La Comisión de Investigación sobre la Crisis Financiera oficial -el grupo que pretende llevar a cabo una versión moderna de las audiencias Pecora de los años treinta, cuyas investigaciones sentaron las bases de la regulación bancaria del New Deal- empezó a recoger testimonios el pasado miércoles. En la primera sesión, la comisión sometió a un duro interrogatorio a cuatro importantes peces gordos del sector financiero. ¿De qué nos hemos enterado?
Bueno, si estaban esperando un momento a lo Perry Mason -una escena en la que el testigo suelta: "¡Sí! ¡Lo reconozco! ¡Fui yo! ¡Y me alegro!"-, la vista fue un fiasco. Lo que sí hubo, en cambio, fueron testigos que exclamaban: "¡Sí! ¡Lo reconozco! ¡No tengo la menor idea!".
Vale, no con tantas palabras. Pero el testimonio de los banqueros puso de manifiesto una asombrosa incapacidad, incluso ahora, para entender la naturaleza y alcance de la crisis actual. Y eso es importante: nos dice que, ahora que el Congreso y el Gobierno están tratando de reformar el sistema financiero, deberían ignorar los consejos provenientes de los supuestos sabios de Wall Street, que no tienen ninguna sabiduría que ofrecer.
Fíjense en lo que ha pasado hasta ahora: la economía estadounidense sigue lidiando con las consecuencias de la peor crisis financiera desde la Gran Depresión; se han perdido billones de dólares de posibles ingresos; las vidas de millones de personas se han visto perjudicadas, en algunos casos de manera irreparable, por el paro masivo; millones de personas más han visto esfumarse sus ahorros; cientos de miles, puede que millones, perderán la asistencia sanitaria básica debido a la combinación de pérdida de empleo y recortes draconianos por parte de unos gobiernos estatales con problemas de liquidez.
Y este desastre ha sido completamente autoinducido. Esto no es como la estanflación de los años setenta, que tuvo mucho que ver con la subida del precio del petróleo que, a su vez, era consecuencia de la inestabilidad política en Oriente Próximo. Esta vez tenemos problemas gracias únicamente a la naturaleza disfuncional de nuestro sistema financiero. Todo el mundo comprende esto (todo el mundo, salvo, por lo que parece, los propios financieros).
Hubo dos momentos destacados en la vista del miércoles. Uno fue cuando Jamie Dimon, de JPMorgan Chase, declaró que una crisis financiera es algo que "sucede cada cinco o siete años. No debemos sorprendernos". En resumen, son cosas que pasan, y simplemente forman parte de la vida.
Pero lo cierto es que Estados Unidos ha conseguido evitar las principales crisis financieras durante medio siglo después de que se celebrasen las audiencias Pecora y el Congreso aprobase importantes reformas bancarias. Ha sido después de que olvidásemos esas lecciones, y se desmantelase la regulación efectiva, cuando nuestro sistema financiero ha vuelto a ser peligrosamente inestable.
Como comentario aparte, también fue asombroso oír a Dimon reconocer que su banco nunca llegó siquiera a plantearse la posibilidad de una gran bajada de los precios de la vivienda, a pesar de las advertencias generalizadas de que estábamos en medio de una monstruosa burbuja inmobiliaria.
Aun así, la ignorancia de Dimon se quedaba pequeña al lado de la de Lloyd Blankfein, de Goldman Sachs, que comparó la crisis financiera con un huracán que nadie podría haber previsto. A Phil Angelides, el presidente de la comisión, no le hizo gracia: la crisis financiera, declaró, no ha sido un acto divino; ha sido la consecuencia de "actos de hombres y mujeres".
¿Acaso Blankfein simplemente se expresó mal? No. Empleó la misma metáfora en su testimonio preparado, en el que instó al Congreso a no presionar demasiado en favor de la reforma financiera: "Debemos resistirnos a una reacción... que únicamente está pensada para protegernos de una tormenta que sólo se produce cada 100 años". Así que esta gigantesca crisis financiera no ha sido más que un raro accidente, una anomalía de la naturaleza, y no deberíamos reaccionar de forma excesiva.
Pero la crisis no tiene nada de accidental. Desde finales de los años setenta en adelante, el sistema financiero estadounidense, sin restricciones gracias a la liberalización y a un clima político en el que la avaricia se suponía que era buena, empezó a descontrolarse cada vez más. Había recompensas cada vez mayores -primas que superaban los sueños de avaricia- para los banqueros que podían generar grandes beneficios a corto plazo. Y el modo de aumentar esos beneficios era amontonar cada vez más deuda, tanto animando a los ciudadanos a pedir préstamos como asumiendo un apalancamiento cada vez más elevado dentro del sector financiero.
Antes o después, este sistema desenfrenado estaba destinado a estrellarse. Y si no realizamos cambios fundamentales volverá a repetirse.
¿De verdad que los banqueros no comprenden lo que ha pasado, o lo que dicen es simplemente en su propio interés? Da igual. Como he dicho, lo importante de cara al futuro es dejar de escuchar a los financieros en relación con la reforma financiera.
Los ejecutivos de Wall Street les dirán que el proyecto de ley de reforma financiera que aprobó la Cámara el mes pasado paralizará la economía por el exceso de regulación (en realidad es bastante moderado). Insistirán en que el impuesto sobre la deuda bancaria propuesto por la Administración de Obama es una burda concesión al populismo estúpido. Advertirán de que las medidas para gravar o refrenar de algún modo las remuneraciones del sector financiero son destructivas e injustificadas.
Pero, ¿qué saben ellos? La respuesta, por lo que yo sé, es: no mucho.
AUTOR : PAUL KRUGMAN
FUENTE : EL PAIS
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