La clase media trabajadora está siendo reventada por la Gran Recesión. Quince millones de personas están sin trabajo, otros 9 millones de trabajadores sólo pueden encontrar trabajos a tiempo parcial y millones más han abandonado toda esperanza han dejado de buscar trabajo. Los que tienen la fortuna de conservar su empleo es improbable que experimenten aumentos salariales substanciales durante años.
Millones de propietarios de vivienda se enfrentan ahora a la pérdida de su hogar, y más de 10 millones están con el agua al cuello con su hipoteca. El grueso de la cohorte del baby boom se acerca a la edad de jubilación con poca cosa más que la Seguridad Social para su retiro ahora que el colapso de la burbuja inmobiliaria ha destruido su patrimonio en bienes raíces y buena parte del resto de sus ahorros.
Los daños resultan indignantes por dos razones. Primero, se trató de un desastre de todo punto prevenible. La burbuja inmobiliaria era fácil de ver. Los economistas competentes habían alertado de sus peligros desde hacía mucho.
La segunda razón de que resulte indignante esta situación es que sabemos cómo sacar a la economía de la catástrofe. Sólo necesitamos espolear la demanda. Eso puede hacerse o con más estímulos públicos y una política monetaria más agresiva de la Fed, o devaluando el dólar para espolear las exportaciones.
Si el desastre era prevenible y si sabíamos cómo salir de él, ¿por qué nuestros dirigentes no pusieron el freno antes de que sobreviniera? ¿Por qué no toman ahora las medidas necesarias para que la economía vuelva a ponerse en marcha?
La respuesta a estas dos preguntas es sencilla: los políticos trabajan por cuenta ajena. El día de las elecciones, los políticos necesitan nuestros votos, pero no lograrán afirmarse como concurrentes con posibilidades, a menos que consigan las contribuciones financieras necesarias para su campaña de parte de la pandilla de los muy adinerados. Y la elite adinerada ha venido sirviéndose de su control del proceso político para asegurarse de que una porción cada vez más grande del producto de la economía se redistribuya hacia arriba, en dirección hacia ella.
La razón de que hubiera poco interés en desinflar la burbuja inmobiliaria es que Goldman Sachs, Citigroup y el resto estaban haciendo una fortuna con los fraudes financieros que alimentaban la burbuja. El antiguo Secretario del Tesoro Robert Rubin se embolsó personalmente más de 100 millones de dólares con esta juerga. ¿Por qué habrían de querer que el Estado metiera aquí sus narices?
Ni que decir tiene que cuando la burbuja finalmente estalló, amenazando a los bancos con la bancarrota, la pandilla de Wall Street, corrió a pedir ayuda al Estado. Y recibieron billones de dólares en préstamos y en garantías de préstamos para garantizar que se convertirían en víctimas de la crisis que ellos mismos habían creado. Ahora que se han recuperado y los beneficios y los bonos de Wall Street vuelven a estar en niveles récord, no ven razón para ocuparse de las medidas necesarias para encarrilar el resto de la economía, nuestra economía.
Después de todo, los pasos necesarios para revitalizar la economía podrían llegar a traer consigo cierta inflación. Eso reduciría el valor de la deuda en poder de los acreedores ricos. Y los ricos no ven razón para arriesgar nada de su riqueza sólo por el bien de la economía.
Tenemos recorrer un largo trecho para restaurar una economía que funcione para la gran mayoría, pero el primer paso es saber dónde estamos. La redistribución hacia arriba de las tres últimas décadas no tienen nada que ver con el mercado y con la fe en “fundamentalismo de mercado”. Se ha tratado de un proceso por el que el rico y el poderoso han reescrito las reglas para hacerse más ricos y más poderosos.
Escribieron, por ejemplo, reglas de comercio concebidas para presionar a la baja los salarios del grueso de la fuerza de trabajo norteamericana, poniendo a los trabajadores manufactureros en directa competencia con los trabajadores mal pagados en China y en otros países en vías de desarrollo. Eso no tiene nada que ver con una creencia en el “libre comercio”. No buscaron someter a los abogados, a los médicos o otros trabajadores con elevadas remuneraciones al mismo tipo de competición internacional. Sólo querían competición internacional para presionar ala baja los salarios de los trabajadores de las franjas media y baja, no a los de arriba.
Esa elite ha instituido un sistema de gobernanza empresarial que permite a los altos ejecutivos saquear a las compañías a expensas de sus accionistas y de sus trabajadores. Los altos ejecutivos sólo están sometidos a la supervisión de un consejo de directores que deben sus extremadamente bien remuneradas sinecuras a los ejecutivos que pretendidamente deben controlar. Y, huelga decirlo, a los barones de Wall Street se les da licencia para apuestas de alto riego con la implícita promesa de que el gobierno pagará la cuenta cuando pierdan.
Ningún movimiento de izquierda hará el menor progreso hasta que entienda la batalla que estamos librando. Nuestro ingreso es un coste para los ricos. Éstos tratarán de recortar todo lo que puedan allí donde puedan, ya sean salarios de los trabajadores del sector privado, pensiones de los funcionarios o seguridad social de los jubilados. Tal es su objetivo.
En la lucha de respuesta eso tenemos que servirnos de la misma lógica. Su ingreso es nuestro coste: los bonos multimillonarios para los asistentes de Wall Street es un drenaje directo practicado en la economía. Lo mismo vale para las hinchadas remuneraciones con cheques de los altos ejecutivos y de sus consejos de directores lacayos. La izquierda tiene que prepararse para usar las mismas tácticas, a fin de traer para cas los ingresos de los ricos y de los poderosos, las mismas tácticas que ellos han usado para reducir los ingresos de todos los demás.
Eso significa reestructurar las reglas de la gobernanza empresarial, a fin de presionar a la baja la remuneración de los altos ejecutivos. Los trabajadores mejor pagados (médicos, abogados y economistas) tienen que someterse a igual competición internacional que los trabajadores manufactureros. Y deberíamos limitar drásticamente el alcance de las protecciones de patentes y copyright explotadas por la gran industria farmacéutica y por el sector de entretenimiento y software.
Tenemos que llamar la atención sobre las vías mediante las que los ricos han alterado las reglas de juego, y poner eso en el centro del debate político. La batalla de tres décadas en torno a los recortes fiscales para los ricos es importante, pero, al final del trayecto, es secundaria. Si les dejamos robar todo el dinero desde el principio, no tiene demasiada importancia que terminen dejándonos fiscalizarles un poquito más.AUTOR : Dean Baker es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR). Es autor de Plunder and Blunder: The Rise and Fall of the Bubble Economy, así como de False Profits: Recoverying From the Bubble Economy.
Traducción Miguel de Puñoenrostro
FUENTE : SIN PERMISO
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