo que sucedería si esos experimentos en la alteración de los elementos fundamentales de la vida y de la geología iban mal ocupó muy poco espacio en la imaginación corporativa. Como todos hemos descubierto, después que la plataforma Deepwater Horizon estalló el 20 de abril, la compañía no tenía sistemas instalados para reaccionar efectivamente ante esa situación. Explicando por qué no tenía a la espera en la costa ni siquiera el finalmente fracasado domo de contención, un portavoz de BP, Steve Rinehart, dijo: “No pienso que alguien haya prevista la circunstancia a la que nos enfrentamos ahora”. Aparentemente, “parecía inconcebible” que la válvula de seguridad llegara a fallar, por lo tanto, ¿para qué prepararse?
Este rechazo a considerar el fracaso evidentemente venía directamente de arriba. Hace un año, Hayward dijo a un grupo de estudiantes de posgrado en la Universidad Stanford que tiene una placa sobre su escritorio que dice: “Si supieras que no puedes fracasar, ¿qué vas a probar?” Lejos de ser una benigna consigna inspiradora, era realmente una descripción exacta de cómo BP y sus competidores se condujeron en el mundo real. En recientes audiencias en el Congreso, el congresista Ed Markey de Massachusetts interrogó a representantes de las principales compañías de petróleo y gas sobre las maneras reveladoras en que habían destinado recursos. Durante tres años, habían gastado “39.000 millones de dólares para explorar por nuevos campos de petróleo y gas. Sin embargo, la inversión promedio en investigación y desarrollo para seguridad, prevención de accidentes y reacción ante vertidos fueron 20 miserables millones de dólares al año.”
Esas prioridades son muy útiles para explicar por qué el plan inicial de exploración que BP presentó al gobierno federal para el malogrado pozo Deepwater Horizon se lee como una tragedia griega sobre la arrogancia humana. La frase “poco riesgo” aparece cinco veces. Incluso si hubiera un vertido, predice confiadamente BP, gracias a “equipo y tecnología probados”, los efectos serían mínimos. Presentando a la naturaleza como un socio menor (o tal vez subcontratista) predecible y agradable, el informe explica jovialmente que si ocurriera un vertido, “las corrientes y la degradación microbiana eliminarían el petróleo de la columna de agua o diluirían los componentes a niveles de ambiente”. Los efectos sobre los peces, entretanto, “probablemente serían subletales” por “la capacidad de peces y mariscos de evitar un vertido [y] de metabolizar hidrocarburos”. (En la versión de BP, más que como una amenaza calamitosa, un vertido aparece como un comedor buffet-libre para la vida acuática.)
Lo mejor de todo, si ocurriera un vertido importante, existe, al parecer, “poco riesgo de contacto o impacto en la costa” por la reacción rápida proyectada de la compañía (!) y “debido a la distancia [desde la plataforma] a la ribera” –unos 77 km. Es la afirmación más sorprendente de todas. En un golfo que a menudo tiene vientos de más de 70 km por hora, para no hablar de huracanes, BP tenía tan poco respeto para la capacidad de flujo y relujo, de subir y bajar del océano, que no pensó que el petróleo podía hacer un despreciable viaje de 77 km. (La semana pasada, un fragmento de Deepwater Horizon apareció en una playa en Florida (a 306 km de distancia.)
Sin embargo, esta dejadez no habría sido posible, si BP no hubiera presentado sus predicciones a una clase política ansiosa de creer que la naturaleza había sido verdaderamente domada. Algunos, como la republicana Lisa Murkowski, estaban más ansiosos que otros. La senadora de Alaska estaba tan impresionada por la imaginería sísmica cuadridimensional que proclamó que la perforación en aguas profundas había alcanzado el máximo de artificialidad controlada. “Es mejor que Disneyland en términos de cómo se pueden tomar tecnologías e ir en busca de un recurso de hace mil años y hacerlo de una manera ecológicamente sana”, dijo al comité de energía del Senado hace sólo siete meses.
Perforar sin pensar ha sido, por cierto, la política de partido de los republicanos desde mayo de 2008. Con los precios de la gasolina que se elevaban a alturas sin precedentes, el líder conservador Newt Gringrich descubrió el eslogan “Perforad aquí, perforad ahora, pagad menos” –con énfasis en ahora. La campaña extremadamente popular fue un grito contra la cautela, contra el estudio, contra la acción mesurada. En el relato de Gingrich, la perforación dondequiera hubiera petróleo y gas dentro del país –en el esquisto de Rocky Mountain, en el Refugio Nacional de Vida Salvaje del Ártico (ANWR), y en la profundidad mar adentro– era un camino seguro para reducir el precio en las gasolineras, crear puestos de trabajo y dar estopa a los árabes, todo al mismo tiempo. Ante esta triple victoria, el cuidado por el medio ambiente era cosa de mariquitas; como dijo el senador
Mitch McConnell: “en Alabama y Mississippi y Luisiana y Texas, piensan que las plataformas petroleras son hermosas”. Para cuando tuvo lugar la convención nacional republicana “¡Perfora, nena, perfora!” de triste fama, la base del partido sentía tal frenesí por combustibles fósiles hechos en EE.UU., que habría perforado bajo el piso de la convención si alguien hubiera llevado un taladro suficientemente grande.
Obama terminó por ceder, como hace invariablemente. Escogiendo una fecha cósmicamente inoportuna, sólo tres semanas antes de que estallara Deepwater Horizon, el presidente anunció que abriría partes previamente protegidas del país a las perforaciones mar adentro. La práctica no era tan arriesgada como había pensado, explicó. “Generalmente las plataformas petroleras no causan vertido. Están técnicamente muy avanzadas”. Eso no le bastó, sin embargo, a Sarah Palin, quien se burló de los planes del Gobierno de Obama de realizar más estudios antes de perforar en ciertas áreas. “¡Dios mío!, amigos, esas áreas se han estudiado hasta la muerte”, dijo a la conferencia de liderazgo republicana del sur en Nueva Orleans, sólo 11 días antes de la explosión. “¡Perforemos, nena, perforemos, no tardemos, nena, perforemos!” Y hubo mucho regocijo.
En su testimonio ante el Congreso, Hayward dijo: “Nosotros y toda la industria aprenderemos de este terrible acontecimiento”. Y se podría llegar a imaginar que una catástrofe de esta magnitud ciertamente inspiraría un nuevo sentido de humildad a los partidarios de “Perforad ahora”. Sin embargo, no hay señales de que sea el caso. La reacción ante el desastre –en los ámbitos corporativos y gubernamentales– ha estado plagada del tipo preciso de arrogancia y de predicciones exageradamente risueñas que crearon el desastre para comenzar.
El océano es grande, puede resistirlo, oímos decir a Hayward al comienzo. Mientras el portavoz John Curry insistía en que microbios hambrientos consumirían todo el petróleo que estaba en el sistema acuático, porque “la naturaleza tiene una manera de resolver la situación”. Pero la naturaleza no les ha hecho el juego. El surtidor desde la profundidad del mar ha estropeado todas las chisteras, domos de contención, y las inyecciones de basura de BP. Los vientos y las corrientes del océano han ridiculizado las barreras ligeras flotantes que BP ha desplegado para absorber el petróleo. “Les dijimos”, dijo Byron Encalade, presidente de la Asociación de Ostras de Luisiana, “el petróleo va a pasar sobre las barreras flotantes o por debajo”. Por cierto lo hizo. El biólogo marino Rick Steiner, quien ha estado siguiendo de cerca los trabajos de limpieza, calcula que “el 70 u 80% de las barreras no hacen absolutamente nada”.
Y luego existen los controvertidos dispersantes químicos: más de 37 millones de litros bombeados con la actitud de marca de la compañía: “¿qué puede ir mal?” Como señalaron correctamente los furiosos residentes en la asamblea municipal de Plaquemines Parish, se habían realizado pocos ensayos y existe poca investigación sobre lo que esa cantidad sin precedentes de petróleo dispersado hará a la vida marina. Tampoco hay una manera de limpiar la mezcla tóxica de petróleo y productos químicos debajo de la superficie. Sí, microbios que se multiplican rápidamente devoran petróleo submarino –pero al hacerlo también absorben el oxígeno del agua, creando una amenaza completamente nueva para la vida marina. BP incluso se había atrevido a imaginar que podría impedir que las imágenes poco atractivas de playas y aves cubiertas de petróleo escaparan de la zona del desastre. Cuando me encontraba sobre el agua con un equipo de televisión, por ejemplo, se nos acercó otra embarcación cuyo capitán preguntó: “¿Trabajáis todos para BP?” Cuando dijimos que no, la respuesta –a mar abierto– fue: “Entonces no podéis estar aquí”. Pero por cierto esas tácticas torpes, como todas las demás, han fracasado. Simplemente hay demasiado petróleo en demasiados lugares. “No se le puede decir al aire de Dios dónde circular e irse, y no se puede decir al agua dónde fluir e irse”, me dijo Debra Ramírez. Era una lección que había aprendido al vivir en Mossville, Luisiana, rodeada por 14 plantas petroquímicas que arrojaban emisiones, y al ver cómo las enfermedades se propagaban de vecino a vecino.
La limitación humana ha sido una constante de la catástrofe. Después de dos meses, todavía no tenemos idea de cuánto petróleo está fluyendo, ni de cuándo se va a detener. La compañía afirma que completará pozos de alivio a finales de agosto –algo repetido por Obama en su discurso del Despacho Oval– lo que muchos científicos ven como un bluf. El procedimiento es arriesgado y podría fallar, y existe una posibilidad real de que el petróleo se siga derramando durante años.
El flujo de espectáculos de denegación tampoco da señales de disminuir. Políticos de Luisiana se oponen indignados a la congelación temporal de perforación en aguas profundas, acusando a Obama de destruir la única industria importante que subsiste ahora cuando la pesquería y el turismo están en crisis. Palin discurrió en Facebook que “ningún esfuerzo humano carece alguna vez de riesgo”, mientras el congresista republicano de Texas, John Culberson, describió el desastre como una “anomalía estadística”. Sin embargo, la reacción de lejos más sociopática, viene del veterano comentarista de Washington Llewellyn King: en lugar de apartarnos de grandes riesgos de ingeniería, deberíamos detenernos “y maravillarnos de que podamos construir máquinas tan notables que pueden destapar el submundo”.
Detener la sangría
Afortunadamente, muchos están extrayendo una lección muy diferente del desastre, y no se quedan maravillados ante el poder de la humanidad de rediseñar la naturaleza, sino ante nuestra impotencia de hacer frente a las feroces fuerzas naturales que desatamos. También hay otra cosa. Es el sentimiento de que el hoyo en el fondo del océano es más que un accidente de ingeniería o una máquina rota. Es una violenta herida en un organismo vivo; que es parte de nosotros. Y gracias al material en directo de las cámaras de BP, todos podemos contemplar como las entrañas de la Tierra manan a raudales en tiempo real, 24 horas al día.
John Wathen, conservador de la Waterkeeper Alliance, fue uno de los pocos observadores independientes que volaron sobre el vertido en los primeros días del desastre. Después de filmar las gruesas manchas de petróleo a las que los guardacostas se refieren cortésmente como “brillo de arco iris”, señaló lo que muchos habían sentido: “El Golfo parece estar sangrando”. Esas imágenes surgen una y otra vez en conversaciones y entrevistas. Monique Harden, abogada de derechos medioambientales en Nueva York, se niega a calificar el desastre como “vertido de petróleo” y en su lugar dice, “tenemos una hemorragia”. Otros hablan de la necesidad de “detener la sangría”. Y yo me sentí personalmente impresionada, volando sobre el trecho de océano donde se hundió Deepwater Horizon con los guardacostas de EE.UU., porque las formas arremolinadas que el océano hacía en las olas del océano se parecían notablemente a pinturas rupestres: un pulmón plumoso respirando con dificultad, ojos mirando hacia arriba, un pájaro prehistórico. Mensajes desde lo profundo.
Y esto es seguramente el giro más extraño de la saga de la costa del Golfo: parece que nos estuviera despertando ante la realidad de que la Tierra nunca ha sido una máquina. Después de 400 años de haberla dado por muerta, y en medio de tanta muerte, la Tierra cobra vida.
La experiencia de seguir el progreso del petróleo por el ecosistema es una especia de curso intensivo en ecología profunda. Cada día aprendemos más sobre cómo lo que parece ser un terrible problema en una parte aislada del mundo en realidad irradia hacia afuera de modo que la mayoría de nosotros jamás hubiéramos imaginado. Un día oímos que el petróleo podría llegar a Cuba –luego a Europa. Después oímos que los pescadores de más arriba del Atlántico en la Isla Prince Edward, Canadá, están preocupados porque los atunes de Aleta Azul que pescan frente sus costas nacen a miles de kilómetros en esas aguas del Golfo contaminadas por petróleo. Y también averiguamos que, en cuanto a aves, los humedales de la costa del Golfo son el equivalente de un activo centro de conexiones aéreas –todas parecen detenerse: 100 especies de pájaros cantores y un 75% de todas las aves acuáticas migratorias de EE.UU.
Una cosa es que un incomprensible teórico del caos te diga que una mariposa que bate sus alas en Brasil puede provocar un tornado en Texas. Otra es ver cómo la teoría del caos se concreta ante tus ojos. Carolyn Merchant describe la lección como sigue: “El problema, cómo BP ha descubierto trágicamente y demasiado tarde, es que la naturaleza es una fuerza activa que no se puede confinar”. Los resultados predecibles son poco usuales dentro de los sistemas ecológicos, mientras “los eventos impredecibles, caóticos [son] usuales”. Y en caso de que todavía no lo hayamos comprendido, hace unos pocos días, un relámpago cayó sobre un barco de BP como un signo de exclamación, obligándolo a suspender sus esfuerzos de contención. Y ni siquiera hay que mencionar lo que un huracán haría con la sopa tóxica de BP.
Existe, hay que subrayar, algo singularmente retorcido en este camino particular hacia la ilustración. Dicen que los estadounidenses aprenden dónde están los países extranjeros bombardeándolos. Ahora parece que todos estamos aprendiendo sobre los sistemas de circulación de la naturaleza, envenenándolos.
A fines de los años 90, un grupo indígena aislado en Colombia acaparó los titulares del mundo con un conflicto casi "avataresco". De su remoto hogar en los bosques nublados, los U’wa hicieron saber que si Occidental Petroleum realizaba planes para perforar en busca de petróleo en su territorio, cometerían un suicidio ritual masivo saltando a un precipicio. Sus ancianos explicaron que el petróleo forma parte de la ruiria, “la sangre de la Madre Tierra”. Creen que toda la vida, incluyendo la suya, fluye desde la ruiria, de modo que extraer el petróleo llevaría a su destrucción. (Oxy terminó por retirarse de la región, diciendo que no había tanto petróleo como había pensado.)
Virtualmente todas las culturas indígenas tienen mitos sobre dioses y espíritus que viven en el mundo natural –en rocas, montañas, glaciares, bosques– como en la cultura europea antes de la revolución científica. Katja Neves, antropóloga en la Universidad Concordia, señala que este hecho sirve un propósito práctico. Llamar “sagrada” a la Tierra es otra manera de expresar humildad ante fuerzas que no comprendemos en su integridad. Cuando algo es sagrado exige que procedamos con cautela. Incluso con temor reverencial.
Si finalmente aprendemos esta lección, las implicaciones pueden ser profundas. El apoyo público para más perforaciones mar adentro disminuye precipitadamente; ha bajado un 22% desde el pico del frenesí de “Perforad ahora”. Sin embargo, el tema no ha desaparecido. Es sólo cosa de tiempo antes de que el Gobierno de Obama anuncie que, gracias a una ingeniosa nueva tecnología y estrictas nuevas regulaciones, ahora es perfectamente seguro perforar en el fondo del océano, incluso en el Ártico, donde una limpieza bajo el hielo sería infinitamente más compleja que la que tiene lugar en el Golfo. Pero tal vez esta vez no nos quedemos tranquilos con tanta facilidad, para jugar con tanta rapidez con los pocos refugios protegidos.
Lo mismo vale para la geoingeniería. A medida que continúan las negociaciones del cambio climático, debemos estar preparados a oír más del Dr. Steven Koonin, el subsecretario de energía para ciencia de Obama. Es uno de los principales propugnadores de la idea de que el cambio climático puede combatirse con trucos técnicos como liberar partículas de sulfato y de aluminio hacia la atmósfera –y por cierto todo es perfectamente seguro, ¡como Disneylandia! También sucede que es el ex jefe científico de BP, el hombre que hace sólo 15 meses todavía supervisaba la tecnología tras la ofensiva supuestamente segura de BP hacia la perforación en aguas profundas. Tal vez optemos esta vez por no permitir el experimento del buen doctor con la física y la química de la Tierra, y prefiramos reducir nuestro consumo y cambiar a energías renovables que tienen la virtud de que, cuando fallan, fallan en pequeñas dimensiones. Cómo describió el comediante estadounidense Bill Maher: “¿Sabéis lo que pasa cuando los molinos de viento se caen al mar? Un chapuzón”.
El eventual resultado más positivo posible de este desastre no sería sólo una aceleración de las fuentes renovables de energía como el viento, sino un apoyo total al principio preventivo en la ciencia. Como espejo opuesto al credo de “si sabéis no podéis fallar” de Hayward, el principio preventivo sostiene que “cuando una actividad involucra amenazas de daño al medio ambiente o a la salud humano” vayamos con cuidado, como si la falla fuera posible, incluso probable. Tal vez incluso podamos obtener una nueva placa para el escritorio de Hayward para que la contemple mientras firma cheques de compensación. “Actuáis como si supierais, pero no sabéis”.
Traducido Germán Leyens
FUENTE : THE GUARDIAN