Por Paul Krugman *
Permítanme hablarles de las personas muy ricas. Ellas no son como ustedes y yo”. Eso escribió F. Scott Fitzgerald (y no se refería solo a que tuviesen más dinero). A lo que se refería más bien, al menos en parte, era a que muchos de los muy ricos esperan un grado de deferencia que el resto de nosotros nunca experimenta, y se sienten profundamente consternados cuando no reciben el tratamiento especial que consideran un derecho de nacimiento; su riqueza “los hace blandos ahí donde nosotros somos duros”.
Y como el dinero manda, esta blandura —podríamos llamarla el patetismo de los plutócratas— se ha convertido en un factor de primer orden en la vida política de Estados Unidos.
No es ningún secreto que, en este momento, muchos de los hombres más ricos de Estados Unidos —entre ellos algunos antiguos defensores de Obama— odian, simplemente odian, al presidente Obama. ¿Por qué? Bueno, según ellos, porque “demoniza” los negocios (o, como Mitt Romney decía a principios de esta semana, “ataca el éxito”). Escuchándolos, cabría pensar que el presidente es la reencarnación de Huey Long, predicando el odio de clase y la necesidad de desplumar a los ricos.
Permítanme hablarles de las personas muy ricas. Ellas no son como ustedes y yo”. Eso escribió F. Scott Fitzgerald (y no se refería solo a que tuviesen más dinero). A lo que se refería más bien, al menos en parte, era a que muchos de los muy ricos esperan un grado de deferencia que el resto de nosotros nunca experimenta, y se sienten profundamente consternados cuando no reciben el tratamiento especial que consideran un derecho de nacimiento; su riqueza “los hace blandos ahí donde nosotros somos duros”.
Y como el dinero manda, esta blandura —podríamos llamarla el patetismo de los plutócratas— se ha convertido en un factor de primer orden en la vida política de Estados Unidos.
No es ningún secreto que, en este momento, muchos de los hombres más ricos de Estados Unidos —entre ellos algunos antiguos defensores de Obama— odian, simplemente odian, al presidente Obama. ¿Por qué? Bueno, según ellos, porque “demoniza” los negocios (o, como Mitt Romney decía a principios de esta semana, “ataca el éxito”). Escuchándolos, cabría pensar que el presidente es la reencarnación de Huey Long, predicando el odio de clase y la necesidad de desplumar a los ricos.