miércoles, 1 de septiembre de 2010
¿Por qué no funciona la recuperación de Estados Unidos?
A medida que la economía se acerca a tropezones hacia el segundo aniversario de la quiebra de Lehman Brothers, el anémico crecimiento ha dejado al paro sumido en una cifra de cerca del10%, con pocas perspectivas de mejorar pronto. No debe sorprender, entonces, que ya cerca de las elecciones del congreso en noviembre, en lo que marca la mitad del periodo presidencial, los estadounidenses se pregunten con enojo por qué las políticas de estímulo hiperagresivas del gobierno no han cambiado la situación. ¿Qué más se puede hacer, si es que lo hay?
La respuesta honesta, y una que pocos votantes desean escuchar, es que no hay varas mágicas. Tomó más de una década cavar el hoyo actual, y salir de él también tardará. Como Carmen Reinhart y yo advirtiéramos en nuestro libro sobre 800 años de historia de las crisis financieras (con el irónico título de "Esta vez es diferente"), una recuperación lenta y prolongada con un paro constante y sostenido es la norma tras las crisis financieras profundas.
¿Por qué es tan difícil impulsar el empleo después de una crisis financiera? Por supuesto, una razón es que el sistema financiero tarda en sanar y, en consecuencia, es necesario tiempo para que el crédito comience a fluir nuevamente. Destinar grandes cantidades de fondos de los contribuyentes a mastodontes financieros no soluciona el problema más profundo de deshinchar una sociedad sobreapalancada. Los estadounidenses tomaron dinero prestado y se fueron de compras hasta quedar sin aliento, en la creencia de que un mercado inmobiliario en ascenso constante limpiaría todo sus pecados financieros. El resto del mundo vertía dinero a EE.UU., haciendo parecer que la vida era nada más que una gran cena.
Incluso ahora, muchos estadounidenses parecen creer que reducir impuestos y estimular el consumo privado es la simple solución a los problemas de la nación. Ciertamente, en principio no es malo bajar los impuestos, en especial para apoyar la inversión y el crecimiento a largo plazo. Sin embargo, el evangelio de los menores impuestos presenta varios problemas.
En primer lugar, la deuda total del sector público (incluidas la deuda estatal y local) ya se acerca al pico del 119% del PGB alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial. Algunos arguyen apasionadamente que ahora no es el momento de preocuparse de los problemas de deuda futuros pero, en mi opinión, en cualquier evaluación realista de los riesgos a plazo medio no se pueden simplemente descartar esas inquietudes.
Un segundo problema con los recortes de impuestos es que es posible que tengan un efecto limitado en el corto plazo, ya que el sector privado está utilizando parte importante de los fondos para reparar hojas de balance seriamente sobreapalancadas.
Por último, aunque no menos importante, hay un problema de justicia. Ciertos indicadores muestran que casi la mitad de los estadounidenses no pagan nada de impuesto a la renta, por lo que reducir impuestos genera incluso más asimetría en una distribución del ingreso de por sí muy desigual. La postergación de enfrentar los problemas de equidad del ingreso es uno de los muchos desequilibrios que se acumularon en la economía estadounidense durante el auge previo a la crisis. Si se permite que empeoren, las consecuencias políticas podrían ser serias, como el surgimiento de proteccionismo comercial y quizás un empeoramiento del malestar social.
Quienes piensan que el gobierno debe asumir la mayor carga del gasto privado señalan que hay muchos proyectos que pueden impulsar el crecimiento, lo que resulta evidente para cualquiera que esté familiarizado con la tambaleante infraestructura estadounidense. De manera similar, las transferencias a los gobiernos locales y federales, que tienen limitado espacio constitucional para tomar dinero prestado, ayudaría a disminuir los perjudiciales despidos de profesores, bomberos y policías. Por último, ampliar el seguro de desempleo tras la crisis más grave en cincuenta años debería ser un asunto incuestionable.
Sin embargo, lamentablemente la gestión de la demanda al estilo keynesiano tampoco es ninguna panacea, ni el gobierno debe siempre ser el empleador de último recurso. Si bien los recortes de impuestos mejoran la productividad en el largo plazo, aumentar el tamaño del estado difícilmente sea una buena receta para dar vitalidad a la economía. Sin duda que en una economía de mercado existen muchas actividades que el gobierno puede emprender, pero una frenética orgía de gastos de estímulo no conduce a un debate racional de cuáles deban ser. Y, por supuesto, esto vuelve a plantear el problema de la creciente deuda nacional.
Con todo, la política del G-20 de apuntar a una estabilización gradual del aumento de la deuda estatal y hacer que se alinee con el crecimiento del ingreso nacional para 2016 parece un enfoque razonable para equilibrar el estímulo de corto plazo con los riesgos financieros de más largo plazo, incluso si eso significa la persistencia del problema del paro.
Si bien Estados Unidos enfrenta los límites de la política fiscal, la política monetaria puede hacer más, como detallara el Presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, en un reciente discurso en Jackson Hole, Wyoming. En momentos en que los mercados crediticios se encuentran deteriorados, la Fed podría comprar más bonos públicos o deuda del sector privado. Bernanke también hizo notar la posibilidad de elevar el objetivo inflacionario en el mediano plazo (política que sugerí en esta columna en diciembre de 2008).
Si se considera el enorme desapalancamiento de la deuda pública y privada que nos espera en el futuro, y mi impresión -que se mantiene- de que el sistema legal y político de EE.UU. tiene una limitada capacidad de facilitar soluciones, dos o tres años de una inflación ligeramente superior me parece la mejor de varias opciones muy malas, y muy preferible a la deflación. Si bien la Fed sigue reticente a poner en riesgo su independencia en el largo plazo, sospecho que antes de que todo esto acabe utilizará la mayor parte de, si no todas, las herramientas descritas por Bernanke.
La conclusión es que los estadounidenses tendrán que hacerse la idea de muchos años de paciencia, a media que el sector financiero recupera su solidez y la economía sale poco a poco del agujero. No hay duda de que el gobierno puede ayudar, pero cabe desconfiar de los flautistas de Hamelin que enarbolan soluciones mágicas.
AUTOR : Kenneth Rogoff fue economista en jefe del FMI. En la actualidad se desempeña como profesor de Economía y Políticas públicas en la Universidad de Harvard. .
FUENTE : PROJECT SYNDICATE
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