Por Marshall Auerback *
NOTA T.: [1] Por el presidente Hoover, cuyas políticas económicas de austeridad fiscal insensatamente procíclica agravaron la crisis económica de 1929.
Uno de los analistas económicos más respetados de los EEUU, es miembro consejero del Instituto Franklin y Eleanor Roosevelt, en donde colabora con el proyecto de política económica alternativa new deal. 2.0 *.
Olvídense de la degradación calificatoria de S&P, que tuvo impacto CERO en los mercados de valores globales. Se supone que esa degradación significaba una mayor probabilidad de que el gobierno de los EEUU termine siendo incapaz de honrar la deuda previamente contraída. Si los mercados hubieran tomado en serio esa advertencia, habría conferido un mayor premio de riesgo a los bonos públicos norteamericanos. Se calla por sabido que ocurrió precisamente lo contrario: el precio de esos bonos se disparó. En otras palabras: los inversores, aquí y por doquiera, dijeron con dinero, y harto estridentemente, que la deuda pública estadounidense era un puerto muy seguro en un tiempo de caos financiero.
De modo que, si no fue la degradación calificatoria de S&P lo que causó la cascada de desplomes de los mercados de valores globales, ¿qué fue? De lejos, el factor más importante que está ahora mismo determinando el rumbo de los mercados es Europa, y más singularmente, el futuro del euro y de la Unión Monetaria Europea. El riesgo sistémico ha cruzado el Atlántico para instalarse en la eurozona.
Y tras esa broma de cumbre reciente entre la Cancillera alemana Merkel y el Presidente francés Sarkozy, diríase que una vez más quienes toman las decisiones políticas en Europa disparan ese riesgo. Su persistente reluctancia a enfrentarse a la bomba sistémica de relojería instalada en el corazón del euro ha llegado a punto tal, que probablemente ha sentenciado el destino del euro. Sus repetidos “planes de rescate” (y asertos igualmente fatuos sobre nuevos comités y sobre la “eurosolidaridad”) no pueden ya ocultar el problema central, y es a saber: que países con economías muy distintas andan uncidas a una misma moneda sin una unión de transferencias fiscales; a falta de esa unión fiscal, en las actuales circunstancias resulta imposible la facilitación del crecimiento, y en cambio, se propician la depresión económica y el caos político.
En vez de tratar de prevenir una segunda zambullida en la recesión con políticas fiscales y monetarias flexibles, el Banco Central Europeo (BCE) se ha empeñado en todo lo contrario. El euro se ha convertido así en un instrumento hooveriano [1] de tortura económica en manos de sadomonetaristas como Jean-Claude Trichet, que ven en cada rescate un medio para que las naciones pretendidamente irresponsables carguen con sus pasivos a sus vecinos más aptos, en vez de atender a las fracasadas estructuras institucionales generadoras en primera instancia de la necesidad de esas medidas mitigadoras del ensanchamiento del hiato que separa a los distintos países. Se han aumentado los tipos de interés, y se ha forzado a los Estados miembros a poner por obra suicidas programas de austeridad que, destruyendo el crecimiento, han empeorado todavía más la subyacente dinámica de deuda. Resulta difícil imaginar una amalgama de políticas más trágica y suicida. Es 1937, a lo bestia.
¿Cuánto tiempo aguantarán esto los votantes de los países ricos? Tal vez no mucho más, pues los alemanes, singularmente, parecen no tener estómago ya para aguantar los costes requeridos para salvar la unión monetaria. Así pues, ¿cuál es el problema en el corazón del euro?
Remontémonos a los primeros principios: hay que entender la diferencia entre las monedas soberanas y las no-soberanas. Un Estado con una moneda no-soberana que emita deuda pública o bien en moneda extranjera o bien en una moneda nacional atada a una moneda extranjera (o a un metal precioso, como el oro) se enfrenta a un riesgo de insolvencia. Sin embargo, un Estado que gaste sirviéndose de su propia moneda flotante y no-convertible no se verá jamás forzado a la quiebra, salvo que voluntariamente decida declararse quebrado (como, por ejemplo, estuvo a pique de hacer el Congreso de los EEUU en las recientes negociaciones sobre el techo de deuda). Por eso un país como Japón puede seguir manejando una deuda pública cuya proporción con el PIB es más del doble de la “elevada deuda” de los países PIIGS disfrutando al propio tiempo su deuda soberana de tasas de interés extremadamente bajas. Una nación que opera con su propia moneda siempre puede gastar a crédito de cuentas bancarias, y eso incluye gastos en intereses. De modo que no hay riesgo de quiebra en términos de capacidad de pago (que es cosa distinta de la disposición política a pagar).
Pero como han observado muchos críticos de la moneda común, la relación de los países miembros con la Unión Monetaria Europea (UME) es más parecida a la relación de los tesoros de los estados miembros de os EEUU con la Fed que la relación del Tesoro estadounidense con la Fed. Un país como Irlanda, dentro de la UME, se parece más Nueva York que a un Estado soberano. Eso significa que tiene poco margen de política nacional para servirse de políticas monetarias y fiscales que le permitan lidiar con la crisis. Resultado: al primer gran shock negativo de demanda que sacudido a la región, los Estados nacionales se han encontrado inmediatamente con que no pueden usar la política fiscal de modo responsable para proteger sus economías de un creciente desempleo y unos ingresos menguantes. En una federación normal, el gobierno nacional siempre puede garantizar la solvencia de las partes constituyentes vía transferencias fiscales. En el diseño jurídico-institucional de la UME no se especifica esa función, y las tentativas de los Estados miembros para mitigar el colapso de la demanda no tardaron en levantar las iras de las elites del euro, con un BCE que asumió el papel de imponer austeridad fiscal a unos gobiernos erráticos.
En los EEUU, los estados federados no tienen poder para crear moneda; en tales circunstancias, los impuestos “financian” realmente el gasto de los estados federados, los cuales se ven obligados a tomar empréstitos (a vender bonos en los mercados) a fin de gastar más de lo que recaudado fiscalmente. Los compradores de bonos de los estados federados se preocupan por la fiabilidad crediticia de esos estados, y la capacidad de los estados federados norteamericanos para incurrir en déficits depende al menos parcialmente de la percepción que se tenga de su fiabilidad como deudores. Mientras que un estado individual puede siempre recurrir a la ayuda del gobierno federal estadounidense en caso de necesidad (aunque la reciente experiencia de las negociaciones del techo de deuda hace menos seguro ese supuesto), no está tan claro que los países individuales de la zona euro sean tan afortunados. Funcionalmente, cada Estado nacional opera como los estados federados individuales norteamericanos, pero sólo con tesoros públicos individuales.
El dilema del euro es, pues análogo al dilema latinoamericano, según lo experimentaron regularmente países como Argentina cuando operaban con monedas atadas al dólar. Dadas las restricciones institucionales, el gasto de déficit precisa, en efecto, del empréstito en “moneda extranjera” conforme a los dictados de mercados privados, y los Estados nacionales se ven exteriormente restringidos. Por eso Irlanda y Letonia están en un lío, asediadas por problemas de insolvencia. Por eso también California sufre un problema de insolvencia, o España, o Italia. No los EEUU o Japón, lo que explica por qué este último país ha sido capaz de tomar dinero prestado al 1% durante las dos últimas décadas a pesar de que la proporción de su deuda pública respecto de su PIB dobla de los EEUU o la de la eurozona.
Ello es que, en la presente coyuntura, no hay ya tiempo para crear unos “Estados Unidos de Europa”. Por eso el BCE ha reanudado sus operaciones de compra de bonos a fin de contener los intereses de esos bonos y aliviar las preocupaciones suscitadas por la solvencia de los Estados nacionales individuales. El BCE ha recibido una muchedumbre de críticas por eso. En un sentido, las críticas están justificadas: el BCE está, efectivamente, jugando un “papel fiscal” para el que no está concebido. Comprando bonos, compra tiempo.
Pero la compra de bonos ataca los síntomas, más que los problemas subyacentes. Y resulta fundamentalmente antidemocrática: al asumir ese papel, por la vía de rescates ad hoc y la compra de bonos en mercados secundarios, el BCE se ha convertido en una suerte de Zar fiscal que no tiene que rendir cuentas a ningún electorado nacional.
La esperanza es que, frenando los disparados intereses de los bonos, el BCE pueda convencer a los mercados de que países como Italia y Grecia no son insolventes para que los mercados vuelvan a financiarlos. Aun con unos bonos italianos y españoles que ahora mismo ha conseguido hacer bajar a menos del 5%, tal esperanza es vana, porque el contagio ya se ha difundido hasta afectar a países del núcleo, como Francia. Los europeos ni siquiera han empezado a rediseñar correctamente su estructura institucional, y el BCE, en su calidad de emisor único de euros, sigue siendo el único instrumento que hoy por hoy puede jugar ese papel, bien que harto imperfectamente. Hay, sin embargo, una mejor manera de hacerlo.
El BCE podría proporcionar un alivio inmediato, aprestándose a crear y distribuir varios billones de euros por todas las naciones de la zona euro según su renta per capita. Eso, de por sí, no constituiría un “rescate”, pues Alemania –cuya economía dispone de la mayor renta per capita— sería el mayor receptor. Se permitiría a todas las naciones individuales de la zona euro servirse de ese socorro de emergencia según lo estimaran conveniente. Grecia podría optar por comprar parte de su abultada deuda pública; otros podrían optar por paquetes de estímulos fiscales. Aunque esto pueda sonar parecido a los rescates corrientes y molientes, en los que el BCE compra a los bancos, en mercados secundarios, bonos públicos (suponiendo, por ejemplo, un riesgo de quiebra para Grecia), lo cierto es que los paquetes de emergencia aquí esbozados (propuestos por vez primera por Warren Mosler www.moslereconomics.com) quedarían discrecionalmente en manos de las naciones individuales.
Por consiguiente, el BCE financiaría operaciones públicas corrientes, si los gobiernos nacionales eligieran ese curso de acción. Y si el BCE considerara que un país comete abusos (si, por ejemplo, Grecia no fuera eficiente en la recaudación fiscal), podría retirar los pagos, hasta que se volviera a la normalidad. La sanción sería tanto más creíble, cuanto que haría las veces de retirar la zanahoria por parte del BCE, algo totalmente distinto de castigar fiscalmente con el palo, buscando meter en vereda a un país ya suficientemente agobiado por estrecheces económicas. Más significativamente aún, el ingreso compartido propuesto tomaría por los cuernos el problema del impacto del contagio, ya que el BCE seguiría distribuyendo a otros países en el caso de tener que castigar a los “chicos recalcitrantemente problemáticos”.
Eso no encara el problema de la deficiente demanda agregada, pero encara al menos el problema de la solvencia, que es la principal amenaza sistémica ahora mismo para la zona euro (y en verdad, para el conjunto de la economía mundial). Al persuadir a los mercados de que el grueso de la zona euro es digna de confianza, disminuye considerablemente el riesgo de que los mercados se apresten a abatir a esos países. A medida que esos países se financian a sí mismos en términos creíbles en los mercados privados, pueden empezar a crecer de nuevo.
Claro es que plantear el problema en este contexto avanzando una propuesta en la que anda en juego al menos un billón de euros resulta algo difícil de digerir políticamente para el BCE o para las naciones que son acreedoras suyas, como Alemania. Por eso pensamos que el resultado final de este juego será más probablemente el que tuvimos ocasión de sugerir hace unas semanas:
“… el resultado más probable de una salida alemana del euro sería un alza formidable del valor del reconstituido marco alemán. En efecto: todo el mundo devaluaría frente a la fortaleza económica que es Alemania, y la carga de la reflación fiscal recaería sobre el miembro más recalcitrante de la Unión Europea. Alemania tendría entonces con toda probabilidad que rescatar sus bancos, pero eso es políticamente más digerible que, pongamos por caso, salvar los bancos griegos (al menos, desde la perspectiva de la población alemana).” [“Para salvar el euro, es Alemania la que debe abandonar la eurozona”, SinPermiso, 29 mayo 2011.]
La cuestión sigue planteada: ¿terminarán los alemanes abandonando el euro para salvar a Alemania, o considerarán que su destino está ya tan estrechamente unido a la moneda común, que una salida significaría un coste económico y político todavía mayor?
En el segundo caso, los alemanes tendrán que terminar entendiendo que el problema central en el corazón de la zona euro no es un problema de “mediterráneos manirrotos”. Mucha gente, particularmente en Alemania, cree que los gobiernos italiano, griego y portugués (y por asociación, sus ciudadanos) son los culpables de esta crisis por haber accedido a préstamos baratos de los bancos de la Europa septentrional, por no haber pagado suficientes impuestos, por no haber trabajado lo bastante duro, etc., etc.
De las declaraciones que siguen ofreciendo los mandamases políticos europeos, una cosa resulta clara: no entienden ecuaciones contables básicas. No consiguen ver la menor relación entre su propio modelo exportador y sus socios comerciales.
Por ejemplo: resulta irónico (y más que un pelín hipócrita) que Alemania critique a sus vecinos, como Grecia, o a sus socios comerciales, como los EEUU, por ser “manirrotos”, pero se base en esos países, que “viven por encima de sus posibilidades”, para producir un excedente comercial que permite a su gobierno incurrir en déficits presupuestarios más pequeños.
Más extremas son todavía las cosas dentro de la zona euro, si se consideran en el contexto de la economía global. El bloque de la Unión Monetaria Europea mantiene, en conjunto, un equilibro en su balanza por cuenta corriente con el resto del mundo. Por consiguiente, dentro de Eurolandia hay un juego de suma cero: el excedente de la balanza por cuenta corriente de un país se logra a costa del déficit en que incurre algún vecino. Y dadas unas restricciones triples –incapacidad para devaluar el euro, declive global y el socio dominante en el euro, Alemania, determinado a lograr excedentes comerciales—, parece harto improbable que las sufridas naciones pobres como Grecia o Irlanda puedan acercarse a un excedente de cuenta corriente, lo que ayudaría a reducir las cuitas de sus “manirrotos” gobiernos.
Diríase que el BCE anda aquejado de la misma confusión conceptual. No parece percatarse tampoco de la conexión entre los balances financieros y el crecimiento nominal del PIB.
Parece entender que los balances financieros deben equilibrarse ex post, y así es como los balances sectoriales están interconectados. No parece percatarse de que el emisor de moneda y los creadores de crédito tienen generalmente la clave de la capacidad de los sectores para incurrir en déficit presupuestario y que el déficit presupuestario es necesario para generar el incremento de ingresos, a partir del cual puede darse un nuevo ahorro bruto. Pero con la quimera de las “consolidaciones fiscales expansivas” habiéndose revelado tal con las recesiones de Grecia, Irlanda, Portugal y, muy pronto, España, tal vez tengamos ahora ocasión de ilustrar a más gente sobre ese punto.
¿Qué decir de los cargos de holgazanería, corrupción e insuficiente recaudación fiscal habitualmente imputados a los llamados países “PIIGS”? A eso se puede responder con una sencilla cuestión: aun si fueran inveterada verdad la holgazanería y el escaqueo fiscal de los países del “Club Med”, ¿por qué la crisis ha estallado precisamente ahora?
No, el problema es el euro, y se trata de un problema compartido por toda la eurozona. Y eso es lo que está empezando a reflejarse en los mercados, a medida que el contagio se difunde de la periferia al núcleo.
Hasta ahora, los burócratas se han limitado, o a negar las crecientes fracturas de tensión registradas dentro del sistema, o a forzar a los países más débiles a imponer una mayor austeridad fiscal a sus sufridas poblaciones, lo que no ha hecho sino exacerbar ulteriormente los problemas. Y ha faltado de todo punto consistencia en los principios. Cuando países grandes, como Alemania y Francia, violaban rutinariamente los límites de gasto hace unos pocos años, la cosa se pasaba oportunamente por alto, en vivo contraste con la virulencia de las críticas que ahora se dirigen a los manirrotos mediterráneos. La persistente tendencia de la UE a proceder a improvisaciones ad hoc a partir de las cláusulas del tratado de la UME, en vez de tomar el toro por los cuernos y disponerse a reformar radicalmente un diseño institucional fallido, responde a una necia ideología que da la espalda a la realidad política, no menos que a la lógica económica. Y el resultado está ya a los alcances: una tormenta de fuego política que está minando completamente la credibilidad del euro.
A juzgar por la fláccida declaración que acompañó al final de la cumbre Merkel-Sarkozy, diríase que, incluso habiéndose llegado a este punto, los dirigentes políticos europeos no se enteran, o cuando menos, no consiguen ponerse políticamente de acuerdo para afrontar el radical cambio conceptual de todo punto necesario para salvar el euro. Los alemanes están paralizados políticamente, y las cosas están discurriendo demasiado rápidamente como para que quienes toman decisiones políticas puedan reaccionar con la agilidad requerida. Y sus dirigentes políticos jamás han explicado a su electorado la magnitud del problema, ni los costes asociados a los castigos en curso contra los llamados manirrotos. Cuando un dirigente político alemán abre la boca, siempre es para anunciar malas nuevas, como en las recientes declaraciones del ministro de finanzas, Wolfgang Schäuble, según las cuales el gobierno alemán se había opuesto a cualquier incremento de los recursos del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera o a la creación del eurobonos, a pesar de que este último resulta esencial para una estabilización a medio plazo de los mercados financieros.
Así pues, en esta coyuntura, lo que parece más probable es que los alemanes busquen salvarse a sí mismos saliendo de la zona euro, para luego recapitalizar sus bancos, como ya hicieran tras la reunificación de Alemania. Incorporarían a los países del Benelux –que han convergido ya estrechamente con la alemana— y dispondrían de un “bloque ampliado del Marco alemán” para comprar de barato al resto de Europa con un Marco reconstituido.
De ocurrir eso, las naciones del Club Med, como Grecia, Italia y España se salvarán, porque el euro se desplomará, lo que beneficiará grandemente a sus exportaciones. El euro volverá a ser una moneda de países débiles, lo que permitirá a esos países volver a vivir con una mayor inflación, mayores exportaciones y, probablemente, un estilo de vida más confortable.
Lo que resulta bien interesante es que, en ese probable escenario, el país que resultará realmente perjudicado por tal tipo de ambiente será Francia, que no es una economía del “Club Med”, pero que no ha tampoco acometido muchas de las reformas estructurales que está tratando de imitarle a su socio alemán. Su economía es más parecida a la italiana, pero si quisiera integrarse en el “bloque ampliado del Marco alemán”, su base industrial se vería probablemente amenazada por una enorme presión competitiva italiana: podría terminar destripada. Y la reacción social a eso podría llegar a ser muy grave. Recuérdese que la guillotina se inventó en Francia.
En lo tocante a Alemania, lo irónico es que el divorcio del euro no resultará probablemente la panacea que muchos alemanes creen ahora. A medida que el nuevo Marco alemán se dispare hasta niveles del Franco suizo –porque el nuevo Marco se verá como una “moneda fuerte”, un puerto seguro y creíble para flujos de ahorro—, lo más probable es que el empresariado alemán se sirva de su reapreciado Deutschmark para comprar de barato activos europeos. Una Anschluss [anexión; T.] económica a gran escala. Eso implica trasladar una buena parte de su industria a otros países europeos para aprovecharse de sus menores costes laborales, lo que redundará probablemente en un descenso del nivel de vida del trabajador alemán medio. La cosa terminará por revelarse como una estafa ante buena parte del electorado alemán, que no tardará en percatarse de que, una vez más, ha sido vendido por sus políticos.
Sea ello como fuere, no parece haber final feliz posible aquí. Diríase que Europa entra en la época más peligrosa de su historia desde la II Guerra Mundial.
Uno de los analistas económicos más respetados de los EEUU, es miembro consejero del Instituto Franklin y Eleanor Roosevelt, en donde colabora con el proyecto de política económica alternativa new deal. 2.0 *.