lunes, 27 de diciembre de 2010

La historia oculta del acuerdo fiscal de la Casa Blanca: “espiral mortal hacia la plutocracia”


El pacto de recorte fiscal de la administración Obama anunciado la semana pasada ha enfurecido a muchos estadounidenses. Pero la pródiga generosidad hacia los ricos de EEUU no debe sorprender a nadie.
Mucha de la cháchara sobre el pacto de recorte fiscal que la Casa Blanca ha acordado con los líderes republicanos del Congreso ha girado entorno a las implicaciones a corto plazo del pacto, los dólares que extendiendo los recortes de Bush dos años –y declarando un año de “fiesta” fiscal a la Seguridad Social –irán a los bolsillos de EEUU.
Esos dólares son –unos 77.000 $, de media, para cada norteamericano perteneciente al 1% más rico, y poco menos de 400 $ para los contribuyentes pertenecientes al 20% más pobre– ciertamente una lectura animada.
Pero el impacto más significativo del pacto, como señala el economista Paul Krugman, será casi seguro a largo plazo. Nos enfrentamos a “la creciente probabilidad de que los impuestos bajos para los ricos se hagan permanentes, dañando las políticas públicas durante las décadas venideras”.
Y con la creciente probabilidad, de que hayamos entrado en lo que el cofundador de Wealth for the Common Good, Chuck Collins, ha calificado como “espiral mortal hacia la plutocracia”. A mayor riqueza concentrada, más ricos utilizan esa riqueza –y poder– para reescribir nuestras reglas económicas y concentrar más, si cabe, los privilegios.
La Casa Blanca, en cambio, no aprecia en absoluto mayor peligro en la extensión de los recortes fiscales de Bush a los más ricos de los EEUU. Aparentemente la semana pasada el presidente calificó de “puristas” a aquellos que atacan su deseo de realizar dicha extensión.
 “Los estadounidenses”, se pronunciaba el presidente, “no nos han enviado aquí para librar batallas simbólicas o ganar simbólicas victorias”.
Unos 60 años atrás, un predecesor del Presidente Obama en el Partido Demócrata tomó exactamente la dirección opuesta. Aquel presidente, Harry Truman, se enfrentaba a una situación no muy diferente al embrollo al que se enfrenta hoy el presidente Obama.
Los victoriosos republicanos, tras las elecciones de 1946, demandaron recortes impositivos transversales que hubieran beneficiado principalmente a los más ricos. Truman rechazó seguir esa línea y vetó todos los recortes impositivos que le enviaban los legisladores republicanos. Los republicanos finalmente hicieron caso omiso de aquellos vetos. Pero Truman les hizo pagar.
Los republicanos, cargaba Truman repetidamente aquel año en su campaña por la reelección, “ayudan a los ricos y clavan un cuchillo en la espalda del pobre”.
Truman llegaría a un sorprendente grado de enfado. Su consistente oposición a los recortes a los ricos le granjeó la confianza de la gente. Aquella gente y Truman, tras décadas de penuria económica, llegaron a compartir la misma perspectiva: Vastas concentraciones de riqueza privada ponen en peligro el bienestar de la nación.
Uno de los expertos más reverenciados de EEUU, el columnista Walter Lippmann, reflexionó sobre esta perspectiva en mayo del 37, después de la muerte de John D. Rockefeller.
La nación, destacaba Lippman, nunca volvería probablemente a ver una fortuna tan grande como la de Rockefeller. El anciano de 97 años John D. había “vivido lo suficiente para ver los métodos por los cuales se puede acumular una fortuna fuera de la ley de la opinión pública, prohibida por ley, y prevenida por las leyes fiscales”.
En los EEUU, añadiría Lippman, “el sentir general se ha puesto por completo en contra de la acumulación privada de excesiva riqueza”.
Truman comprendió esa realidad política. Él nunca hubiera extendido el acuerdo que anunció la Casa Blanca la semana pasada, o dejado de lado la lucha por controlar a los ricos como algo meramente “simbólico”. Eso hubiera sido impensable. 
Y eso plantea una interesante cuestión. ¿Cuándo un trato como el pacto de recorte impositivo de la semana pasada devino “pensable” para un presidente proveniente del Partido Demócrata? Irónicamente ese salto radical hacia lo “pensable” tiene sus raíces en los años de Truman.
Como Presidente, después de la Segunda Guerra Mundial, Truman se mantuvo sólido frente a la derecha en sus impuestos a los ricos. Pero en otros frentes, intentó suplantarla. Sus movimientos en esa dirección, empezando con la introducción de “juramentos de lealtad”, establecieron la base para la histeria del McCarthysmo que explota en 1950. 
La resultante “amenaza roja” enfrió el discurso político en EEUU. Los creadores de opinión principales comenzaron a mantenerse alejados de cualquier postura que tuviera que ver con la lucha de clases. Pararon de hablar de los ricos. Los acumuladores, opinaban, devinieron una vieja historia. La lucha de clases en EEUU había acabado. Para progresar, la nación necesitaba simplemente concentrarse en el “crecimiento” de la economía.
Para los principales políticos liberales, este énfasis en el “crecimiento” de la economía tuvo un gran atractivo. El crecimiento ofrecía una salida fácil al marco de la Guerra Fría. Cantando el mantra del crecimiento, podían hablar sobre progreso sin necesidad de hablar de desigualdad –y arriesgar a ser tachados de izquierdistas o algo incluso peor.
Concediendo el estrellato al “crecimiento”, esos políticos podían aguantar el displacer de la Guerra Fría, como un historiador de la Universidad de Missouri señaló, “evadiendo las decisiones difíciles sobre la distribución de la riqueza y el poder en EEUU”.  
En los tempranos 60s, el presidente John F. Kennedy iría más allá en su preocupación por el crecimiento alejándose del ethos igualitario del New Deal. Altos impuestos a los ricos, proclamaba Kennedy, inhiben el crecimiento. Una economía “obstaculizada por impuestos restrictivos”, argumentaba, “nunca producirá suficientes trabajos”.
La administración Kennedy envió al Congresos una propuesta para reducir los impuestos de EEUU en todos los ámbitos. La tasa impositiva máxima sobre los ingresos altos, entonces el 91 por ciento de los ingresos de más de 400.000 dólares, se reduciría al 65 por ciento bajo el plan de Kennedy.
El Congreso aprobó finalmente la mayor parte de lo que Kennedy buscaba. En 1964, el año después de su muerte, su sucesor Lyndon Johnson firmó una ley que hacia caer el tipo impositivo máximo del 91 al 70%.
Johnson no evidenció más interés en reducir impuestos. Johnson, a diferencia de Kennedy, había crecido políticamente en el Washington del New Deal. Tenía grandes sueños, de una “Gran Sociedad”, una “Guerra contra la pobreza”. Pero estos ecos del New Deal estaban reverberando ahora en un contexto político diferente.  
“Una generación antes”, un ya viejo Walter Lippman apuntaba en 1964, “se hubiera considerado como asumido que una guerra contra la pobreza significaba tomar los impuestos de aquellos que tenían dinero”. Pero los actuales líderes de EEUU han rechazado esa idea. Creían, observaba Lippman, que el progreso social y económico ya no requería de impuestos altos a los ricos, que el “tamaño de la tarta puede ser incrementado por invención, organización, inversión de capital, y política fiscal”. 
O, como el presidente Kennedy afirmó célebremente, “la marea creciente levanta todos los barcos”. 
Una generación política más tarde, en 1981, el presidente Ronald Reagan seguiría el guión de Kennedy. Las tasas impositivas a las rentas más altas cayeron al 28% bajo Reagan, y Bill Clinton heredó finalmente, en 1993, una tasa del 31 %.
Como presidente, Clinton casi inmediatamente subió esa tasa mayor al 39’6%. Pero él nunca argumentó este incremento como un tipo de movimiento para reducir el tamaño de las grandes fortunas hacia una medida democrática. En su lugar hablaba de reducir el déficit. Las grandes fortunas nunca preocuparon a Clinton. 
“No somos gente que objete a nadie tener éxito”, declaraba.                             
Esta actitud sería la tendencia ideológica dominante en los círculos del Partido Demócrata a lo largo de los años de Bush. De alguna manera, el deseo del presidente Obama de extender los recortes a los ricos, sin luchar, simplemente refleja estas décadas de vieja indiferencia entre los demócratas sobre la concentración de la riqueza.
Pero el paisaje político, en medio de nuestra Gran Recesión, ha cambiado. Los peligros que como sociedad invitamos cuando apartamos la mirada de la persecución de las grandes fortunas se mantienen más vívidamente que en cualquier otro momento desde la Gran Depresión.
Respetados y reputados expertos y políticos en plataformas de opinión –premios Nobel como Joseph Stiglitz, ex altos cargos como Robert Reich– han estado vinculando estrechamente nuestros tiempos difíciles con lo que el politólogo de Yale Jacob Hacker llama “nuestra hiperconcentración en lo alto”.
La semana pasada, desafiando al recorte impositivo de la Casa Blanca, significativos cuadros y representantes del Partido Demócrata señalaron que ellos también están preocupándose ahora por la hiperconcentración.
De alguna manera, la desesperadamente necesaria batalla –sobre la actitud del Partido Demócrata hacia las grandes concentraciones de riqueza privada– por fin se ha dado. ¿Continuarán los demócratas en posiciones de poder haciéndoles guiños a los ricos que han destrozado la economía? O ¿tratarán de impedir su amasamiento de riqueza?
Esto dependerá en gran medida de cómo se juegue esta nueva batalla. 

Sam Pizzigati edita Too Much, el boletín semanal online sobre exceso y desigualdad, publicado por el Institute for Policy Studies con sede en Washington D.C.

FUENTE  :  TOO MUCH

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