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miércoles, 4 de agosto de 2010

Reformas laborales: salida de la crisis (por la puerta falsa)


Parece mentira, pero es cierto, la reforma del mercado de trabajo ocupa un lugar estelar en el debate sobre las estrategias para la superación de la crisis económica. Poco importa que ésta se haya incubado en el sector financiero del mundo capitalista desarrollado, propagándose con rapidez al tejido productivo y causando una profunda contracción del producto y del empleo. Una crisis global que apuntaba al corazón mismo del proceso de acumulación invitaba, casi obligaba, a un debate sobre los modelos de crecimiento inspirados en la globalización y la financiarización de los procesos económicos. Pues no, mientras que “el casino” sigue prácticamente intacto –la distribución de la renta y la riqueza que lo alimenta, los beneficios extraordinarios y la opacidad de los mercados donde operan los grandes jugadores-, el mercado de trabajo centra la atención. Como si la consolidación del todavía magro crecimiento económico y, más aún, la mejora de la competitividad de las empresas y las naciones dependiera de su reforma.

Dos son los argumentos que respaldan este planteamiento. En primer lugar, la “rigidez” del mercado laboral es un lastre que dificulta la adaptación de las empresas a un entorno cambiante que exige dosis crecientes de flexibilidad. En segundo lugar, el aumento de los costes laborales presiona sobre los precios, en un contexto donde la competencia global y de manera muy especial la procedente de los países de bajos salarios es cada vez más intensa, al tiempo que merma los márgenes de beneficio, comprometiendo la viabilidad del proyecto empresarial.

De este tronco argumental se derivan sendas conclusiones. La primera apunta a la necesidad de liberalizar las relaciones laborales, convertir los costes fijos (salariales) en variables, reducir o incluso eliminar las interferencias administrativas de manera que los procesos de contratación y despido se gestionen con la mayor autonomía y flexibilidad entre las partes afectadas, trabajadores y empresarios. La segunda plantea moderar el comportamiento de las retribuciones de los trabajadores con el objeto de que su nivel y evolución sean compatibles con la recuperación de los beneficios, pues éstos son el motor del proceso de acumulación y, en esa medida, de la reestructuración competitiva de las empresas. Si, como resultado de todo ello, la actividad económica se dinamiza y desaparecen las “trabas” a la contratación, aumentarán el empleo y los salarios. En definitiva, todos ganan.

Una pregunta, quizás ingenua: ¿por qué razón cabe esperar que ahora funcione lo que antes no ha dado resultados? Por un lado, la mayor parte de los gobiernos europeos han introducido a lo largo de las dos últimas décadas diferentes reformas encaminadas a la desregulación del mercado de trabajo; por otro, el ritmo de crecimiento de los salarios ha sido inferior al de la productividad del trabajo. La dinámica laboral ha contribuido así al aumento de los beneficios y a la mejora de la competitividad de las empresas,… sin que a cambio haya mejorado el balance ocupacional y se hayan obtenido buenos registros en materia de crecimiento.

¡¡Un momento!! Puede que lo anterior sea cierto, pero, se nos dice, la razón estriba en que el paquete de reformas no se ha aplicado con la suficiente profundidad, amplitud y contundencia. Pero ¿hasta dónde deben llevarse esas reformas? ¿en qué espejo debe mirarse una Europa que pretende alcanzar altas cotas de competitividad y al mismo tiempo avanzar en la cohesión social y en los derechos laborales y civiles, personales y colectivos?

Ambas preguntas nos introducen en el debate sobre el contenido y los confines de los cambios que deberían aplicarse en el mercado laboral. Antes de realizar algunas consideraciones sobre el particular, conviene precisar que el mercado de trabajo no sólo es un espacio singular –muy diferente de cualquier otro mercado- sino que además es una de las piedras angulares de las políticas sociales. La obtención de un empleo digno, con derechos y adecuadamente remunerado, el reconocimiento de la negociación colectiva, la prestación de un subsidio del que se puedan beneficiar los trabajadores que pierden su ocupación y la existencia de un salario mínimo constituyen componentes básicos de las políticas de cohesión social.

Así pues, las reformas laborales que debilitan la presencia de las instituciones, otorgan espacios crecientes al mercado y refuerzan la posición del capital frente al trabajo representan una carga de profundidad dirigida a la línea de flotación de los estados de bienestar europeos. Estamos ante una batalla de gran recorrido donde el objetivo es ampliar los espacios de negocio del sector privado, batalla que, por cierto, también se está librando en otros frentes, como el de las pensiones, la educación o la sanidad.

Más allá de estas consideraciones, la concepción dominante de la reforma laboral permanece anclada en la geografía, a todas luces insuficiente, de la competitividad-coste, omitiendo asimismo el hecho de que los costes laborales representan una parte –variable según empresas e industrias- pero relativamente reducida de los costes totales que enfrenta la firma. Se ignoran así otros factores de mayor calado estratégico, distintos del coste y del precio, que desbordan con mucho la esfera laboral; entre otros, la cultura empresarial, el entorno institucional, la calidad de las infraestructuras, el entramado educativo o el sistema de ciencia y tecnología. Pero solo desde un planteamiento capaz de integrar esta complejidad y de detectar las interacciones y sinergias que existen entre planos tan diversos será posible elaborar diagnósticos adecuados, capaces de acometer con garantías el desafío competitivo.

Las políticas de moderación salarial, situadas en el corazón de las estrategias competitivas, además de traducir un diagnóstico de corto recorrido y, por esa razón, de efectos limitados, presentan, cuando menos, dos derivadas adicionales. La primera es su impacto restrictivo sobre la demanda agregada de la economía, forzando la instrumentación de políticas de signo exportador, acudiendo a espacios donde no ha dejado de intensificarse la presión competitiva. La segunda –acaso menos visible, pero no por ello de menor enjundia- es que las demandas o exigencias de contención salarial terminan por impregnar la cultura empresarial; hasta el punto de que se sigue apelando a esa “milagrosa” receta aún cuando el patrón dominante de las últimas décadas ha sido que los salarios han avanzado (cuando lo han hecho) por debajo de la productividad del trabajo.

Estamos ante un debate de mucha trascendencia que no cabe eludir, con implicaciones de gran calado para la política económica. En paralelo la crisis económica representa una oportunidad para alumbrar nuevas ideas y estrategias y Europa puede jugar un destacado papel en ese proceso renovador. Ójala la reflexión sobre las reformas laborales se integre en una más estratégica sobre los modelos productivos, sociales y medioambientales.

AUTOR :
Fernando Luengo es profesor de Economía Aplicada e investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (Universidad Complutense de Madrid).
FUENTE : SIN PERMISO

¿Quién cocinó al planeta?



Nunca hay que decir que los dioses no tienen sentido del humor. Apuesto a que todavía se están riendo en el Olimpo por la decisión de hacer la primera mitad de 2010 –el año en la que murió toda esperanza de una acción para limitar el cambio climático– la más caliente en los registros.

Claro, no se pueden inferir tendencias en las temperaturas mundiales por la experiencia de un año. Sin embargo, ignorar ese hecho ha sido desde hace mucho uno de los trucos favoritos de quienes niegan el cambio climático: señalan un año inusualmente caliente en el pasado y dicen: “¡Miren, el planeta se ha estado enfriando, no calentándose, desde 1998!”. En realidad, fue 2005 y no 1998 el año más caliente hasta la fecha; pero el punto es que las temperaturas que rompen récords que estamos experimentando actualmente han hecho que un argumento tonto sea aún más disparatado, y en este momento no funciona ni siquiera en sus propios términos.

Sin embargo, ¿acaso alguno de los negadores dice: “Está bien, creo que me equivoqué”, y apoya la acción climática? No. Y el planeta seguirá cocinándose.

Entonces, ¿por qué la legislación sobre el cambio climático noNo se dañaría significativamente a la economía en su conjunto si le ponemos precio al carbono, pero sí a ciertas industrias –sobre todo, las del carbón y el petróleo–. Y esas industrias han montado una enorme campaña de desinformación para proteger sus ba se aprobó en el Senado? Hablemos primero sobre lo que no provocó el fracaso, porque ha habido muchos intentos por culpar a las personas equivocadas.

Antes que nada, no actuamos debido a dudas legítimas sobre la ciencia. Cada evidencia válida –promedios de las temperaturas a largo plazo que suavizan las fluctuaciones año con año, el volumen del mar congelado en el Ártico, el derretimiento de los glaciales, la relación entre altas récord y bajas récord– apunta a un aumento continuo, y posiblemente bastante acelerado, en las temperaturas mundiales.

La evidencia tampoco está contaminada con un mal comportamiento científico. Es probable que hayan escuchado sobre las acusaciones contra investigadores del clima –alegatos de datos inventados, el presuntamente condenatorio correo electrónico del ‘Climagate’, y así sucesivamente–. De lo que es posible que no se hayan enterado porque ha recibido mucha menos publicidad, es que cada uno de estos presuntos escándalos se desenmascaró al final como un fraude tramado por los oponentes a la acción climática, que después muchos introdujeron en los medios informativos. ¿No creen que cosas semejantes puedan suceder?

¿Las inquietudes razonables sobre el impacto económico de la legislación sobre el clima bloquearon la acción? No. Siempre ha sido chistoso, en una especie de forma de humor negro, observar a los conservadores que alaban el poder ilimitado y la flexibilidad de los mercados dar un giro de 180 grados e insistir que la economía se colapsaría si le pusiéramos un precio al carbono. Todas las estimaciones serias indican que podríamos introducir paulatinamente límites a la emisión de gases invernadero con cuando mucho un impacto reducido sobre el índice de crecimiento de la economía.

Así que no fueron la ciencia, los científicos o la economía lo que acabó con la acción sobre el cambio climático. ¿Qué fue?

La respuesta es, los sospechosos de siempre: la codicia y la cobardía.

Si se quiere entender la oposición a la acción climática, hay que seguir el dinero. No se dañaría significativamente a la economía en su conjunto si le ponemos precio al carbono, pero sí a ciertas industrias –sobre todo, las del carbón y el petróleo–. Y esas industrias han montado una enorme campaña de desinformación para proteger sus balances.

Miren a los científicos que cuestionan el consenso sobre el cambio climático; miren a las organizaciones que impulsan escándalos falsos; miren a los comités asesores que dicen que cualquier esfuerzo para limitar las emisiones paralizaría a la economía. Una y otra vez, se encontrará que están en el extremo receptor de un ducto de financiamiento que empieza con las grandes compañías de energía, como Exxon Mobil, que ha gastado decenas de millones de dólares promoviendo la negación del cambio climático, o Koch Industries, que ha patrocinado organizaciones antiambientalistas durante dos décadas.

O vean a los políticos que a gritos se han opuesto más a la acción climática. ¿De dónde sacan gran parte de su dinero para la campaña? Ya saben la respuesta.

No obstante, no habría triunfado la codicia por sí misma. Necesitaba la ayuda de la cobardía; sobre todo, la de los políticos que saben que el calentamiento mundial representa una enorme amenaza, que apoyaron la acción en el pasado, pero desertaron de sus puestos en el momento crucial.

Existen varios de esos cobardes climáticos, pero me permito señalar a uno en particular: el senador John McCain.

Hubo una época en la que se consideró a McCain amigo del ambiente; allá en 2003 pulió su imagen de independiente al ser uno de los que introdujeron la legislación por la que se habría creado un sistema de tope y trueque para las emisiones de gases invernadero. Reafirmó el apoyo para tal sistema durante su campaña presidencial, y las cosas podrían verse muy diferentes si hubiese seguido respaldando la acción climática una vez que su oponente estuvo en la Casa Blanca. Sin embargo, no lo hizo –y es difícil ver su cambio como algo que no sea el acto de un hombre dispuesto a sacrificar sus principios, y el futuro de la humanidad, por agregar unos cuantos años a su carrera política–.

Desgraciadamente, McCain no fue el único; y no habrá ninguna iniciativa de ley sobre el clima. Ha triunfado la codicia con la ayuda de la cobardía. Y todo el mundo pagará el precio.

AUTOR : Paul Krugman, Premio Nobel de Economía en 2008
FUENTE : EL UNIVERSO