Parece mentira, pero es cierto, la reforma del mercado de trabajo ocupa un lugar estelar en el debate sobre las estrategias para la superación de la crisis económica. Poco importa que ésta se haya incubado en el sector financiero del mundo capitalista desarrollado, propagándose con rapidez al tejido productivo y causando una profunda contracción del producto y del empleo. Una crisis global que apuntaba al corazón mismo del proceso de acumulación invitaba, casi obligaba, a un debate sobre los modelos de crecimiento inspirados en la globalización y la financiarización de los procesos económicos. Pues no, mientras que “el casino” sigue prácticamente intacto –la distribución de la renta y la riqueza que lo alimenta, los beneficios extraordinarios y la opacidad de los mercados donde operan los grandes jugadores-, el mercado de trabajo centra la atención. Como si la consolidación del todavía magro crecimiento económico y, más aún, la mejora de la competitividad de las empresas y las naciones dependiera de su reforma.
Dos son los argumentos que respaldan este planteamiento. En primer lugar, la “rigidez” del mercado laboral es un lastre que dificulta la adaptación de las empresas a un entorno cambiante que exige dosis crecientes de flexibilidad. En segundo lugar, el aumento de los costes laborales presiona sobre los precios, en un contexto donde la competencia global y de manera muy especial la procedente de los países de bajos salarios es cada vez más intensa, al tiempo que merma los márgenes de beneficio, comprometiendo la viabilidad del proyecto empresarial.
De este tronco argumental se derivan sendas conclusiones. La primera apunta a la necesidad de liberalizar las relaciones laborales, convertir los costes fijos (salariales) en variables, reducir o incluso eliminar las interferencias administrativas de manera que los procesos de contratación y despido se gestionen con la mayor autonomía y flexibilidad entre las partes afectadas, trabajadores y empresarios. La segunda plantea moderar el comportamiento de las retribuciones de los trabajadores con el objeto de que su nivel y evolución sean compatibles con la recuperación de los beneficios, pues éstos son el motor del proceso de acumulación y, en esa medida, de la reestructuración competitiva de las empresas. Si, como resultado de todo ello, la actividad económica se dinamiza y desaparecen las “trabas” a la contratación, aumentarán el empleo y los salarios. En definitiva, todos ganan.
Una pregunta, quizás ingenua: ¿por qué razón cabe esperar que ahora funcione lo que antes no ha dado resultados? Por un lado, la mayor parte de los gobiernos europeos han introducido a lo largo de las dos últimas décadas diferentes reformas encaminadas a la desregulación del mercado de trabajo; por otro, el ritmo de crecimiento de los salarios ha sido inferior al de la productividad del trabajo. La dinámica laboral ha contribuido así al aumento de los beneficios y a la mejora de la competitividad de las empresas,… sin que a cambio haya mejorado el balance ocupacional y se hayan obtenido buenos registros en materia de crecimiento.
¡¡Un momento!! Puede que lo anterior sea cierto, pero, se nos dice, la razón estriba en que el paquete de reformas no se ha aplicado con la suficiente profundidad, amplitud y contundencia. Pero ¿hasta dónde deben llevarse esas reformas? ¿en qué espejo debe mirarse una Europa que pretende alcanzar altas cotas de competitividad y al mismo tiempo avanzar en la cohesión social y en los derechos laborales y civiles, personales y colectivos?
Ambas preguntas nos introducen en el debate sobre el contenido y los confines de los cambios que deberían aplicarse en el mercado laboral. Antes de realizar algunas consideraciones sobre el particular, conviene precisar que el mercado de trabajo no sólo es un espacio singular –muy diferente de cualquier otro mercado- sino que además es una de las piedras angulares de las políticas sociales. La obtención de un empleo digno, con derechos y adecuadamente remunerado, el reconocimiento de la negociación colectiva, la prestación de un subsidio del que se puedan beneficiar los trabajadores que pierden su ocupación y la existencia de un salario mínimo constituyen componentes básicos de las políticas de cohesión social.
Así pues, las reformas laborales que debilitan la presencia de las instituciones, otorgan espacios crecientes al mercado y refuerzan la posición del capital frente al trabajo representan una carga de profundidad dirigida a la línea de flotación de los estados de bienestar europeos. Estamos ante una batalla de gran recorrido donde el objetivo es ampliar los espacios de negocio del sector privado, batalla que, por cierto, también se está librando en otros frentes, como el de las pensiones, la educación o la sanidad.
Más allá de estas consideraciones, la concepción dominante de la reforma laboral permanece anclada en la geografía, a todas luces insuficiente, de la competitividad-coste, omitiendo asimismo el hecho de que los costes laborales representan una parte –variable según empresas e industrias- pero relativamente reducida de los costes totales que enfrenta la firma. Se ignoran así otros factores de mayor calado estratégico, distintos del coste y del precio, que desbordan con mucho la esfera laboral; entre otros, la cultura empresarial, el entorno institucional, la calidad de las infraestructuras, el entramado educativo o el sistema de ciencia y tecnología. Pero solo desde un planteamiento capaz de integrar esta complejidad y de detectar las interacciones y sinergias que existen entre planos tan diversos será posible elaborar diagnósticos adecuados, capaces de acometer con garantías el desafío competitivo.
Las políticas de moderación salarial, situadas en el corazón de las estrategias competitivas, además de traducir un diagnóstico de corto recorrido y, por esa razón, de efectos limitados, presentan, cuando menos, dos derivadas adicionales. La primera es su impacto restrictivo sobre la demanda agregada de la economía, forzando la instrumentación de políticas de signo exportador, acudiendo a espacios donde no ha dejado de intensificarse la presión competitiva. La segunda –acaso menos visible, pero no por ello de menor enjundia- es que las demandas o exigencias de contención salarial terminan por impregnar la cultura empresarial; hasta el punto de que se sigue apelando a esa “milagrosa” receta aún cuando el patrón dominante de las últimas décadas ha sido que los salarios han avanzado (cuando lo han hecho) por debajo de la productividad del trabajo.
Estamos ante un debate de mucha trascendencia que no cabe eludir, con implicaciones de gran calado para la política económica. En paralelo la crisis económica representa una oportunidad para alumbrar nuevas ideas y estrategias y Europa puede jugar un destacado papel en ese proceso renovador. Ójala la reflexión sobre las reformas laborales se integre en una más estratégica sobre los modelos productivos, sociales y medioambientales.AUTOR : Fernando Luengo es profesor de Economía Aplicada e investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (Universidad Complutense de Madrid).
FUENTE : SIN PERMISO
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