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viernes, 21 de junio de 2013

Más allá de la economía, el bien común de la humanidad

  
 
 
 
Por François Houtart
 
 
 
Cuando en los primeros años del siglo XIII, al comienzo del desarrollo del capitalismo mercantil en el Norte de Italia, Francisco de Asís se desnudó para entregar sus vestidos de lujo a su propio padre, rico mercader de la ciudad, su acto fue una crítica radical de las  relaciones sociales de la nueva era económica. La pobreza que él y sus seguidores adoptaron era la afirmación de otro tipo de concepción social, donde la importancia de la persona no pasaba por su capacidad de producir un valor de cambio, ni por su posibilidad de consumo suntuario. 
La radicalidad de su propuesta lo llevó a marginarse de la sociedad de su época, incapaz de entenderlo por el hecho mismo de vivir el proceso de una transición al capitalismo, con su valorización del beneficio, del individualismo y de la riqueza. Con su actitud, él daba prioridad a otro tipo de relaciones sociales, donde cada persona era el centro de atención y la producción material un valor de uso para la vida. Al mismo tiempo, Francisco entraba en contradicción con las nuevas relaciones sociales de producción que significaba el principio de la alienación del trabajo.
De manera interesante, su lógica lo llevó a insistir sobre el respeto a la naturaleza, no solamente en actitud de contemplación estética y espiritual, ni únicamente por el reconocimiento de que todos los seres vivos son hermanos y hermanas del género humano, sino también en tanto que relación social: solo los pobres pueden entender eso, es decir, los que no trasforman la naturaleza en mera mercancía.
No se trata de hacer de Francisco de Asís un precursor de Carlos Marx, pero sí, indicar que su intuición espiritual lo llevó a una crítica práctica que Marx elaboró en un sistema analítico racional, cada uno en su época específica. Debemos seguir este camino y preguntarnos qué es la contribución que nuestro siglo puede aportar a este pensamiento en búsqueda de alternativas. Empezaremos por algunas referencias sobre la pobreza como función social de nuestro tiempo.
1° ¿Qué es la pobreza y sus soluciones?
La pobreza puede ser vista de tres maneras diferentes.
Primero, se concibe como el estado individual de algunas personas, que debe ser superado. Por eso, las políticas asistenciales son eficaces. Es lo que se aplica en diversa medida en los países latinoamericanos, neoliberales y “socialistas”.[1] Corresponde al concepto de “necesidades básicas” que, como lo escribe Mohammed Anisur Rahman de Bangladesh, citado por Orlando Fals Borda, “solo se puede explicar en el contexto de la modernidad capitalista”.[2] Para los regímenes con orientación social, se trata de programas vinculados con exigencias de escolaridad para los niños y de afiliación a centros de salud. Tales programas, generalmente bien organizados y descentralizados a nivel municipal, permiten a millones de personas salir de la miseria y por lo menos acabar con el hambre, lo que es un logro apreciable.[3]
En países neoliberales, como México, Colombia, Chile, programas similares existen, generalmente con una filosofía diferente. Las autoridades políticas de estos países afirman, no sin razón, que sirven para aumentar el consumo, lo que es bueno para el desarrollo comercial del país. Así, disminuir la pobreza no es un monopolio de países que se dicen socialistas.[4][5] En América Latina, tales políticas fueron posibles en gran parte gracias a la coyuntura favorable que las economías han vivido en las dos últimas décadas. El aumento de los precios de las commodities, especialmente los productos extractivos (petróleo, gas, minerales) y agrícolas (soya, palma, caña, etc.…) dio como resultado nuevos ingresos. En los países con orientación más social, una mejor recaudación de impuestos contribuyó también a dar al Estado una posibilidad de redistribución.
Sin embargo, un análisis más amplio revela que estas políticas se vinculan también con la reprimarización de la economía del Continente, reforzando su lugar en la división internacional del trabajo y así su dependencia de las economías del centro del capitalismo. Además, se trata de una situación particularmente vulnerable que, de una manera u otra, no resistirá a los efectos de la recesión de Europa y de los Estados Unidos y a la deceleración de la demanda china. Como dice el presidente Rafael Correa, un economista competente, este tipo de crecimiento es el resultado de la suerte y no de un desarrollo propio.
Pero debemos ir todavía más allá de un razonamiento económico encerrado en su lógica limitada. Primero, se trata de introducir las “externalidades” en el panorama, es decir, los daños ecológicos y sociales. Las políticas extractivistas y los monocultivos tienen consecuencias considerables a largo plazo sobre los ecosistemas. Una visión a corto plazo privilegia lo inmediato: “necesitamos estos recursos para la lucha contra la pobreza”, dice el mismo Rafael Correa, “porque valoramos más al hombre que a la naturaleza”. Eso significa olvidar un poco demasiado fácilmente que esta última es la base de la vida física, cultural y espiritual de los seres humanos y que los efectos destructores de su equilibrio, tendrán tarde o temprano un efecto para la humanidad.
Así, los países latinoamericanos que poseen una parte de la selva amazónica tienen todos “buenas razones” para afectar esta última en función de su desarrollo económico. El código forestal del Brasil dice en su prólogo que la finalidad es la promoción de la “agricultura moderna”, y  sabemos que eso significa los monocultivos, la agroenergía, los transgénicos, con todas sus consecuencias. Colombia extiende las concesiones de prospección y explotación petrolera en el Putumayo. Ecuador no duda en abrir a la gran minería millares de hectáreas. Bolivia promueve la construcción de una carretera a través del Tipnis. Todo ello sigue la misma lógica. A ello se debe añadir también los efectos de las actividades extractivas y la extensión salvaje de las ciudades. El resultado de estas decisiones adicionadas, más el cambio climático general, provocado en mayor parte por los países industrializados del Norte, es, según la FAO, que dentro de 40 años la selva amazónica será reducida al estado “de sabana con algunos bosques”.[6]
Los daños sociales no son menos importantes: destrucción del entorno vital de muchos pueblos originarios, polución de las aguas y de los suelos que afecta también la salud, desplazamientos de poblaciones, éxodo rural, etc,  todos costos que no son pagados por el capital, sino por las comunidades, las sociedades, los individuos.
Eso nos lleva más allá todavía. La sed desproporcionada de energía, la caza de los minerales, la concentración de las tierras en una contra reforma agraria mundial, son el fruto de la lógica de la acumulación del capital. Todo debe responder a la ley del valor, que exige productos con vida corta, liberalización del comercio internacional en función de las ventajas comparativas y de la rotación del capital, llevando el 60 % de la producción mundial a recorrer (y contaminar) los océanos y a introducir la agricultura en el capitalismo, como su última frontera, destruyendo la agricultura campesina.
Luchar contra la pobreza, como estado individual, entra perfectamente bien en este esquema y, en sí, no significa una iniciativa progresista. Lo vemos en México, Colombia y Chile. El estado puede actuar en términos monetarios: con 3 dólares por día se sale del estado de pobreza (según el Banco Mundial) pero no de la estructura de explotación. Sin excluir intenciones humanistas, se puede constatar que tales políticas son funcionales para el sistema económico capitalista y aún para su rama financiera. En enero de 2013, en La Habana, el ex presidente Lula explicando los resultados de su presidencia en Brasil, afirmó que uno de los principales logros es que ahora los pobres pueden abrir una cuenta bancaria. Eso no basta, evidentemente, para explicar la excelente salud del sector bancario en países como Brasil, Argentina y Ecuador, pero muestra que, sin cambios más fundamentales, la absorción de una gran parte del ahorro popular por el capital privado hace parte de su proceso de acumulación. En este sentido, el Banco Mundial tiene razón, cuando dice que la disminución de la pobreza está favorecida por el mercado. Pero se trata de la pobreza como estado y no de la pobreza como resultado de una relación social. De hecho, las distancias sociales (índice de Gini) no cambiaron fundamentalmente.
Podemos añadir que las políticas de lucha contra la pobreza tienen también un provecho político. Cuando entre el 25 % y el 50 % de la población recibe de una manera u otra un subsidio del Estado, es relativamente fácil para los partidos en el poder utilizar este argumento en sus campañas electorales. En Ecuador, el principal partido de la oposición, representando al capital moderno (CREO), propuso un aumento de los bonos humanitarios de 35 dólares a 50 dólares después de las elecciones. Alianza País, partido en el poder, reaccionó inteligentemente, anunciando el aumento inmediato de este subsidio, con un impuesto sobre las ganancias extraordinarias de los bancos. Cuando Lula o Dilma en Brasil reciben más del 70% de aprobación popular, y Rafael Correa gana las elecciones con el 57 % de los votos, se puede pensar de manera legítima que estas políticas sociales han jugado un cierto papel en el éxito electoral.
Sin embargo, si en varios países latino-americanos se puede hablar de regímenes pos neoliberales (Ecuador, Bolivia, Nicaragua) no se trata de políticas de redistribución del producto social poscapitalistas. El consenso social y político resultó del hecho que todos son ganadores: los pobres que salen de la miseria, las clases sociales medias que consumen más productos del exterior,  los nuevos polos capitalistas (comerciales, financieros, intermediarios con multinacionales y con China y nuevos sectores del capitalismo como flores, en Ecuador) y también los exportadores tradicionales. Pero esta construcción es vulnerable. El día que la renta petrolera, minería, agrícola se reduzca significativamente, el edificio tiene el riesgo de derrumbarse. En este momento, la clase media será afectada en su poder de consumo y de vivir a crédito (como en Estados Unidos y Europa) y la pobreza aparecerá en su verdadera realidad, es decir, como una relación social. Por eso, cuando visité hace algunos años el Banco Mundial en Washington, templo de la lucha contra la pobreza como estado, leí un enorme letrero a la entrada que decía: “Tenemos un sueño, un mundo sin pobreza”. He tenido ganas de escribir detrás “Y gracias al Banco Mundial se queda en un sueño”.
La segunda manera de concebir la pobreza es precisamente el hecho de verla como el resultado de una relación social, en otras palabras, como una construcción social. No se trata de un hecho de la naturaleza. Riccardo Petrella pide la declaración de la pobreza como ilegal, de la misma manera que se declaró ilegal la esclavitud.  Él tiene razón, porque la pobreza es una relación social. Si fuese solamente un estado social, sería fácil eliminarla por políticas asistencialistas, pero se trata de un estado asignado por una relación social. Eso ha existido en el mundo desde que se construyeron sociedades de clases,  aun en sociedades precapitalistas. Cuando un grupo se apropia el sobreproducto de la sociedad: sean los ciudadanos libres en el caso de la esclavitud, el monopolio de un poder central en sociedades tributarias, y los señores en el feudalismo, todos han producido pobreza.
El capitalismo, desde su origen, se fundó sobre una relación desigual y ha llevado esta construcción social a un nivel de lógica nunca visto en la historia. Se trata de la acumulación por expropiación y de la absorción del sobreproducto por un abanico de medios en perpetua evolución, que provoca la alienación del trabajo y en consecuencia la producción de una pobreza estructural. Ella se manifiesta por la dificultad o la imposibilidad de desarrollar el doble eje de necesidades y capacidades en varios grupos sociales. El desarrollo de las fuerzas productivas está orientado de manera privilegiada hacia la acumulación y la nueva era de una economía del conocimiento no cambia esta lógica.
En este sentido, la propuesta de una alocación universal puede tener dos sentidos. O resolver de manera mínima el problema de la pobreza como estado individual, sin tocar la relación social que la instituye como parte de una estructura, permitiendo así al sistema capitalista reproducirse; o vincularla con un cambio estructural estableciendo las condiciones de una participación en la construcción de otro paradigma de la vida colectiva de la humanidad en el planeta.
La pobreza como relación social es evidentemente también un concepto relativo: ¿cómo adecuar las necesidades – capacidades en cada tipo de sociedad? Los periodos de transición son muy diferentes en cada caso, en función del estado de las fuerzas productivas. Sin embargo, el principio de acción es siempre el mismo: hacer del ser humano un sujeto en la sociedad, partiendo para realizarlo de su situación material y cultural y llevándolo a niveles más elaborados de consciencia y de capacidad de acción. La transición que se realizó, por ejemplo, en el Norte del Vietnam, con la reforma agraria, creó una igualdad real dentro del mundo campesino, con acceso de todos al trabajo, a la alimentación, la salud, la educación, la cultura, dentro de un cuadro de exigencia vital limitado, que podía calificarse de “estado de pobreza en la dignidad”.(7]
En un mundo globalizado capaz de resolver esta situación, la permanencia de la pobreza como relación social es la cuestión central. Las transiciones hacia un nuevo paradigma no se pueden realizar sin una visión de conjunto, incluyendo todos los aspectos de la vida, especialmente frente a la crisis que estamos viviendo y que afecta tanto al porvenir del planeta, como al futuro de la humanidad y que son el fruto de la lógica de la acumulación capitalista. El carácter de esta crisis es tal que no se puede pensar más en la sola regulación del sistema, sino en la necesidad de un nuevo paradigma que abarca los fundamentos de la vida social: la relación con la naturaleza, la producción de la base material de la vida, la organización colectiva y la cultura.
La tercera perspectiva vincula la pobreza con el hecho de concebir la utilización de los bienes materiales como valores de uso y no como destinados a construir una acumulación con finalidad privada, vía el valor de cambio, lo que construye las desigualdades sociales. “Bienaventurados los pobres de espíritu” podría traducirse hoy en día por “Bienaventurados los que no acumulan”. Es la única manera de construir una economía destinada a repartir los valores de uso a todos.
Los que, como Francisco de Asís, acogen la pobreza como una “hermana” limitan al mínimo vital los valores de uso y testifican así su rechazo de la riqueza como instrumento de explotación y su solidaridad con las víctimas, lo que se puede hacer según varias tradiciones espirituales. Es la elección de la pobreza como modo de vida en la dignidad, lo que no tiene nada que ver con la pobreza impuesta como fruto de una relación social de clases o con un estado creado por circunstancias externas imparables. Sin embargo, esta “pobreza” puede también perder su sentido, si se transforma en una espiritualidad puramente individual, garantizada por la riqueza colectiva de un grupo (orden religioso o templo) o en un retiro del mundo con la ignorancia de su situación real.
Una crítica no “posmoderna” de la modernidad
Cuando analizamos las múltiples causas de la crisis contemporánea, llegamos a la conclusión de que el paradigma de la organización del sistema económico, hoy globalizado, va mucho más allá que la simple producción de la base material de la vida colectiva. Es por eso que se trata de una crisis de civilización, que implica todos los aspectos de la vida, tanto de la naturaleza como del género humano.
Históricamente, el desarrollo del capitalismo como sistema se identifica con la modernidad, este fenómeno cultural vinculado con transformaciones económicas y políticas y que nació en Europa, según varias formas, a partir del siglo XII. Aun si modernidad y capitalismo no son la misma cosa, el desarrollo de la una no se puede entender sin el crecimiento del otro, en una relación dialéctica. Se trata, como dice Bolivar Echeverría, de un “conjunto de comportamientos”(8]
Hay mucha discusión teórica sobre el origen de la modernidad, según las escuelas de pensamiento. Algunos la sitúan en el fin del siglo XVIII, con el principio de la Revolución industrial, que creó la base material de la reproducción de la modernidad capitalista, pero al mismo tiempo, engendró la idea de una Revolución como “la cancelación del pasado nefasto y la fundación de un porvenir de justicia, abierto por completo a la       imaginación”. (9] Hay los que privilegian la dimensión cultural, estimando que es el abandono de la creencia en el diablo que constituyó su inicio, y los que estiman que el gran impulso del comercio interregional en Europa, en el siglo XII, entre los países del Danubio y el Norte de Italia, ha sido un elemento clave de su desarrollo.
De todas maneras, las características culturales evidentemente acondicionadas (no determinadas) por sus bases materiales y sus expresiones políticas, se resumen en una secularización de la vida económica, el individualismo, como base de la emancipación humana, la idea de una utopía realizable, de un progreso lineal sobre un planeta inagotable.[10]
Todo esto influyó la manera como se desarrolló una economía capitalista, con sus características políticas culturales, con nuevas definiciones de las metas y de los medios de la vida económica. Sin embargo, Bolivar Echeverría ve dos corrientes muy diferentes en el desarrollo de este pensamiento. Una se define como “una búsqueda de la emancipación individual y colectiva y de la justicia social”, que él llama de izquierda. Otra se experimenta como la “dinámica de una historia regida por el progreso técnico” que tipifica la modernidad capitalista y[11], que “lleva a la vida social en dirección a la barbarie”.
Un filósofo como Rudolf Boem afirma que es en la filosofía griega misma donde se debe encontrar la fuente de la modernidad.[12] La lógica de este pensamiento llevaba a un mesianismo del progreso basado sobre el conocimiento; una vez las fuerzas productivas fuesen desarrolladas, una verdadera explosión de racionalidad parcial conduciría a la irracionalidad. Paradoxalmente, “nuestra época puede ser caracterizada como acrítica por excelencia”, escribe Boem.[13] “Frente a la ciencia, toda crítica tiende a callarse, especialmente la filosofía”. [14] “Quien no sabe cocinar no tiene el derecho a pretender que la sopa está demasiado salada”.[15] Este autor aplica esta idea también al concepto de desarrollo y realiza una crítica radical de la modernidad, como deshumanizada y pide un nuevo paradigma.
La corriente posmoderna que niega la existencia de estructuras, de teorías, de “grande relato” no da una respuesta al respeto. Se trata más de una tentativa de escapar a la realidad, afirmando que lo real es un conjunto de “pequeños relatos”, de historias inmediatas realizadas por individuos. (16] De hecho, es la mejor ideología para un capitalismo que ha construido las bases materiales de su globalización como sistema.
Así está muy claro que solamente una visión holística del mundo, restableciendo el pensamiento científico en su lugar y reconstruyendo un paradigma nuevo de la vida colectiva en el planeta, puede indicar las pistas de solución. Es lo que llamamos El Bien Común de la Humanidad, pero que puede llevar muchos nombres: Sumak Kawsai, socialismo del Siglo XXI, etc.
El Bien Común de la Humanidad
No vamos en este escrito a desarrollar mucho esta idea, ya explicitada en varias publicaciones(17]. Frente a la crisis múltiple que revela una crisis de civilización, se trata de encontrar perspectivas a la vez teóricas y prácticas. El enfoque teórico consiste en criticar la modernidad capitalista y su penetración en todos los dominios de lo real, incluso la subjetividad humana. La dimensión práctica estudia los campos de aplicación de la construcción de un  nuevo paradigma y que son los fundamentos de la vida colectiva sobre el planeta. Son cuatro los que toda sociedad tiene que resolver: la relación con la naturaleza; la producción de la base material de la vida; la organización colectiva, social y política y la cultura come lectura de lo real y construcción de la ética. En cada caso, se trata de proponer acciones que contradicen la lógica del paradigma capitalista y construyen de manera concreta aspectos del nuevo. Para ser creíble, el enfoque debe ir hasta la propuesta de medidas de transición en el espacio y en el tiempo.
Todo eso puede aparecer bastante utópico, pero de hecho no lo es en el sentido de ilusiones, porque existen iniciativas numerosas en los diversos ejes de la construcción de un nuevo paradigma. En verdad falta la visión de conjunto y de convergencia para constituir una fuerza de cambio. Es precisamente eso el gran reto de nuestro tiempo más allá de la economía.

Notas 

 

[1]De verdad, un estado de pobreza puede existir en circunstancias extremas, como terremotos, tsunamis, sequías, etc., que no dependen de una acción humana o de las relaciones sociales de una sociedad determinada. No hablamos de estas situaciones que evidentemente exigen medidas de asistencia. También en sociedades pre clasistas, un estado permanente de pobreza ha existido por falta de fuerzas productivas adecuadas. Nuestra referencia en este trabajo son las sociedades de clases y en particular las sociedades capitalistas.
[2] Orlando Fals Borda, Pobreza en Ciencia, in Compromiso y Cambio social, Bogotá, 288.
[3]En Brasil, en 2013, 13,8 millones de familias gozan de las bolsas familiares con una transferencia de 97 billones de reales (más o menos 45 billones de dólares) lo que, sin embargo, representa una mínima parte del presupuesto nacional. En Ecuador, cerca de 3 millones de personas perciben el bono humanitario que representa el 1,17 % del presupuesto nacional.
[4] Según la CEPAL, México paso de 47.7 % en 1999 a 36.3 % en 2010; Colombia de 51.1 % en 1991 a 34.2 % en 2011; Chile, de 38,6 % en 1990 a 11,0 % en 2011, cuando Brasil pasaba de 48.0 en 1990 a 20.9 % en 2011, Venezuela, de 39.8 % en 1990 a 29.5 % en 2011; Ecuador, de 51.2 % en 2004 a      35.4 % en 2011 y Bolivia, de 62.1 % en 1997 a 42.4 % en 2009 (CEPAL, 2012).
[6] Declaración hecha por la FAO por el día internacional de la madre tierra, marzo 2013.
              [7] El error del Doi Moi (renovación) fue pensar que solamente el mercado podía acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas.
               (8) Boliva Echeverría, Crítica de la Modernidad Capitalista, Vicepresidencia de la República, La Paz, 2011, 70.
              [9] Ibidem, 68.
              [10] Ver Wim Dierckxsens, La Transición hacia una Nueva Civilización, Abril, La Habana y Ruth, Panamá, 2013.
              [11] Ibidem, 69-70.
              [12] Rudolf Boehm, Critique des Fondements de l’Epoque, L’Harmattan, Paris, 2000
              [13] Ibidem, 22.
              [14] Ibidem.
              [15] Ibidem,21.
              [16] François Houtart,El Camino a la Utopía desde un Mundo de Incertidumbre, Ruth, Panamá, El Perro y la Rana, Caracas, 2010.
              [17] François Houtart, De los Bienes Comunes al Bien Común de la Humanidad, Ruth, Panamá, 2013; Birgit Deiber y François Houtart, Un paradigma poscapitalista: el Bien Común de la Humanidad, Ruth, Panamá, 2012.