Por Paul Krugman
El Pais
El presidente Obama expuso varias ideas buenas en su discurso sobre el estado de la Unión. Por desgracia, casi todas ellas exigen gastar dinero y, teniendo en cuenta que los republicanos controlan la Cámara de Representantes, es difícil creer que eso vaya a suceder.
Sin embargo, una de las propuestas más importantes no entrañaría gasto presupuestario alguno: la petición del presidente de aumentar el salario mínimo de 7,25 a 9 dólares, con incrementos posteriores acordes con la inflación. La pregunta que tenemos que hacernos es: ¿sería esto una buena política? Y la respuesta, quizá sorprendentemente, es un claro sí.
¿Por qué sorprendentemente? Bueno, la economía básica nos dice que seamos muy prudentes respecto a los intentos de legislar los resultados del mercado. Todos los libros de texto —el mío, incluido— exponen las consecuencias no intencionadas que se derivan de políticas como el control de los alquileres o las subvenciones a los precios agrícolas. Y hasta los economistas más liberales, sospecho, estarían de acuerdo en que establecer un salario mínimo de, digamos, 20 dólares la hora crearía muchos problemas.
Pero no estamos hablando de eso. Y hay fuertes razones para creer que la clase de aumento del salario mínimo que el presidente propone tendría efectos extremadamente positivos.
En primer lugar, el nivel actual del salario mínimo es muy bajo, según cualquier criterio razonable. Durante cerca de cuatro décadas, las subidas del salario mínimo han ido muy por detrás de la inflación, de modo que, en términos reales, el salario mínimo es considerablemente más bajo de lo que era en la década de los sesenta del siglo XX. Por otro lado, la productividad del trabajador se ha duplicado. ¿No es hora de subirle el sueldo?
Ahora bien, se podría alegar que aunque el salario mínimo actual parezca bajo, incrementarlo entrañaría la pérdida de puestos de trabajo. Pero hay pruebas al respecto —muchas, muchas pruebas—, porque el salario mínimo es una de las cuestiones más estudiadas en toda la economía. Da la casualidad de que la experiencia estadounidense brinda muchos ejemplos naturales sobre la cuestión, en los que un Estado aumenta su salario mínimo mientras que otros no lo hacen. Y aunque hay gente que no está de acuerdo, como siempre, la gran mayoría de las pruebas que aportan estos experimentos naturales indican que las subidas del salario mínimo tienen poco efecto sobre el empleo, si es que tienen alguno.
¿Por qué es esto cierto? Es un tema que se sigue investigando, pero una constante en todas las explicaciones es que los trabajadores no son sacos de trigo y ni siquiera apartamentos de Manhattan; son seres humanos, y las relaciones humanas que intervienen en la contratación y en los despidos son inevitablemente más complejas que los mercados de meras materias primas. Y una consecuencia de esta complejidad humana parece ser que los aumentos moderados de los sueldos para los peor pagados no necesariamente reducen el número de puestos de trabajo.
Lo que esto quiere decir, a su vez, es que el principal efecto de un aumento de los salarios mínimos es un aumento de las rentas de estadounidenses que trabajan mucho, pero cobran poco, lo cual es, naturalmente, lo que estamos tratando de conseguir.
Por último, es importante entender cómo interactúa el sueldo mínimo con otras políticas encaminadas a ayudar a los trabajadores peor pagados, en concreto, las deducciones por rendimiento del trabajo. Las deducciones fiscales —que tradicionalmente han contado con el apoyo de los dos partidos, aunque puede que esto se acabe— son también una buena política. Pero tiene un defecto bien conocido: algunos de sus beneficios acaban yendo a parar no a los trabajadores, sino a las empresas, en forma de salarios más bajos. Y ¿lo adivinan? Un aumento del salario mínimo ayuda a corregir este defecto. Resulta que la deducción fiscal y el salario mínimo no son políticas rivales, sino que son políticas complementarias que funcionan mejor en tándem.
Por eso, la propuesta sobre los salarios de Obama es buena economía. Y también es buena política: un aumento de los salarios está apoyado por una mayoría abrumadora del electorado, incluida una fuerte mayoría de mujeres que se identifican como republicanas (aunque no hombres). Pero así y todo, los líderes del Partido Republicano en el Congreso se oponen a cualquier subida. ¿Por qué? Dicen que les preocupa la gente que posiblemente perderá su trabajo, independientemente de las pruebas que demuestran que esto realmente no va a pasar. Pero esto no es creíble.
Y es que los líderes republicanos actuales sienten un claro desdén por los trabajadores con sueldos bajos. Tengan en cuenta que estos trabajadores, aunque trabajen a tiempo completo, no pagan en su mayoría el impuesto sobre la renta (aunque paguen un montón en impuestos sobre la nómina y sobre las ventas), y es posible que reciban subvenciones como Medicaid y cupones canjeables por comida. Y ya saben en qué les convierte esto, en opinión del Partido Republicano: “Sanguijuelas”, miembros del despreciable 47% que, como dijo el candidato a la presidencia Mitt Romney ante gestos de aprobación, no asumen la responsabilidad de su propia vida.
Eric Cantor, presidente de la Cámara de Representantes, nos brindó un ejemplo perfecto de este desdén el pasado Día del Trabajo: decidió conmemorar una fiesta dedicada a los trabajadores enviando un mensaje que no decía absolutamente nada sobre los trabajadores, pero que, en cambio, alababa los esfuerzos de los empresarios.
La buena noticia es que no muchos estadounidenses comparten este desdén; prácticamente todo el mundo, excepto los varones republicanos, cree que los trabajadores peor pagados merecen un aumento de sueldo. Y tienen razón. Deberíamos subir el salario mínimo ya.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
El Pais
El presidente Obama expuso varias ideas buenas en su discurso sobre el estado de la Unión. Por desgracia, casi todas ellas exigen gastar dinero y, teniendo en cuenta que los republicanos controlan la Cámara de Representantes, es difícil creer que eso vaya a suceder.
Sin embargo, una de las propuestas más importantes no entrañaría gasto presupuestario alguno: la petición del presidente de aumentar el salario mínimo de 7,25 a 9 dólares, con incrementos posteriores acordes con la inflación. La pregunta que tenemos que hacernos es: ¿sería esto una buena política? Y la respuesta, quizá sorprendentemente, es un claro sí.
¿Por qué sorprendentemente? Bueno, la economía básica nos dice que seamos muy prudentes respecto a los intentos de legislar los resultados del mercado. Todos los libros de texto —el mío, incluido— exponen las consecuencias no intencionadas que se derivan de políticas como el control de los alquileres o las subvenciones a los precios agrícolas. Y hasta los economistas más liberales, sospecho, estarían de acuerdo en que establecer un salario mínimo de, digamos, 20 dólares la hora crearía muchos problemas.
Pero no estamos hablando de eso. Y hay fuertes razones para creer que la clase de aumento del salario mínimo que el presidente propone tendría efectos extremadamente positivos.
En primer lugar, el nivel actual del salario mínimo es muy bajo, según cualquier criterio razonable. Durante cerca de cuatro décadas, las subidas del salario mínimo han ido muy por detrás de la inflación, de modo que, en términos reales, el salario mínimo es considerablemente más bajo de lo que era en la década de los sesenta del siglo XX. Por otro lado, la productividad del trabajador se ha duplicado. ¿No es hora de subirle el sueldo?
Ahora bien, se podría alegar que aunque el salario mínimo actual parezca bajo, incrementarlo entrañaría la pérdida de puestos de trabajo. Pero hay pruebas al respecto —muchas, muchas pruebas—, porque el salario mínimo es una de las cuestiones más estudiadas en toda la economía. Da la casualidad de que la experiencia estadounidense brinda muchos ejemplos naturales sobre la cuestión, en los que un Estado aumenta su salario mínimo mientras que otros no lo hacen. Y aunque hay gente que no está de acuerdo, como siempre, la gran mayoría de las pruebas que aportan estos experimentos naturales indican que las subidas del salario mínimo tienen poco efecto sobre el empleo, si es que tienen alguno.
¿Por qué es esto cierto? Es un tema que se sigue investigando, pero una constante en todas las explicaciones es que los trabajadores no son sacos de trigo y ni siquiera apartamentos de Manhattan; son seres humanos, y las relaciones humanas que intervienen en la contratación y en los despidos son inevitablemente más complejas que los mercados de meras materias primas. Y una consecuencia de esta complejidad humana parece ser que los aumentos moderados de los sueldos para los peor pagados no necesariamente reducen el número de puestos de trabajo.
Lo que esto quiere decir, a su vez, es que el principal efecto de un aumento de los salarios mínimos es un aumento de las rentas de estadounidenses que trabajan mucho, pero cobran poco, lo cual es, naturalmente, lo que estamos tratando de conseguir.
Por último, es importante entender cómo interactúa el sueldo mínimo con otras políticas encaminadas a ayudar a los trabajadores peor pagados, en concreto, las deducciones por rendimiento del trabajo. Las deducciones fiscales —que tradicionalmente han contado con el apoyo de los dos partidos, aunque puede que esto se acabe— son también una buena política. Pero tiene un defecto bien conocido: algunos de sus beneficios acaban yendo a parar no a los trabajadores, sino a las empresas, en forma de salarios más bajos. Y ¿lo adivinan? Un aumento del salario mínimo ayuda a corregir este defecto. Resulta que la deducción fiscal y el salario mínimo no son políticas rivales, sino que son políticas complementarias que funcionan mejor en tándem.
Por eso, la propuesta sobre los salarios de Obama es buena economía. Y también es buena política: un aumento de los salarios está apoyado por una mayoría abrumadora del electorado, incluida una fuerte mayoría de mujeres que se identifican como republicanas (aunque no hombres). Pero así y todo, los líderes del Partido Republicano en el Congreso se oponen a cualquier subida. ¿Por qué? Dicen que les preocupa la gente que posiblemente perderá su trabajo, independientemente de las pruebas que demuestran que esto realmente no va a pasar. Pero esto no es creíble.
Y es que los líderes republicanos actuales sienten un claro desdén por los trabajadores con sueldos bajos. Tengan en cuenta que estos trabajadores, aunque trabajen a tiempo completo, no pagan en su mayoría el impuesto sobre la renta (aunque paguen un montón en impuestos sobre la nómina y sobre las ventas), y es posible que reciban subvenciones como Medicaid y cupones canjeables por comida. Y ya saben en qué les convierte esto, en opinión del Partido Republicano: “Sanguijuelas”, miembros del despreciable 47% que, como dijo el candidato a la presidencia Mitt Romney ante gestos de aprobación, no asumen la responsabilidad de su propia vida.
Eric Cantor, presidente de la Cámara de Representantes, nos brindó un ejemplo perfecto de este desdén el pasado Día del Trabajo: decidió conmemorar una fiesta dedicada a los trabajadores enviando un mensaje que no decía absolutamente nada sobre los trabajadores, pero que, en cambio, alababa los esfuerzos de los empresarios.
La buena noticia es que no muchos estadounidenses comparten este desdén; prácticamente todo el mundo, excepto los varones republicanos, cree que los trabajadores peor pagados merecen un aumento de sueldo. Y tienen razón. Deberíamos subir el salario mínimo ya.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.