domingo, 13 de diciembre de 2009

Banqueros, ¿quién los mete en cintura?


Existe una élite financiera mundial, anclada firmemente en Estados Unidos -Wall Street-, y en Europa, Reino Unido -City-, Suiza, Holanda, etcétera, que en las décadas finales del siglo XX y en la primera del XXI, se ha convertido en el poder hegemónico conductor del sistema capitalista. Es la élite que desde el Foro Económico Mundial de Davos ( Suiza ) y otras instancias semejantes, apoyándose en el renacido pensamiento liberal, reclamó manos libres para entronizar el mercado en el marco de una globalización neoliberal.

Imponiendo la libre circulación de capitales -en su provecho-, y apoyando la reivindicación de las grandes corporaciones occidentales para la libre, pero en realidad tramposa, circulación de mercancías en la Organización Mundial del Comercio ( OMC ), esa élite ha sido la verdadera dueña del mundo hasta la crisis financiera de 2008.

Lo más sorprendente es que desde el triunfo político mundial que para ella supuso el acceso al gobierno del neoconservadurismo, primero en Reino Unido -M. Thatcher, 1979-, y después en Estados Unidos -R. Reagan, 1981-, la única resistencia real frente a sus despropósitos fue la representada por organizaciones de la sociedad civil -entre ellas Attac-, que alertaron sobre los peligros de la financiarización de la economía capitalista, e invocaron la intervención de los poderes políticos para poner freno, mediante una reglamentación mínima, a una economía de casino, de burbujas especulativas que fueron estallando sucesivamente, en los años 80 y 90 del siglo pasado, en diversos países de la semiperiferia y de la periferia, latinoamericana, asiática y europeo oriental del renacido sistema capitalista global.

La exigencia, asumida gradualmente por el conjunto del movimiento altermundista -antiglobalizador, en la jerga descalificadora neoliberal-, fue ignorada irresponsablemente por los poderes políticos occidentales, es decir, centrales al sistema, para los que el estallido de las burbujas especulativas era -según una ideología culturalmente reaccionaria- un fenómeno propio de países en vías de desarrollo, inmaduros, periféricos o semiperiféricos en el sistema, pero imposible de imaginar en países desarrollados y solventes, como los del centro estructural.

Tanta arrogancia y prepotencia se vino abajo cuando la burbuja especulativa inmobiliaria, impulsada desde Wall Street, estalló provocando la crisis financiera, bancaria del corazón del sistema : Estados Unidos, Reino Unido, Holanda, Suiza, etcétera. Quebró Lehman Brothers y para evitar una cadena de quiebras que como un reguero de pólvora se extendiera por el conjunto del sistema financiero mundial, los poderes políticos, los estados, intervinieron inyectando a la banca ingentes cantidades - billones -, de dólares, euros, etcétera. El objetivo era evitar que la crisis financiera agudizara aún más la inevitable crisis económica del sistema. El temor, que la crisis financiera fuera el preludio de una Depresión tan devastadora como la de los años 30 del siglo XX.

Estabilizado el sistema, las miradas se dirigieron hacia los responsables directos del desaguisado, los banqueros. Durante años, como magos de las finanzas, gurus, etcétera, capaces de multiplicar la fortuna de toda clase de inversores, se les había ensalzado y considerado como intocables. Ellos mismos se asignaban unos ingresos desmesurados, pero " proporcionales" al dinero, a la riqueza que teóricamente podían generar para los clientes de sus entidades y productos.

Con la crisis estos falsos ídolos cayeron de sus pedestales. Algunos fueron desenmascarados como simples timadores, caso Madoff. Parecería que su estrepitoso fracaso -que en algunos casos llevó incluso a la nacionalización de bancos-, favorecería la imposición estatal, nacional e internacional, de una regulación o reglamentación del sistema financiero, con el fin de evitar la vuelta a prácticas especulativas susceptibles de provocar nuevas y dramáticas recaídas en la economía de casino. Durante algún tiempo hemos oído no solo las denuncias de políticos occidentales - estadounidenses y europeos- , dentro y fuera del G-7 y del G- 20, sobre su codicia y los riesgos excesivos que asumieron, y el propósito de poner coto a tanta aventura especulativa. Sin embargo, a la hora de la verdad es bien poco lo que se ha hecho. Persuadidos, por la experiencia, de que los estados no pueden permitir, so pena de aceptar depresiones económicas catastróficas, la caída libre de las entidades bancarias, pasado el pánico y el silencio inicial, los poderes financieros, la élite financiera, cercana siempre cuando no incrustada en los ministerios económicos de los gobiernos occidentales, ha vuelto por sus fueros, protestando y rechazando una excesiva regulación del sistema financiero nacional e internacional.

Rescatados por el estado, los bancos americanos, británicos, etcétera vuelven a obtener grandes beneficios, especulan con el petróleo, y sus altos directivos se asignan ingresos desorbitados en medio de una recesión que ha multiplicado, en la totalidad del sistema, el número de desempleados.

¿Harán algo los gobiernos y las cumbres del G-7 y del G-20 para meter en cintura a esta insaciable y provocadora élite financiera? ¿Impondrán, al menos, impuestos solidarios a las transacciones financieras con los que reequilibrar los maltrechos presupuestos generales de los estados? ¿Cerrarán, de verdad, los sórdidos paraísos fiscales? Me temo que no, que harán algunas operaciones cosméticas de maquillaje y que más pronto que tarde -N. Roubini, dixit -, se reproducirá el fenómeno de las devastadoras burbujas especulativas.

¿Por qué? Porque como ha recordado recientemente E. Toussaint -"Los movimientos de izquierda pueden llegar al gobierno, sin embargo, no consiguen el poder" -, en el orden capitalista los partidos pueden alcanzar el gobierno, pero el poder económico está en manos de la clase capitalista y, sobre todo, de su fracción financiera.

Por otra parte, casi todos los partido en Occidente son deudores, para la financiación de sus campañas electorales, de los bancos, lo que implica una situación de debilidad, cuando no de dependencia paralizadora. Poco puede esperarse, por consiguiente, de los gobiernos sin interés, ni coraje por estatalizar y / o crear una banca pública que suprima o reste fuerza al poder omnímodo de la casta financiera. Y, sin embargo, esa es una verdadera necesidad no sólo para los millones de trabajadores asalariados que constituyen la mayoría de la sociedad, sino también para los millones de pequeños y aún medianos empresarios que dependen del crédito de una entidades bancarias más inclinadas a especular que a facilitar la actividad productiva de la sociedad.

No es de extrañar, pues, que indignados por el papel jugado por los banqueros en la crisis financiera y por las consecuencias económicas y sociales de ésta, muchos ciudadanos, en países como Islandia, Reino Unido o Estados Unidos, salgan a la calle para exigir que los poderes públicos pongan coto de una vez a tantos desmanes.

AUTOR : Francisco Morote Costa
FUENTE : EL ECONOMISTA

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