En España hay 8,6 millones de pensionistas, 5,1 millones de los cuales son jubilados (el resto, viudas y huérfanos). 2,2 millones de pensionistas cobran menos de 500 euros de pensión, y menos de la mitad superan el equivalente al salario mínimo. En Euskadi la pensión media de los 491 mil pensionistas alcanza los 945 euros, frente a los 760 de la pensión media estatal.
Nuestros 300 mil jubilados disponen de una pensión media de 1.077 euros, algo superior a los 721 euros que cobran de media los jubilados andaluces , pero tampoco es para echar cohetes. En España, la jubilación media es de 861 euros, y solamente 1,5 millones de jubilados alcanzan los 1.000 euros de pensión, junto a 396 mil incapacitados, viudas y huérfanos. Menos de 2 millones de pensionados llegan a mileuristas .
Es importante retener las cifras, porque el gobierno central ha decidido que lo mejor que puede hacer ahora con las pensiones es reducir el importe de las pensiones futuras, las de quienes se vayan a jubilar dentro de diez años, respecto a lo que cobrarían si se jubilasen hoy. Para ello propone fundamentalmente elevar la edad de jubilación legal hasta los 67 años, elevar la edad mínima de jubilación desde los 57 años actuales, incrementar el número mínimo de años cotizados para acceder a la pensión y aumentar el periodo de cómputo para calcular la pensión. Considera que de este modo podría recortar el gasto en pensiones en 4 puntos del PIB... a partir de 2030.
Para realizar estas curiosas propuestas, el gobierno se permite presentar, en un documento dirigido a la Comisión europea, unas proyecciones de gasto en pensiones que llegan ¡hasta 2060 !. Le sugiero, amable lector, que piense en una fecha cualquiera del siglo XX . Digamos 1920, o quizá 1948. ¿A quien se le puede ocurrir pensar que con la realidad de la economía de esos años, se hubiera podido proyectar la situación cincuenta años hacia el futuro, y acertar con la realidad de 1970, de 1998? Pues si, alguien se cree capaz de semejante hazaña, al menos en el Ministerio español de Economía y Hacienda y en el Grupo de Trabajo de Envejecimiento de la CE. Me parece pasmoso que alguien piense que puede estimar los hijos que piensan tener los niños que ahora tienen cinco o diez años dentro de veinte años, que serán a su vez lo s trabajadores que cotizarán a la Seguridad Social dentro de cincuenta. Sin hablar por supuesto de los movimientos internacionales de población, cada vez más dinámicos en un mundo globalizado.
Algún periódico afecto al régimen se ha permitido remedar la famosa frase del presidente norteamericano, ¡es la demografía, estúpidos !. Al parecer han descubierto que la economía es cosa harto ideológica, y se han sacado de la chistera un nuevo talismán, las proyecciones demográficas, para intentar que el paisanaje se trague la píldora. Pero la memoria es corta, y al parecer se han olvidado de las grandes y pequeñas predicciones demográficas que no se cumplieron, desde las que hablaban a principio de los sesenta de 10.000 millones de habitantes para inicios del siglo XXI , o más cerca, los agoreros anuncios de algunos cercanos colaboradores de La Moncloa , anunciando la quiebra de la seguridad social sucesivamente para 1996, 1998, 2000 y 2005, cuando la población en edad activa crecía en unas 70 mil personas al trimestre. A partir de 1995 la tasa de incorporación se duplicó, y los promotores ideológicos de las pensiones privadas tuvieron que retrasar la fecha del cataclismo anunciado hasta 2020.
Hace unos años me contaba un amigo como la UNICEF les había encargado un estudio demográfico para identificar los factores que determinaban las tasas de fecundidad muy diversas en los países centroamericanos. Tras más de un año de concienzudo trabajo, la conclusión fue evidente: en unos países tienen tasa de fecundidad más altas "porque cogen mucho" (sic). Hasta aquí llega el análisis científico.
Ahora, con la crisis y la destrucción de 1,8 millones de empleos (82 mil en Euskadi ) desde 2007, parece que los cenizos vuelven por sus fueros. Pero el hecho es que hoy trabajan y cotizan a la Seguridad Social 3 millones de trabajadores más que hace diez años. Y las proyecciones razonables, digamos a diez años, las del propio gobierno para 2020, dicen que el gasto total en pensiones aumentará menos de un punto porcentual del PIB. ¿Cómo se explica entonces el lío que ha montado el gobierno con su propuesta? Esta es la parte más difícil del análisis. ¿Se trata de una cortina de humo para alimentar a la canallesca (la prensa) y hacer que se olviden del fiasco que está suponiendo la presidencia española de la UE? ¿Quizá el gobierno está decidido a reducir las cotizaciones a la Seguridad Social y para ello tiene que, previamente, reducir el coste de las pensiones? ¿Considera acaso que para ayudar a la banca lo mejor es meterle el miedo en el cuerpo al personal para relanzar los fondos de pensiones privados, algo tocados por la crisis financiera, por sus elevados costes y bajos rendimientos? (En el documento para la revisión del Pacto de Toledo, el gobierno se queja de "la falta de interés del mercado por este tipo de productos", y de que algo hay que hacer al respecto, en una inesperada réplica a la soberanía del consumidor).
Todo pudiera ser parte del guión esbozado. En todo caso, cuando cuatro millones de personas están pidiendo un trabajo remunerado, no parece que falten recursos potenciales para cotizar para pagar más y mejores pensiones. El problema que el gobierno tiene que resolver es precisamente el de la gente que quiere trabajar y no puede. ¿Hay algún programa de empleo masivo a la vista? Nada a la vista, sino más bien la reducción de 1 millón de empleos asociados al recorte de 50.000 millones de euros de gasto público. ¿Acaso se pretende mejorar los salarios, para elevar las cotizaciones medias y mejorar los ingresos de la Seguridad Social? Tampoco parecen ir por ahí los tiros, sino todo lo contrario: en su documento a la Comisión Europea relativo a la actualización del programa de estabilidad, el gobierno presenta como una conquista el objetivo de reducir en 1,9 puntos del PIB la remuneración de asalariados, sobre la base de reducir el empleo en el único sector que ha creado empleo en los últimos dos años, las administraciones públicas. En cuanto a las perspectivas de pensión que puedan tener los millones de trabajadores temporales con una vida laboral irregular y precaria, el gobierno ni se inmuta. Que coticen becarios y domésticas es todo lo que dice por ahora (de los 159 mil empleados de hogar jubilados, solamente 2.129 tienen una pensión superior a 600 euros).
Esta irresponsable actuación deriva por un lado del mantenimiento en la UE de un pacto de estabilidad obsoleto y nefasto en la coyuntura actual, y por otro de la incapacidad de los asesores gubernamentales para adaptar sus esquemas de pensamiento a la nueva situación. Tal parece que actúan convencidos de que se puede "volver atrás" en el funcionamiento de la economía. Pero la crisis nos dice que no, que dejar en manos del mercado financiero el ahorro de los trabajadores es la peor opción a largo plazo, y que la planificación ordenada de la distribución de la riqueza es la única garantía de sostenibilidad en el tiempo. A todos los niveles, y también entre los que trabajan y los que ya no lo hacen. Las pensiones, su nivel, su alcance, es una decisión colectiva de distribución de la riqueza entre los activos y los pasivos. Si hoy hemos decidido que se transfiera un 8,9 por ciento de renta hacia los pensionistas, mañana se puede decidir que se transfiera un 12 o un 15 por ciento. Lo único que habrá que ajustar es las contribuciones de los que trabajan. Y si se quiere modificar la distribución de la carga, habrá que pensar en sustituir cotizaciones por impuestos. Todo ello puede tener consecuencias desde un punto de vista macroeconómico, distributivo, legal o de otra índole, pero hablar de " insostenibilidad ", "quiebra" o términos similares en este contexto solo denota un acusado prejuicio ideológico -que no se manifiesta al hablar del gasto de defensa o de las agencias de desarrollo regional, por ejemplo- y una falta preocupante de ideas en los dirigentes políticos y sus asesores. Y eso, en la Europa de la apuesta por la innovación y el bienestar. ¿Para cuando está previsto el entierro del cadáver de la Agenda de Lisboa?
AUTOR : Joaquín Arriola
FUENTE : ALTERECONOMIA
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domingo, 28 de marzo de 2010
Ir hasta el extremo
Lo reconozco: lo pasé bien viendo a los de derechas perder los estribos cuando la reforma sanitaria se convirtió por fin en ley. Pero pocos días después no parece tan divertido, y no sólo por la ola de vandalismo y de amenazas que se ha desatado contra los legisladores demócratas. Si nos preocupa el futuro de Estados Unidos, no podemos alegrarnos de que los extremistas tomen el control de uno de los dos grandes partidos políticos.
Sin duda, tuvo gracia ver al representante Devin Nunes, un republicano de California, advertir de que con la aprobación de la reforma sanitaria, los demócratas "pondrán finalmente la piedra angular de su utopía socialista en las espaldas del pueblo estadounidense". Vaya, eso parece incómodo. Y resulta desternillante ver a Mitt Romney morirse de vergüenza mientras intenta distanciarse de un plan que, como sabe perfectamente, es prácticamente idéntico al que él mismo impulsó como gobernador de Massachusetts. Su mejor ocurrencia fue la de declarar que la aprobación de la reforma era un "desmesurado abuso de poder", una "usurpación histórica del proceso legislativo" (presumiblemente porque se supone que el proceso legislativo no debe incluir cosas como "votaciones" en las que prevalece la mayoría).
Un comentario aparte: uno de los temas de conversación republicanos era que los demócratas no tenían derecho a aprobar un proyecto de ley que se enfrentaba a una aplastante desaprobación pública. Pero resulta que la Constitución no dice nada de que los sondeos de opinión primen sobre el derecho y el deber que tienen los funcionarios electos de tomar decisiones basadas en lo que consideran ventajas. Pero en cualquier caso el mensaje de los sondeos es mucho más ambiguo de lo que mantienen los que se oponen a la reforma: aunque muchos estadounidenses desaprueben el Obamacare -la asistencia sanitaria de Obama-, un número significativo lo hace porque piensa que no va lo suficientemente lejos. Y un sondeo de opinión de Gallup realizado después de la aprobación de la reforma sanitaria mostraba que la opinión pública, por un modesto pero significativo margen, parecía complacida porque hubiera sido aprobada.
Pero volvamos al tema principal. Lo más llamativo ha sido la retórica eliminacionista del viejo gran Partido Republicano, que no provenía de ningún sector radical, sino de los líderes del partido. John Boehner, el líder de la minoría republicana en el Congreso, declaró que la aprobación de la reforma sanitaria era el "fin del mundo". El Comité Nacional Republicano realizó un llamamiento para recaudar fondos en el que se incluía una fotografía de Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes, rodeada por las llamas, mientras el presidente del comité declaraba que era el momento de poner a Pelosi en la "línea de fuego". Y Sarah Palin sacó un mapa en el que ponía literalmente a los legisladores demócratas en el punto de mira de una escopeta.
Como siempre, todo esto va mucho más allá de la política. Los demócratas tenían un sinfín de cosas duras que decir sobre el ex presidente George W. Bush, pero resultará vano cualquier intento de encontrar algo que sea tan amenazante, algo que sugiera siquiera un llamamiento a la violencia por parte de los miembros del Congreso, por no hablar ya de los dirigentes del partido.
No. Para encontrar algo como lo que estamos contemplando ahora es necesario retrotraerse a la última vez que un demócrata fue presidente. Al igual que el presidente Obama, Bill Clinton se enfrentó a un Partido Republicano que rechazaba su legitimidad. Dick Armey, el segundo en la jerarquía republicana de la Cámara (y ahora uno de los líderes del movimiento Tea Party, o Fiesta del Té, en alusión a la revuelta colonial que desencadenó la independencia), se refería a él como "su presidente". Las amenazas eran habituales: el senador por Carolina del Norte Jesse Helms advirtió de que el presidente Clinton "haría bien en tener cuidado si viene por aquí. Sería mejor que tuviera un guardaespaldas". (Más tarde, Helms se disculpó por el comentario, pero sólo después de la tormenta que se desató en los medios de comunicación). Y una vez que controlaron el Congreso, los republicanos trataron de gobernar como si ocuparan la Casa Blanca también, y llegaron a paralizar el Gobierno federal en un intento de intimidar a Clinton y obligarle a someterse.
Parece que Obama creía sinceramente que se enfrentaría a una recepción distinta. E intentó verdaderamente dar una oportunidad al bipartidismo, lo cual casi le hace perder la posibilidad de llevar a cabo la reforma sanitaria desperdiciando meses en un vano intento de poner a unos pocos republicanos de su lado. A estas alturas, sin embargo, queda claro que cualquier presidente demócrata se enfrentará a la total oposición de un Partido Republicano que se encuentra totalmente dominado por extremistas de derechas.
Y es que hoy día, el viejo gran Partido Republicano es, finalmente y por completo, el partido de Ronald Reagan. No de Reagan el político pragmático, que pudo alcanzar y alcanzó acuerdos con los demócratas, sino de Reagan el fanático enemigo del Gobierno, que avisó de que el Medicare destruiría la libertad de Estados Unidos. Es un partido que considera que los modestos esfuerzos por mejorar la seguridad económica y sanitaria de los estadounidenses no son simplemente insensatos, sino que son monstruosos. Es un partido en el que las fantasías paranoicas sobre el otro bando -Obama es un socialista, los demócratas tienen ambiciones totalitarias- son la norma. Y, como consecuencia de ello, es un partido que básicamente no acepta el derecho de nadie más a gobernar.
A corto plazo, el extremismo republicano puede ser bueno para los demócratas, si acaba provocando una reacción negativa por parte del electorado. Pero a largo plazo es muy malo para Estados Unidos. En este país necesitamos tener dos partidos razonables y racionales. Y ahora mismo no los tenemos.
AUTOR : Paul Krugman ; Premio Nobel de Economia 2008
FUENTE : EL PAIS
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