lunes, 21 de marzo de 2011

Breve historia del Disparate (I)

 Por Francisco Revelles

Si queremos buscarle una explicación razonable a la insensatez con la que se desenvuelven actualmente los asuntos económicos hay que indagar la sucesión histórica de acontecimientos y decisiones que han sido capaces de generar esa insensatez y, sobre todo, constatar cómo tales decisiones, la mayoría de las veces fundamentadas en convicciones doctrinales, han sido tomadas por líderes políticos y responsables institucionales en un marco de actuación que ha ido de bastante posibilista a absolutamente determinista. Dicho en otros términos: se empezó decidiendo con un alto grado de autonomía y, merced a lo inapropiado de muchas decisiones, ahora no puede decidirse prácticamente nada.
 
Si hay algo que define con claridad el estado en el que se encuentran hoy día los gobernantes respecto de las fuerzas económicas, es la impotencia. No hay actualmente poder gubernamental alguno capaz de luchar contra la irresistible fuerza de los mercados globales. Ninguna medida puede tomarse de espaldas a ellos y, mucho menos, en contra de ellos. Pero, paradójicamente, esa fuerza les ha sido otorgada, en un acto de irresponsabilidad y eutanasia sin parangón histórico, por los propios poderes públicos. Es como si en un acceso de enajenación mental inexcusable, los responsables de custodiar al monstruo que podía devorarnos a todos, hubiesen soltado sus cadenas. Veamos cómo se forjó tan monumental disparate.
 
Ocioso sería recordar aquí las aterradoras circunstancias vitales que la lógica capitalista impuso durante la revolución industrial a las masas oprimidas si no fuera porque esa es la lógica que se está abriendo paso de nuevo en el mundo. El principio de la maximización del beneficio imponía que un obrero fuera remunerado por su trabajo con el mínimo indispensable para asegurar su supervivencia física en las condiciones requeridas por la actividad laboral de que se tratara. Es más, dada la abundancia de mano de obra disponible, no eran raros los casos en los que el industrial calculaba los costes teniendo en cuenta el desgaste de los trabajadores como si de cualquier otra maquinaria se tratara y prefiriera su sustitución por otros sanos y fuertes antes que pagar a los primeros un salario capaz de asegurarles condiciones de vida aceptables para seguir trabajando. Cuando el trabajo consistía en tareas carentes de toda especialización y se ejercía en pésimas condiciones de salubridad, como en la extracción de carbón en las minas, esa era la opción más rentable para los propietarios del capital. Si se piensa que tales criterios eran aplicados con un rigor todavía mayor cuando los trabajadores eran niños (a partir de los 3 años de edad en el caso de las minas) llega uno a preguntarse hasta dónde son capaces de llegar los humanos cuando sólo los alienta el egoísmo y la avaricia. Resulta desgarrador leer cómo los capitalistas «filántropos» de la época, en iniciativas famosas por su osadía y su carácter antieconómico, reducían la jornada de trabajo infantil en sus plantas industriales a doce o trece horas diarias para que a los niños "les quedara tiempo para jugar y aprender".
 
Así se aplicó el capitalismo hasta que las revoluciones sociales y su propia crueldad consiguieron arrancar de los poderes políticos y económicos algunas reformas. Y, por más que se niegue o se quiera ver como un imposible, así se volverá a aplicar en un futuro no muy lejano si las reformas actuales siguen profundizando en su lógica inapelable de la búsqueda del beneficio al margen de toda consideración social y humana.
 
No obstante, una vez suavizadas las condiciones de los trabajadores y consolidados los sectores productivos y las redes comerciales que aseguraban el buen funcionamiento del sistema, a principios del siglo XX el capitalismo en su forma más ortodoxa (lo que ya entonces se conocía como laissez-faire económico) alcanzó su momento álgido. Alfred Marshall (gran sistematizador de las teorías clásicas) era el economista más influyente de la época, imperaba la ley de Say (la oferta crea su propia demanda) y Marx había perdido influencia a pesar del triunfo de la Revolución Rusa.
 
Lo cierto es que hasta el crack bursátil del 29 y la Gran Depresión de los años treinta, las cosas parecían desarrollarse tal y como las habían predicho los teóricos del capitalismo clásico -aunque no hay que olvidar que una concepción económica diametralmente opuesta se empezaba a desarrollar en Rusia y que en la Europa de entre guerras los países germanos sobre todo, pero también algunos otros como Suecia, se habían decantado por una economía de mercado sujetada y dirigida por el Estado-.   Pero cuando más felices se las prometían los países industrializados (los «felices años 20»), sobrevino el famoso crack.
 
Una característica del sistema clásico es que no ha abordado nunca una teoría de las depresiones, precisamente porque según sus postulados la economía se autorregula automáticamente, y cuando sobreviene algún desajuste, en un breve periodo de tiempo vuelve a estabilizarse por sí sola. Por consiguiente, cuando se produjo el aciago acontecimiento, la postura teórica dominante aconsejaba no hacer nada -excepto en lo relativo al clásico recurso de abaratar el dinero (bajar los tipos de interés) para incentivar la demanda-, y así se hizo.
 
Sin embargo, esta vez la recuperación no se iba a producir por su cuenta, sino todo lo contrario: el problema se fue agudizando mes tras mes, año tras año. En marzo de 1933, en un ambiente de profundo desánimo general, elevado desempleo y estancamiento económico sin precedentes accede al poder Franklin D. Roosevelt y, junto con él, algunos jóvenes economistas caracterizados por su postura crítica ante la ortodoxia clásica y un intento de encontrar vías alternativas a las soluciones económicas al uso[1].
 
Ahí encontramos el punto de inflexión a partir del cual la intervención estatal en los asuntos económicos desplaza al dogma de la libertad sin restricciones que arrancara con las ideas de Adam Smith allá por el año 1776 cuando publicara La Riqueza de las Naciones. Medidas tales como la intervención de precios, la protección de la agricultura, la legislación antitrust, la inversión pública a gran escala o el aumento de los salarios de los trabajadores (todas ellas anatemas puros para el capitalismo de manual) fueron tomadas sucesiva o simultáneamente, no sin encontrar una resistencia feroz por parte de la élite económica. El monstruo de un capitalismo desbocado y salvaje, aunque a trancas y barrancas, pudo ponerse a buen recaudo. Fueron los años del New Deal, que tanto alivio proporcionó a las clases americanas menos favorecidas, aun cuando sus efectos en términos de crecimiento absoluto no fueran tan espectaculares.
 
Y fue en ese contexto donde hace su aparición la Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero de John Maynard Keynes, publicada en 1936. Obra que tiene el mérito no tanto de proponer algo nuevo, puesto que la necesidad ya había forzado a la práctica a marchar por esos derroteros, como el de dar un soporte teórico y racional a lo que, según los axiomas clásicos, no debería haber funcionado en absoluto, y sin embargo lo estaba haciendo. Se encarga en primer lugar Keynes de refutar la ley de Say, demostrando que el sistema puede alcanzar su equilibrio en un punto de subproducción y subempleo muy por debajo del máximo teórico que postula esa ley, según la cual el pleno empleo y la producción máxima de bienes y servicios están asegurados por la dinámica natural del mercado. Evidentemente, los largos años de depresión daban la razón a Keynes, quien urgía a los gobiernos a tomar cartas en el asunto y a no quedarse pasmados esperando que se cumplieran las predicciones apriorísticas de los "maestros del pasado".
 
Pero en un plano teórico, que considero mucho más relevante que el aspecto técnico, lo que fundamentalmente aporta la obra de Keynes es la idea de que un mayor reparto de la riqueza -sin anular la iniciativa privada- da lugar a un mejor funcionamiento de la economía; y que ese reparto no lo proporciona la mano invisible de Smith, sino la intervención racional y sistemática de los poderes públicos. De ahí salen las escalas de impuestos sobre la renta altamente progresivas (pagan mucho más quienes ganan mucho más), las restricciones al tráfico de divisas y a la especulación financiera, la atención prioritaria de los intereses de los trabajadores frente a los de los empresarios, la creación de las instituciones de Breton Woods (el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que nacieron con una vocación de auxilio internacional totalmente ajena a la lógica de dominación que tienen ahora) o la red de seguridad y servicios públicos que se conoce con el nombre de Estado del bienestar. No se trataba de caridad ni de socialismo encubierto, sino de eficacia económica, el argumento de base con el que tradicionalmente se justificaba el libre mercado.
 
Progreso, justicia social y crecimiento económico en el mismo saco; esto era demasiado hasta para los poderosos e influyentes mentores de la teoría clásica y sus valedores naturales, los multimillonarios. No tuvieron más remedio que replegarse en sus nichos académicos o institucionales y alejarse de la controversia en cuestiones prácticas, ya que la llamada revolución keynesiana ganaba por goleada en ese terreno. Siguieron sin embargo luchando en el terreno de las ideas, aferrándose sobre todo a una que habían secuestrado para sí desde el momento en que la modernidad empezó a bajar la guardia: la idea de libertad. El neoliberalismo desnudó ese término de todo contenido humano y lo ató para siempre a un destino materialista e instrumental. Hayek, concentrado en ese terreno, publicó en 1944 Camino de Servidumbre, un encendido alegato contra la razón, el bien común y la justicia social que, sin embargo, fue presentado como antídoto de los totalitarismos y tuvo una enorme influencia en todos los que añoraban el viejo orden.
 
El mundo real, por su parte, se había olvidado de ellos. La intervención económica no sólo afectaba al reparto de la riqueza, éticamente incuestionable, sino que ese hecho parecía ejercer una influencia positiva en otros aspectos, tales como la calidad de la democracia, la responsabilidad y el compromiso social, la honestidad en los negocios, la conciencia fiscal o la preocupación por el «otro». Eran los buenos tiempos de la redistribución hacia abajo en los que, sin embargo, hacer negocios o enriquecerse tampoco era difícil, sólo que ahora se tardaba más en consolidar una empresa y era prácticamente imposible dar un «pelotazo».
 
¿Por qué si a casi todos les iba mejor, tantos potentados y tantos teóricos se revolvían indignados en sus sillones? ¿Acaso su amado capitalismo no había sido rescatado del colapso cuando ya nadie daba un céntimo por él? Pero esa es precisamente la lógica de la ambición, que no es alentada por lógica alguna, sino que siempre busca más, espera más, aspira a mucho más. Quien enfoca enfermizamente su vida hacia la riqueza y el poder nunca tiene bastante y, por supuesto, ver como casi todos prosperan no es motivo de satisfacción alguna, sino una verdadera afrenta. ¿Y qué decir de los teóricos? ¿Por qué simples funcionarios o profesionales liberales, por muy alto rango académico o intelectual que tuvieran, se enrocaron en sus cerriles posturas durante más de 30 años esperando una nueva oportunidad?[2] En este caso habría que acudir al mismísimo Freud para encontrar alguna explicación al visceral radicalismo con el que se han venido expresando los teóricos neoliberales durante los últimos 50 años ¿Qué daño puede hacerle a quien no pierde nada con ello que la gente corriente viva dignamente? ¿En qué oscuro rincón de su conciencia quedaron enterrados los ideales más encomiables del género humano? Haría falta sin duda todo un tratado psicoanalítico para desentrañar ese misterio.
 
El caso es que la tan anhelada oportunidad les llegó durante la década de los 70. Bastó con que hiciera su aparición la inflación, algo no previsto por el enfoque macroeconómico de Keynes, para que todos ellos se lanzaran cual lobos con hambre atrasada a descuartizar los sistemas de economía social que, con distintos grados de penetración, imperaban en los países occidentales desde hacía ya tres décadas.
 
Hay que tener presente, ante todo, que la inflación no perjudica a los asalariados, ya que basta con incrementar los sueldos para compensar la pérdida de poder adquisitivo. El problema es sobre todo para la élite económica, cuyos miembros soportan en mayor medida sus efectos, dado que en un contexto de intervención pública sobre la economía la inflación dará lugar a mayor presión fiscal (impuestos que, en un sistema progresivo, afectan más a los que más tienen) y a un control sobre los precios (algo que suele gustar poco a los grandes consorcios industriales, acostumbrados a manejar a su antojo los stocks y los precios del mercado). Por otro lado, la inflación reduce el valor de los capitales acumulados, por lo que había que estar allí para escuchar los improperios y juramentos de los acaudalados capitalistas.
 
Urgía hacer algo y bien que lo hicieron: se culpó de la inflación a la ambición desmedida de los trabajadores, a los desorbitados gastos sociales que conlleva el Estado del bienestar y a lo equivocado del enfoque keynesiano. Sin embargo, a la escalada en los precios del petróleo, verdadera causa del descontrolado repunte de la inflación, se le asignó interesadamente un papel menor. Ahora de lo que se trataba era de convencer a la gente en general y a los gobiernos en particular de que no había nada peor para el futuro de un país que el fantasma de la inflación, y que el regreso al sistema clásico reactivaría la economía y volvería a traer la prosperidad.
 
Sería difícil determinar qué factor fue más decisivo de entre los que contribuyeron al asalto y derribo de una economía sujetada e intervenida por el Estado y que tan buenos réditos sociales estaba reportando. Aparte del ya mencionado descontrol de la inflación, suele hablarse de un agotamiento del sistema, de un menor compromiso por parte de quienes se encargaban de aplicarlo, de una relajación en las instancias sociales llamadas a defenderlo, de una contraofensiva bien organizada e intensamente apoyada por el poder económico, etcétera. Pero hubo también poderosísimos factores sociológicos y culturales, entre los que destacaron el despliegue del posmodernismo (con su carga de hedonismo e inmediatez) como forma de entender la vida y el colapso de la economía comunista.
 
En cualquier caso, la coyuntura económica y un terreno culturalmente abonado dieron la alternativa a Milton Friedman y la escuela de Chicago, de quienes hay que reconocer que venían haciendo gala de una paciencia digna del Santo Job. ¿Y qué proponían todos ellos? Pues nada más y nada menos que volver a las recetas liberalizadoras que habían llevado al mundo occidental a sus mayores desastres económicos y bélicos, pero ahora con un plus de fanatismo y desprecio por el hombre como no se habían conocido jamás. Durante la negra década de los 80 (la década de Reagan y Thatcher), mientras la sociedad occidental entraba en una especie de estado catatónico de manos del incipiente posmodernismo, se produjo el asalto del poder económico a la cada vez menos sólida fortaleza del bien común, sin que nadie hiciera nada para remediarlo. Poco más tarde, una vez caído el muro de Berlín y desmoronado definitivamente el socialismo real, ni siquiera hizo falta que siguieran justificándose, sino que se dio la historia por concluida, se consideró marginal y anacrónico todo intento de hacer prevalecer algún vestigio de keynesianismo y se empezó, ya sin enemigos a la vista, la ardua tarea de desmontar piedra por piedra todo el edificio de racionalidad económica y justicia social que costó medio siglo edificar.
 
Ahora bien, una cosa es saber lo que se quiere, y eso el neoliberalismo lo sabía sin fisuras, y otra muy distinta instrumentar ese deseo. Las prescripciones estaban claras, así como sus doctrinales fundamentos, pero no se podía llamar a las puertas de un gobierno para decirle que se derogaran las leyes de protección social, se levantaran los controles financieros o se privatizara de golpe todo el sector público. Los responsables políticos estaban deseosos de encontrar soluciones a la crisis, y probablemente se hubieran dejado seducir por las viejas quimeras de la mano invisible o de la infinita sabiduría del mercado, pero había algo con mucho más poder de seducción para ellos: conservar el cargo.
 
Por lo tanto, las reformas tenían que ser forzadas desde fuera, y para ello nada mejor que empezar liberalizando los mercados financieros. Era algo que podía hacerse de espaldas a la opinión pública y capaz de desatar una fuerza incontenible para cualquier Estado, por poderoso que fuera. Entre 1970 y 1992 todos los países industrializados fueron abandonando el sistema de cambios fijos de Bretton Woods y eliminando toda barrera legal que obstaculizara el tráfico de capitales.     Se acometió también la liberalización comercial, con acuerdos bilaterales y multilaterales que permitían la deslocalización de las industrias y abrir o explotar mercados en cualquier rincón del planeta. Los propios políticos, que tomaban tales decisiones o firmaban esos acuerdos, cavaron la tumba de los estados. Una vez asumido el poder por el capital, los gobiernos hubieron de limitarse a administrar sus intereses. Quien no se plegara a esos intereses estaba condenado al ostracismo financiero y comercial.
 
Así pues, en una cadena interminable de reformas, unas veces sin pasar por el control de los parlamentos y otras presentándose como lo contrario de lo que de verdad se proponían, los impuestos al capital no han dejado de disminuir, las empresas públicas de privatizarse, el Estado del bienestar de desmantelarse, el despido de abaratarse, los salarios de los trabajadores de perder poder adquisitivo y así sucesivamente. Friedman prometió que los ciclos económicos se acabarían con las reformas neoliberales, y así ha sido: la gente corriente ve cómo su calidad de vida se desliza por una pendiente descendente sin altibajos, mientras que las clases pudientes contemplan con alborozo el constante aumento de sus fortunas.
 


[1]     Es interesante llamar la atención sobre el hecho de que un equipo de asesores que se conforma por individuos de una u otra orientación teórica, puede dar lugar a un cambio radical en toda una forma de administrar un Estado. Si se trata, además, del país económicamente más poderoso del mundo, ese cambio tendrá consecuencias, antes o después, en todo el planeta. Claro que para que un equipo de asesores tenga una determinada orientación es necesario que quien los elige también parta de una cierta sensibilidad. Una sensibilidad de la que hizo gala con creces Franklin D. Roosevelt y de la que hoy carecen los más importantes líderes políticos mundiales.
 
[2]     Los frustrados pero recalcitrantes ultraliberales se conjuraron en Mont Pelerin (Suiza) en 1947 para hacer renacer algún día el capitalismo libre y soberano; fundaron la llamada «Mont Pelerin Society», a la que se han ido incorporando todo tipo de apasionados defensores de la ley de la jungla; y se siguen reuniendo periódicamente en distintos lugares del mundo.

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