Por Paul Krugman
EL PAIS
Los intransigentes del déficit siguen advirtiendo de una inminente crisis fiscal que sigue sin llegar
Allá por 2010, los que se autodenominaban halcones del déficit —mejor descritos como cascarrabias del déficit— se apropiaron de gran parte de nuestro discurso político. En una época de desempleo masivo y costes de financiación en un mínimo histórico, un tiempo en el que la teoría económica sostenía que necesitábamos más gasto deficitario, no menos, estos cascarrabias convencieron a la mayoría de nuestra clase política de que los déficits, y no los puestos de trabajo, debían ser nuestra principal prioridad económica. Y ahora que han pasado las elecciones, intentan retomarlo donde lo dejaron.
Habría que decirles que se vayan.
No es solo el hecho de que los cascarrabias del déficit hayan estado equivocados respecto a todo hasta el momento. Los últimos acontecimientos también han demostrado claramente lo que ya era evidente para los observadores escrupulosos: el movimiento de intransigencia con el déficit nunca tuvo nada que ver con el déficit, sino que, más bien, trataba de utilizar el temor al déficit para destruir el colchón de la Seguridad Social. Y permitir que eso pase no solo sería una mala política; sería una traición a los estadounidenses que acaban de reelegir a un presidente que ha reformado la sanidad y que han dado su voto a algunos de los senadores más progresistas de la historia.