martes, 8 de diciembre de 2009
Una “renta máxima”
Los críticos con Wall Street que siguen en la ortodoxia todavía no son capaces de cuestionar el “derecho” de los altos ejecutivos a hacerse con enormes fortunas.
Algunas de las mejores mentes del mundo se han estado devanando los sesos, desde el colapso financiero del pasado otoño, en busca de un antídoto para las exacerbadas nóminas de Wall Street que hicieron de ese colapso algo inevitable. Esa búsqueda, tras casi un año, todavía no ha producido nada con sentido que implique una reforma del sistema de remuneraciones de Wall Street.
Y eso tiene que ser desconcertante para muchos, sino la mayoría, de estadounidenses. Porque el problema con Wall Street, después de todo, no parece ser tan complicado. Ni tampoco la solución. Los de Wall Street hicieron cosas deleznables – se cepillaron las pensiones y los ahorros de millones de personas – porqué iban a la caza de enormes primas salariales. Para evitar esos desmadres de avaricia en el futuro, solamente debemos limitar esas primas.
Y el Congreso podría hacer eso – no permitiendo que ningún banquero que se beneficie de los rescates públicos gane más que el Presidente de los EEUU. O denegando cualquier tipo de subsidio o deducción de impuestos a empresas que paguen a sus altos ejecutivos 25, 50 o 100 veces más de lo que ganan sus propios trabajadores. O fiscalizando las grandes primas salariales al 90%.
A lo largo de este año ha habido distintas propuestas de ley que abordaban estos enfoques y que han pasado por el Congreso. ¿Por qué no han llegado a ningún lado? Porque los grandes bancos norteamericanos, como era de esperar, se oponen a ellas. Pero también lo hacen muchos de los propios críticos con Wall Street que sin embargo pertenecen al establishment. Estos dos grupos se han echado atrás las veces que ha sido necesario para quitar de la cabeza al Congreso la idea de que las primas en Wall Street necesitan un recorte importante.
Los bancos, sencillamente niegan que esas primas hayan tenido ningún impacto significativo en el comportamiento de los agentes de bolsa o los gestores de las grandes finanzas. A fin de cuentas, sostienen, “el mercado” va a acabar penalizando a los tiburones que asumen riesgos irresponsables – y los propios escualos lo saben.
Y por si esos personajes no lo sabían antes del colapso financiero del año pasado, siguen los apologistas del mercado, ahora ya lo saben, gracias al hundimiento en picado de Bear Stearns y Lehman Brothers.
Esas bancarrotas dejaron a los altos ejecutivos de Bear Stearns y Lehman con millones de acciones en sus manos que no valían nada. El colapso de Lehman se llevó él solito por delante casi mil millones de dólares – exactamente 931 millones – de la fortuna personal de su director ejecutivo Richard Fuld. Y el de Bear Stearns, James Cayne, vio como el valor de su cartera personal de acciones se reducía en 900 millones.
En efecto, los defensores del estatus quo de Wall Street sostienen que el mecanismo de mercado funcionó. Los auténticos temerarios pagaron un precio por su temeridad. Así que dejemos que siga funcionando ese mecanismo.
En cambio los críticos habituales de Wall Street no quieren dejar que opere ese mecanismo tal cuál. Creen que “el mercado”, dejado que funcione por si mismo, no consigue disciplinar adecuadamente a los irresponsables. Según dicen, necesitamos reformas que vinculen los sueldos de los altos ejecutivos al “desempeño” que genere “un aumento a largo plazo del valor de los activos”.
Con esas reformas en marcha, prosiguen, los operadores de Wall Street no tendrían ningún incentivo para asumir excesivos riesgos – y los legisladores no tendrían ningún motivo para andar liándola tratando de poner límite a los sueldos en Wall Street.
La semana pasada, el más eminente de entre los críticos bienpensantes de Wall Street – el catedrático de derecho de Harvard Lucian Bebchuk – publicó un artículo donde arremetía contra los más duros defensores de Wall Street y su convencimiento de que, gracias al mercado, los irresponsables han acabado realmente pagando por sus excesos.
Dicho artículo resulta realmente demoledor para esa clase de argumentación. Pero a su vez, si se lee con detenimiento, puede que esté socavando por igual la propia posición del establishment en contra de los topes salariales en Wall Street.
El nuevo trabajo de Bebchuk gira en torno a lo que realmente ocurrió en Bear Stearns y Lehman respecto a los pagos de los máximos ejecutivos. Bebchuk y los dos otros coautores muestran como en estos dos bancos, esos altos ejecutivos en realidad no perdieron mucho cuando quebraron sus respectivas entidades. De hecho, quienes controlaban los bancos en ambos casos salieron de escena justo en el momento óptimo del chanchullo financiero. En un momento asombrosamente óptimo, de hecho.
Entre el 2000 y el 2008 los cinco más importantes ejecutivos de Bear Stearns y los cinco de Lehman acumularon conjuntamente unos 2.500 millones de dólares. Aproximadamente unos 500 millones fueron en concepto de primas anuales en efectivo. El resto lo consiguieron vendiendo las stock options que se les había pagado en concepto de incentivos por “rendimiento”.
¿Pero qué pasa con esos 900 millones de “pérdidas” que sufrieron los directores ejecutivos de Bear Stearns y Lehman? Esas pérdidas existieron sólo sobre el papel. Se trataba de la diferencia entre el valor pre y post colapso de las acciones que habían dejado en sus carteras de inversiones justo cuando sus respectivos bancos empezaron el declive.
En términos de efectivo de verdad ambos directores ejecutivos – a pesar de sus épicos fracasos – salieron bastante bien parados. Por su arduo trabajo entre los años 2000 y 2008, Cayne de Bear Stearns acabó siendo 388 millones dólares más rico. Y Fuld, de Lehman, lo dejó con 541 millones en su bolsillo.
Así pues, ¿qué es lo que proponen los defensores de las reformas para evitar que se repitan los fiascos de Bear Stearns y Lehman? Desde el establishment se dice que los altos ejecutivos deben recibir una mayor parte de su retribución en forma de acciones y menos en efectivo – y que deban esperar un cierto número de años antes de poder convertir en efectivo las acciones pagadas en concepto de incentivos.
De este modo si esos directivos recibiesen mayor parte de su remuneración en forma de acciones, ellos mismos y los accionistas de sus empresas compartirían los mismos intereses. “Alineados” de este modo con sus accionistas, se cuidarían de hacer nada que pusiera en peligro “un aumento a largo plazo del valor de los activos”. Estaríamos pues todos a salvo de la irresponsabilidad.
Pero precisamente ese tipo de reformas ya se había puesto en marcha en Bear y Lehman antes de que ambas empresas colapsaran – señala la analista del New York Times Louis Strong: “Ambos bancos exigían a sus altos directivos que esperasen varios años antes de poder vender sus stock options”, según se deduce del propio artículo de Bebchuk. “Ambas empresas pagaban mayoritariamente en forma de acciones”.
Estas exigencias, en la práctica, no hicieron nada para prevenir la irresponsabilidad cortoplacista, básicamente porqué Bear Stearns y Lehman pagaban los incentivos a sus directivos en forma de acciones año sí y año también.
Los directivos de Bear y Lehman tenían que esperar cinco años antes de poder convertir en efectivo las acciones que recibían como incentivo en un año determinado. Pero tras sus primeros cinco años en el tajo, estaban en disposición de vender acciones cada año. Ello les daba multitud de incentivos para dedicarse a arriesgar tratando de hacer subir el precio a corto plazo de sus acciones.
Bebchuk, en este último trabajo, de hecho lo reconoce: Que los directivos tengan que esperar 5 años para vender sus acciones, señala, no va a evitar que aquellos que llevan tiempo en la empresa “dediquen una parte importante de sus esfuerzos a manejar los precios en el corto plazo.”
Una mejor aproximación, sugiere Bebchuk, podría ser la política de Goldman Sachs de exigir a sus directivos que mantengan el 75% de sus incentivos en forma de acciones hasta que se jubilen. Pero los directivos de Goldman Sachs reciben la mayor parte de sus bonificaciones mediante primas anuales en forma de efectivo, y no mediante acciones, de modo que esas primas en efectivo con carácter anual les dan los mismos incentivos a pensar en el corto plazo que si se tratase de acciones recibidas también anualmente.
Precisamente ese es el motivo por el cuál aquellos miembros más testarudos del establishment – como Bebchuk – también querrían que se pudiese “recuperar” aquellas primas otorgadas en base a beneficios a corto plazo que luego se evaporan. Pero ese tipo de recuperaciones tiene sus limitaciones; uno puede, por ejemplo, rescatar las primas de un único año en base a irregularidades en una cuenta en concreto. Pero es mucho más difícil restaurar el daño prolongado que una avalancha de avaricia en busca de beneficios rápidos – y grandes primas – puede hacer a la gente de a pie.
Y los altos directivos pueden causar este tipo de perjuicios mientras parece que están “aumentando a largo plazo del valor de los activos”. Eso es precisamente lo que hicieron los de Bear Stearns y Lehman. Año tras año, durante la mayor parte de la década, aumentaron el valor de las acciones de sus bancos. Entre el 2000 y el 2007 (antes de empezar a jugar al casino del corto plazo), cuadruplicaron el precio de venta de las acciones de sus empresas.
¿Cuál es pues la lección? Necesitamos más protección ante la avaricia de Wall Street que la simple apelación a “un aumento a largo plazo del valor de los activos” que nos proponen los reformistas. Los estadounidenses de a pie lo tienen muy claro. ¿Por qué entonces les cuesta tanto de entender a los reformadores de Wall Street?
AUTOR ; Sam Pizzigatti
FUENTE : SIN PERMISO
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