domingo, 28 de marzo de 2010

Ir hasta el extremo




Lo reconozco: lo pasé bien viendo a los de derechas perder los estribos cuando la reforma sanitaria se convirtió por fin en ley. Pero pocos días después no parece tan divertido, y no sólo por la ola de vandalismo y de amenazas que se ha desatado contra los legisladores demócratas. Si nos preocupa el futuro de Estados Unidos, no podemos alegrarnos de que los extremistas tomen el control de uno de los dos grandes partidos políticos.

Sin duda, tuvo gracia ver al representante Devin Nunes, un republicano de California, advertir de que con la aprobación de la reforma sanitaria, los demócratas "pondrán finalmente la piedra angular de su utopía socialista en las espaldas del pueblo estadounidense". Vaya, eso parece incómodo. Y resulta desternillante ver a Mitt Romney morirse de vergüenza mientras intenta distanciarse de un plan que, como sabe perfectamente, es prácticamente idéntico al que él mismo impulsó como gobernador de Massachusetts. Su mejor ocurrencia fue la de declarar que la aprobación de la reforma era un "desmesurado abuso de poder", una "usurpación histórica del proceso legislativo" (presumiblemente porque se supone que el proceso legislativo no debe incluir cosas como "votaciones" en las que prevalece la mayoría).

Un comentario aparte: uno de los temas de conversación republicanos era que los demócratas no tenían derecho a aprobar un proyecto de ley que se enfrentaba a una aplastante desaprobación pública. Pero resulta que la Constitución no dice nada de que los sondeos de opinión primen sobre el derecho y el deber que tienen los funcionarios electos de tomar decisiones basadas en lo que consideran ventajas. Pero en cualquier caso el mensaje de los sondeos es mucho más ambiguo de lo que mantienen los que se oponen a la reforma: aunque muchos estadounidenses desaprueben el Obamacare -la asistencia sanitaria de Obama-, un número significativo lo hace porque piensa que no va lo suficientemente lejos. Y un sondeo de opinión de Gallup realizado después de la aprobación de la reforma sanitaria mostraba que la opinión pública, por un modesto pero significativo margen, parecía complacida porque hubiera sido aprobada.

Pero volvamos al tema principal. Lo más llamativo ha sido la retórica eliminacionista del viejo gran Partido Republicano, que no provenía de ningún sector radical, sino de los líderes del partido. John Boehner, el líder de la minoría republicana en el Congreso, declaró que la aprobación de la reforma sanitaria era el "fin del mundo". El Comité Nacional Republicano realizó un llamamiento para recaudar fondos en el que se incluía una fotografía de Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes, rodeada por las llamas, mientras el presidente del comité declaraba que era el momento de poner a Pelosi en la "línea de fuego". Y Sarah Palin sacó un mapa en el que ponía literalmente a los legisladores demócratas en el punto de mira de una escopeta.

Como siempre, todo esto va mucho más allá de la política. Los demócratas tenían un sinfín de cosas duras que decir sobre el ex presidente George W. Bush, pero resultará vano cualquier intento de encontrar algo que sea tan amenazante, algo que sugiera siquiera un llamamiento a la violencia por parte de los miembros del Congreso, por no hablar ya de los dirigentes del partido.

No. Para encontrar algo como lo que estamos contemplando ahora es necesario retrotraerse a la última vez que un demócrata fue presidente. Al igual que el presidente Obama, Bill Clinton se enfrentó a un Partido Republicano que rechazaba su legitimidad. Dick Armey, el segundo en la jerarquía republicana de la Cámara (y ahora uno de los líderes del movimiento Tea Party, o Fiesta del Té, en alusión a la revuelta colonial que desencadenó la independencia), se refería a él como "su presidente". Las amenazas eran habituales: el senador por Carolina del Norte Jesse Helms advirtió de que el presidente Clinton "haría bien en tener cuidado si viene por aquí. Sería mejor que tuviera un guardaespaldas". (Más tarde, Helms se disculpó por el comentario, pero sólo después de la tormenta que se desató en los medios de comunicación). Y una vez que controlaron el Congreso, los republicanos trataron de gobernar como si ocuparan la Casa Blanca también, y llegaron a paralizar el Gobierno federal en un intento de intimidar a Clinton y obligarle a someterse.

Parece que Obama creía sinceramente que se enfrentaría a una recepción distinta. E intentó verdaderamente dar una oportunidad al bipartidismo, lo cual casi le hace perder la posibilidad de llevar a cabo la reforma sanitaria desperdiciando meses en un vano intento de poner a unos pocos republicanos de su lado. A estas alturas, sin embargo, queda claro que cualquier presidente demócrata se enfrentará a la total oposición de un Partido Republicano que se encuentra totalmente dominado por extremistas de derechas.

Y es que hoy día, el viejo gran Partido Republicano es, finalmente y por completo, el partido de Ronald Reagan. No de Reagan el político pragmático, que pudo alcanzar y alcanzó acuerdos con los demócratas, sino de Reagan el fanático enemigo del Gobierno, que avisó de que el Medicare destruiría la libertad de Estados Unidos. Es un partido que considera que los modestos esfuerzos por mejorar la seguridad económica y sanitaria de los estadounidenses no son simplemente insensatos, sino que son monstruosos. Es un partido en el que las fantasías paranoicas sobre el otro bando -Obama es un socialista, los demócratas tienen ambiciones totalitarias- son la norma. Y, como consecuencia de ello, es un partido que básicamente no acepta el derecho de nadie más a gobernar.

A corto plazo, el extremismo republicano puede ser bueno para los demócratas, si acaba provocando una reacción negativa por parte del electorado. Pero a largo plazo es muy malo para Estados Unidos. En este país necesitamos tener dos partidos razonables y racionales. Y ahora mismo no los tenemos.

AUTOR : Paul Krugman ; Premio Nobel de Economia 2008
FUENTE : EL PAIS

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