Cuando los dirigentes del G20 se reúnen para reformar el sistema financiero mundial surge una impresión de déjà vu: 1999, tras el tornado monetario asiático; 2002, tras el estallido de la burbuja internet. Se anuncian medidas “estructurales”, pero la cuestión esencial parece quedar fuera del debate. ¿Cuál es la utilidad social de las finanzas?
Los efectos devastadores de la crisis parecen haber alcanzado finalmente la masa crítica suficiente para producir algunos reordenamientos en la regulación económica y financiera del capitalismo globalizado. Cabe incluso alabar, junto a John Maynard Keynes, esa capacidad –que algunos denominan elegantemente pragmatismo– que “lleva a los hombres de Estado y administradores a limitar las consecuencias más graves de los errores derivados de los estudios en los que se formaron, al tomar iniciativas casi en contradicción con sus principios, sin ser a la vez, en la práctica, ni ortodoxos ni heréticos…” (1).
Las pruebas están a la vista: en apenas tres o cuatro meses, los mismos que se aprestaban a votar presupuestos rigurosos (2); a ajustar la política monetaria para evitar los “efectos de segunda vuelta” inflacionistas (en realidad, las alzas de salarios) (3); a perfeccionar “la integración financiera europea” (4); repentinamente se dedicaron a efectuar colosales inyecciones de liquidez en el sistema bancario; a bajar las tasas de interés a niveles históricamente nunca vistos (y a hacerlo de manera casi concertada, bajo la presión de los dirigentes políticos); a crear estructuras públicas para la compra de activos tóxicos; a dar garantías estatales a préstamos interbancarios; a adquirir “verdaderas falsas” participaciones en los bancos; a nacionalizarlos en algunos casos (Londres y Washington encabezaron ese movimiento); a aplicar programas de reactivación que superaron todos los límites imaginables (hasta profundizar el déficit presupuestario en un 10% en el Reino Unido y en Estados Unidos, sólo en el año 2009, haciendo explotar en pleno vuelo el mal llamado pacto europeo de estabilidad y de crecimiento); a sacar a flote directamente (de ambos lados del Atlántico) la industria automotriz; a dar consignas –no siempre seguidas de efectos– para limitar las indemnizaciones multimillonarias de los ejecutivos; a moderar la distribución de dividendos; a moralizar las stocks options; a poner un tope a las remuneraciones, etc. Algunos ya piensan incluso en financiar directamente las deudas públicas a través de los Bancos Centrales.
En síntesis, se han puesto a releer todo el manual de las herejías económicas, que hasta ayer mismo era clandestino. Claro que ya se alzan algunas voces para prevenir que será necesario volver rápidamente a la ortodoxia presupuestaria (es el caso en Hungría y Letonia, y en Rumania, bajo la conducción de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional) o prevenir cualquier tentación proteccionista (5). Pero antes de hablar de la resaca, debe subrayarse que la ola dejó sobre la playa algunos restos del dogma liberal.
¿Se puede deducir por lo tanto que “hoy en día somos todos keynesianos”? (6). En cierto sentido sí; si se entiende por ello que a esta época parece encantarle exhumar los remedios del “abuelito” Keynes, y armar a los apurones un manual para “casos de urgencia”. Pero se comprenderá rápidamente que la invocación de esa figura tutelar tiene que ver con una estrategia de confinamiento, pues antes que nada se trata de ponerle un nombre a la brigada de bomberos a la que se llamó para apagar el incendio una vez que el bosque quedó hecho cenizas.
Pues así como es cierto que “el arte de cocinar no consiste sólo en una serie de recetas” (7), la regulación del capitalismo requiere mucho más que “apretar el botón” de un presunto keynesianismo. Tapar las brasas con una alfombra de euros y dólares, en un mundo configurado por treinta años de reformas neoliberales, es como tirar de una cuerda para hacer andar un asno. La política industrial, el papel de los sindicatos, el impuesto progresivo sobre los ingresos, la oferta igualitaria de servicios públicos, la ordenación del territorio, la política cambiaria, las reglas sociales y ambientales del comercio exterior… son las estructuras de base que faltan hoy en día para acoger dignamente la herencia keynesiana. Es de temer que invocando nuevamente el “retorno de Keynes” en medio del pánico, sin interrogarse sobre la configuración de las instituciones capaces de recibirlo, se le esté fabricando una mortaja a su tamaño.
Más allá de las medidas macrofinancieras adoptadas para tratar de contener la depresión, es posible prever intentos de reordenamiento estructurales en la esfera financiera. Ése es el principal desafío de la reunión del G-20 en Londres (8), organizada a comienzos de abril. A primera vista, la voluntad reformadora de los principales actores de esa cumbre estaría asegurada: todo el espectro de daños de que parece capaz el mundo de las finanzas parece cubierto. Prometen combatir los paraísos fiscales (el secreto bancario, las plazas off-shore desfiscalizadas que sirven para albergar ganancias y altos ingresos, el blanqueo de dinero de todo tipo de tráfico); ambicionan controlar más eficazmente los hedge funds; pretenden revisar las normas contables (el registro de los activos a su justo valor) que precipitaron la quiebra de bancos; quieren repensar las ratios prudenciales de los establecimientos financieros (para evitar que agraven las tendencias cíclicas); procuran remodelar las remuneraciones de los actores del mercado (para que asuman los riesgos “correctos”); preparan un mejor marco para regular el trabajo de las agencias de calificación (para evitar los conflictos de intereses); desean aumentar la capacidad de préstamo del FMI; hablan incluso de “realinear los mecanismos de titulización sobre bases sanas” (9).
Hace dieciocho meses, nadie se hubiera molestado en levantar del piso un volante altermundialista que enumerase esos puntos…
Management de los riesgos
Sin embargo existen varias razones que incitan a no creer demasiado en esa voluntad reformadora. La primera es que los actores no están necesariamente de acuerdo sobre las tareas prioritarias, ni sobre la profundidad de las medidas, ni sobre los dispositivos a aplicar. La segunda es que esta fase de la gestión institucional de la crisis sigue siendo, a pesar de todo, de marcada inspiración liberal. Se aborda el problema como una “gestión de riesgos”; riesgos que no está prohibido generar. La batería de medidas en estudio se halla efectivamente dentro de ese registro, donde sólo se trata de mayor transparencia; de control sobre los sistemas de incitación; de regulación prudencial; de supervisión; de reforzar la gobernancia y el management (del riesgo)… Es decir, de toda una ingeniería de tipo técnico-político destinada a controlar los despistes inducidos por una doctrina que se mantiene intacta: la que crea los riesgos en nombre de la libertad de emprendimiento y procura luego domesticar el animal cuando se siente superada por él.
Desde ese punto de vista, el corsé de instituciones, reglas, normas y cartas que va a ajustar las finanzas mundiales, no es el producto de un retorno a las “tentaciones socialistas”. No hace más que indicar las dimensiones de la jaula que se debe construir cuando se pretende exhibir un tigre de Bengala en un jardín de infantes. O, para poner como ejemplo a niños más grandes, digamos que el reordenamiento que surgirá de esas pequeñas tareas de mantenimiento en las finanzas mundiales se parecerá mucho a lo que piensan los padres –dotados de una educación liberal– cuando sus hijos adolescentes asumen demasiados riesgos. Si uno de sus vástagos decidió unir cada mañana ambas torres de la catedral de Notre Dame caminando en equilibrio sobre una cuerda, tome al menos las siguientes medidas: pídale que lo tenga mejor informado sobre la hora de partida (transparencia de la información); que lo llame al llegar para contarle cómo le fue (rendir cuentas); que haga un precalentamiento antes de empezar el cruce y que no vuelva a hacerlo de noche (mejor management del riesgo); que no acepte cámaras de televisión (reforma de las incitaciones para una toma de riesgo razonada); que no se bambolee para impresionar a los curiosos (evitar los movimientos procíclicos); que acepte que un amigo de confianza juegue el papel de observador (supervisión) y que no haga nunca más la experiencia llevando consigo a la hermanita menor (control de riesgos sistemáticos)… Así, todo saldrá bien.
Si bien hoy en día existen suficientes advertencias sobre la capacidad de daño de las finanzas contemporáneas, quedan dudas en cuanto a la posibilidad de que sean útiles. Las respuestas dirigidas a “remodelar las finanzas mundiales y el sistema económico con el objetivo de restaurar la confianza” (10), parecen preceder la reflexión, a nivel político, sobre la verdadera utilidad de esas actividades y sobre el interés que podría existir en “reforzarlas”, o en “mejorarlas”. Ya que, ¿cuáles son las funciones esenciales de las finanzas en una economía de empresas privadas? Los economistas reconocen las siguientes: garantizar la liquidez del ahorro, financiar las inversiones productivas, permitir el adelanto de salarios y de consumos intermedios, facilitar la recomposición industrial, cubrir ciertos riesgos (de tasas de interés, de cambio) vinculados con compromisos a término.
Ello debería ser la base de cualquier reflexión: ¿cuáles son los tipos de instituciones más capacitadas para cumplir esas funciones? Y sobre todo: ¿qué parte del actual andamiaje de las finanzas se necesita (verdaderamente) para satisfacer esas funciones? Se entiende que iniciar esa pequeña investigación intelectual puede llevar muy lejos: es todo un sector de actividad, que emplea cientos de miles de personas en todo el mundo, que moviliza una parte importante de materia gris y que capta una fracción desproporcionada de los ingresos globales (incluyendo ganancias y muy altos salarios), por lo que debería justificar su utilidad social. Para ello, dado que el ambiente ya no es el mismo, podría ocurrir incluso que sus abogados no beneficiaran más del privilegio habitual de la inversión de la carga de la prueba, que tanta capacidad de daño les confería.
REFERENCIAS
(1) John Maynard Keynes, en una alocución transmitida por radio en el otoño boreal de 1934, luego publicada en The Listener (Londres). Traducción francesa en J. M. Keynes, Pauvreté dans l’abondance, Gallimard, París, 2002.
(2) En mayo de 2008, el primer ministro francés François Fillon aún pretendía llevar las cuentas públicas a un equilibrio en 2012.
(3) El 4-9-08, Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo (BCE), expresó su “profunda preocupación al ver la emergencia de efectos de segunda vuelta generalizados sumándose a la inflación”, para justificar la negativa del BCE a reducir sus tasas de interés.
(4) En 2005 y en 2007, la Comisión Europea (es apenas un ejemplo) tenía aún el proyecto de crear un mercado europeo unificado de créditos hipotecarios.
(5) Ver las declaraciones del G20 de Washington en noviembre de 2008; Serge Halimi, “Un G20 que no sirve para nada”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2008.
(6) Como se atreve a hacer Martin Wolf, ex jefe de economistas del Banco Mundial y editorialista estrella de The Financial Times, Le Monde, París, 6-1-09.
(7) Retomando el título de un libro del chef francés Alain Chapel, Robert Laffont, París, 1996.
(8) Participan de esa cumbre: Alemania, Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Corea del Sur, España, Estados Unidos, Francia, Holanda, India, Indonesia, Italia, Japón, México, Rusia, Republica Checa (presidencia de la Unión Europea), Sudáfrica, Turquía.
(9) Pero se trata solamente, según Christine Lagarde, ministra de Economía, Industria y Empleo de Francia, “ de que los bancos conserven une parte –por ejemplo, el 5%– de los montos de los créditos que titulizan”, Les Echos, París, 13-3-09.
(10) Sitio oficial del la Cumbre de Londres: www.londonsummit.gov.uk
AUTOR :Laurent Cordonnier;ECONOMISTA, CATEDR•TICO EN LA UNIVERSIDAD DE LILLE-I, FRANCIA. AUTOR DE PAS DE PITIÈ POUR LES GUEUX, RAISONS DÍAGIR, PARÌS, 2000.
FUENTE :Le Monde diplomatique
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