Durante 15 años he asistido al Foro Económico Mundial de Davos. Generalmente, los líderes que se reúnen ahí comparten su optimismo sobre cómo la globalización, la tecnología y los mercados están transformando al mundo para bien. Incluso durante la recesión de 2001, quienes asistieron a Davos pensaban que la desaceleración no duraría mucho.
Pero esta vez, a medida que los líderes empresariales intercambiaban sus experiencias, casi podía sentirse como se iban oscureciendo los nubarrones. Uno de los oradores captó el ambiente cuando dijo que habíamos pasado del “auge y crisis” al “auge y Armagedón”. El consenso que está surgiendo es que el pronóstico de estancamiento global –el crecimiento más lento de la posguerra– para 2009 que el FMI hizo cuando se convocó la reunión era optimista. El único comentario positivo vino de alguien que dijo que los pronósticos de Davos casi siempre son erróneos, por lo que quizá esta vez serán demasiado pesimistas.
Igualmente impactante fue la pérdida de fe en los mercados. En una muy concurrida sesión de intercambio de ideas en la que se preguntó a los participantes cuál era la principal falla que había causado la crisis, la respuesta fue casi unánime: la creencia de que los mercados se corrigen a sí mismos.
El llamado modelo de los “mercados eficientes”, que sostiene que los precios reflejan de forma completa y eficiente toda la información disponible, también recibió duras críticas, al igual que la fijación de objetivos de inflación; la concentración excesiva en la inflación había desviado la atención de la cuestión más fundamental de la estabilidad financiera. La creencia de los banqueros centrales de que controlar la inflación era necesario y casi suficiente para el crecimiento y la prosperidad nunca se había basado en una teoría económica sólida; ahora, la crisis creó más escepticismo.
Si bien nadie de las administraciones de Bush o de Obama trató de defender el capitalismo irresponsable al estilo estadounidense, los líderes europeos hablaron en favor de su “economía de mercado social”, su forma de capitalismo más suave con protecciones sociales, como modelo para el futuro. Además, sus estabilizadores automáticos, mediante los cuales el gasto automáticamente aumentó cuando crecieron los problemas económicos, ofrecían la promesa de moderar la desaceleración.
La mayoría de los líderes financieros estadounidenses aparentemente sintieron demasiada vergüenza para presentarse. Tal vez su ausencia hizo más fácil para quienes sí acudieron dar rienda suelta a su ira. Los pocos líderes sindicales que trabajan intensamente cada año en Davos para que la comunidad empresarial tenga una mejor comprensión de las preocupaciones de los trabajadores estaban particularmente molestos por la falta de arrepentimiento de los líderes financieros. Su llamado a que se devolvieran los bonos obtenidos en el pasado fue recibido con aplausos.
En efecto, algunos financieros estadounidenses recibieron críticas particularmente duras por adoptar aparentemente la postura de que ellos también eran víctimas. La realidad es que ellos fueron los culpables, no las víctimas y fue particularmente insultante que siguieran amenazando a los jefes de gobierno con un colapso económico si no se les daban los gigantescos rescates que exigían.
Peor aún, gran parte del dinero que está llegando a los bancos para que se recapitalicen a fin de que puedan reanudar los créditos está saliendo en forma de bonos y dividendos. El hecho de que en todo el mundo las empresas no estén recibiendo los créditos que necesitan agravó las quejas que se expresaron en Davos.
La crisis plantea preguntas fundamentales sobre la globalización, que supuestamente debía ayudar a distribuir el riesgo. En cambio, permitió que las fallas de Estados Unidos se propagaran por todo el mundo como una enfermedad contagiosa. De cualquier forma, la preocupación en Davos era que habría un alejamiento incluso de nuestra defectuosa globalización y que los países pobres serían los más afectados.
Pero las condiciones siempre han sido desiguales. ¿Cómo podrían los países en desarrollo competir con los subsidios y las garantías de Estados Unidos? Por lo tanto, ¿cómo podría cualquier país en desarrollo defender ante sus ciudadanos la idea de abrirse más a los bancos estadounidenses altamente subsidiados? Al menos por el momento, la liberalización del mercado financiero parece estar muerta.
Las desigualdades son evidentes. Incluso si los países pobres estuvieran dispuestos a garantizar los depósitos, las garantías tendrían menos peso que las estadounidenses. Esto explica en parte el curioso flujo de fondos de los países en desarrollo hacia los Estados Unidos—donde se originaron los problemas del mundo. Además, los países en desarrollo carecen de los recursos para poner en práctica las políticas de estímulos masivos de los países avanzados.
Para empeorar las cosas, el FMI aún obliga a la mayoría de los países que acuden a esa institución en busca de ayuda a aumentar las tasas de interés y disminuir el gasto, lo que agrava la desaceleración. Además, los bancos de los países avanzados parecen estar dejando de prestar en los países en desarrollo, incluso a través de sus sucursales y filiales. Así pues, las perspectivas para la mayor parte de los países en desarrollo –incluidos los que habían hecho todo “bien”—son desalentadoras.
Como si todo esto no fuera suficiente, mientras se inauguraba la reunión de Davos la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó una ley que exige que se utilice acero estadounidense en los proyectos de estímulo, a pesar de los llamados del G-20 a evitar el proteccionismo en respuesta a la crisis.
A esta letanía de preocupaciones podemos añadir el temor de que los prestatarios, recelosos de los enormes déficit de Estados Unidos, y los tenedores de reservas en dólares, inquietos ante la posibilidad de que ese país se vea tentado a recurrir a la inflación para resolver su problema de deuda, respondan agotando la oferta de ahorros globales. En Davos, quienes confiaban en que Estados Unidos no haría eso intencionalmente mostraron preocupación de que pudiera suceder de manera no intencional. Había poca confianza en que la mano no demasiado hábil de la Reserva Federal –con su reputación manchada por las enormes fallas de política monetaria en años recientes—pudiera manejar la gigantesca acumulación de deuda y liquidez.
El Presidente Barack Obama parece estar ofreciendo un impulso que el liderazgo de Estados Unidos necesita después de los años oscuros de George W. Bush; pero la atmósfera en Davos indica que el optimismo y la confianza pueden no durar mucho. Estados Unidos encabezó al mundo en la globalización. Ahora que el capitalismo al estilo estadounidense y los mercados financieros de ese país están desprestigiados, ¿llevará Estados Unidos al mundo a una nueva era de proteccionismo, como lo hizo durante la Gran Depresión?
AUTOR :Joseph E. Stiglitz, profesor de economía en la Universidad de Columbia y ganador del Premio Nobel de economía en 2001, es autor, junto con Linda Blimes del libro La guerra de los tres billones: El costo verdadero del conflicto en Irak.
FUENTE : PROJECT SYNDICATE
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